16 de Febrero de 2009
La Ferrari es mía
Los aviones. La quinta de
Olivos. El dinero de la publicidad. En la Argentina de 2009
se ha concretado una fenomenal transferencia de recursos
públicos a un conjunto de ciudadanos a los que la sociedad
contrató sólo para hacerse cargo temporalmente de los
asuntos del Estado.
Los aviones. La quinta de Olivos. El dinero de la
publicidad. En la Argentina de 2009 se ha concretado una
fenomenal transferencia de recursos públicos a un conjunto
de ciudadanos a los que la sociedad contrató sólo para
hacerse cargo temporalmente de los asuntos del Estado.
Los capítulos de la saga se suceden sin que el poder
político vigente atine a explicar, al menos, con qué
criterios razona y de acuerdo a qué normas procede.
Es
notable el caso de la residencia presidencial de Olivos,
reconvertida en la sede de las tratativas partidarias del ex
presidente de la Nación, cuyo único cargo conocido en la
actualidad es el de presidente del Partido Justicialista.
Inútiles han sido comentarios ácidos y críticas abiertas:
Olivos es un espacio físico políticamente neutral,
habilitado para que viva un primer mandatario y su familia,
u ocasionalmente para que un presidente en funciones la use
para sus actos de gobierno. No puede ser sede de una
fracción política, ni tampoco el lugar donde a gobernadores,
intendentes y legisladores les baja línea el jefe del
partido.
Sin embargo, el oficialismo no se mosquea ante las
objeciones y Olivos es hoy cuartel general del espacio
político gobernante donde un ex presidente ejerce, de hecho,
la conducción política del Estado. En un sentido literal, es
una auténtica usurpación, pero que ha sido naturalizada,
parte de un fenómeno de anomia anestesiante: ya nada asombra
y nada enoja demasiado.
No es el único caso. La escandalosa sustracción de un avión
oficial para que Julio Cobos no pudiera viajar y
constituirse en Tartagal después del calamitoso alud, es un
caso de libro de texto. Le birlaron el transporte para que
dos ministros llegaran a Salta antes que él, con la
mediática ayuda oficial. Hasta se fotografiaron dentro del
aparato, para rociar de sal la humillante decisión contra el
vicepresidente. Horas más tarde, recién llegada del boato
monárquico madrileño, la Presidenta también voló a Tartagal,
donde se fotografió con las pantorrillas embarradas.
Nada nuevo en el peronismo, claro, porque el vaciamiento de
la vicepresidencia tiene antecedentes de fuste. En 1973,
Perón echó a los mandatarios electos (Cámpora y Solano
Lima), sacó del país a su sucesor en la línea presidencial
(José Antonio Allende) y consagró presidente temporario al
impresentable Raúl Lastiri, el yerno de López Rega, hasta
hacerse elegir en septiembre y asumir en octubre.
Las instituciones y las normas constitucionales nunca fueron
una limitación verdadera para los proyectos políticos del
peronismo, que impulsó dos reformas (en 1949 y 1994) para
ajustar la ley principal a sus apetitos particulares.
Pero haber decretado la muerte civil
de Cobos, que al producirse el alud de Tartagal ejercía
formalmente la presidencia de la Nación, es un acto de
mezquindad y rencor de sordidez sin antecedentes.
La flotilla de aviones del Estado, fatigada de ir y venir
los fines de semana al paradisíaco Calafate para permitir la
oxigenación sureña del matrimonio presidencial, es usada
como patrimonio privado y excluyente. Es otro caso de
usurpación magna.
Ahora, la Justicia acaba de garantizar un derecho que sólo
la afiebrada pretensión de poder de las autoridades podía
ignorar y violar. Efectivamente, la negativa del Gobierno a
permitir que las publicaciones de Editorial Perfil
participen, como el resto de los medios, de las campañas de
comunicación del Gobierno mediante sus habituales pautas
publicitarias, revela cómo se procedía en la materia hasta
ahora.
Desde el segundo semestre de 2003 y hasta ahora, los US$ 100
millones por año que el Gobierno gasta como promedio en
avisos son asignados por los funcionarios políticos de la
Casa Rosada de manera personal, discrecional y arbitraria.
Han usado esos fondos para premiar y castigar, promover y
vaciar, como si se tratara de cajas privadas cuyo uso es
competencia caprichosa de quienes firman los cheques.
La obsesión oficial por manejar esa caja de manera
arbitraria no tiene paralelos en el pasado. El destino de
las pautas publicitarias de los organismos del Estado es hoy
fiscalizado, medio por medio, programa por programa y
periodista por periodista, por el ex presidente, que bocha y
bendice en función del acatamiento de cada quien a las
necesidades del poder. Es penoso lo que sucede, para citar
apenas sólo un ejemplo, en el Banco de la Nación Argentina,
donde su presidenta, Mercedes Marcó del Pont, una
profesional competente y proba, siguió los pasos de su
predecesora Felisa Miceli: la publicidad del banco se
maneja, caso por caso, en la Casa Rosada y Olivos, sin que
la titular del BNA pueda intervenir, ni quejarse, ni
cuestionar nada.
Con estos dineros de la publicidad estatal se produce el
mismo fenómeno que con los aviones y el uso de los
edificios. El grupo gobernante se maneja con el criterio de
que lo que es del Estado, es de ellos.
No son rasgos que sólo se encuentran en el Gobierno
nacional. Durante su prolongadísima continuidad como
funcionario de varios gobiernos peronistas, Felipe Solá
manejó similares conceptos. Como gobernador de la Provincia
de Buenos Aires, la pauta publicitaria de ese distrito la
manejó él del mismo modo, con igual y arbitraria
discrecionalidad, sin criterios profesionales ni
cumplimiento de elementales normas de pluralidad.
Es lamentable, pero no novedoso. Hace muy pocos años, otro
presidente justicialista, Carlos Menem, se negó a deshacerse
de una impresionante Ferrari Testarossa que le habían dado
unos empresarios coimeros y que condujo a velocidades
ilegales hasta Pinamar. Se la quería quedar como propia y
cuando le dijeron que la máquina había sido entregada al
Estado argentino, no a él, vociferó su inolvidable “¡la
Ferrari es mía!”.
Es casi constitutivo de un modo de ocupar el poder. Cuando
el peronismo, desde siempre, se ufana de que asegura
gobernabilidad, lo que garantiza en realidad es que su
ocupación del aparato del Estado es tan maciza y total, que
lo conduce, sí, pero al precio de convertir un mandato
ciudadano en un título de propiedad.
Los gobiernos peronistas asumen y gestionan con la sincera
convicción de que lo público es privado, de ellos, y que el
mobiliario, los transportes del Estado y los recursos
financieros están para ser usados por quienes, en verdad,
sólo han sido contratados por la sociedad por un lapso
determinado.
¿Hay excepciones
en el peronismo? Claro que sí, pero muy ocasionales y
precisas, y el caso de Daniel Scioli es uno de ellos. Por lo
demás, la pauta es para amigos y siervos, Olivos se usa como
unidad básica, y los aviones son sólo para los cortesanos,
melancólicas muestras de una feroz decadencia civil que
ilustran una manera aldeana, primitiva y anticuada de
conducir a un país.
Reproducción textual de la columna en
el diario Perfil de Pepe Eliaschev.