12 de Noviembre Símbolo de la más dolorosa tragedia de la
Argentina moderna, genocidio lento, imperceptible y
sofisticado, siempre negado por autoridades y empresarios, El
Impenetrable está siendo devastado, y con él también las
decenas de miles de personas que lo habitan. El autor de esta
crónica, periodista y escritor, que lo conoció y lo recorrió
de niño acompañando a su padre, viajante de comercio, ofrece
un testimonio del dolor que le causa ver una tierra fabulosa
condenada a un presente ominoso y deleznable. En por lo menos el último medio año, el Chaco empezó a
concitar la atención de la prensa y la televisión de todo el
mundo. Cámaras y cronistas revolotean por estos lares como
moscas, convocados por la desnutrición de miles de aborígenes
en la región que hasta ahora se conoció como El Impenetrable,
pero que de impenetrable ya no tiene nada. Se trata de un
territorio todavía mítico, del que generaciones de chaqueños
alguna vez nos sentimos orgullosos: la cerrazón del bosque era
no sólo un misterio lleno de historias y posibilidades incluso
literarias, sino que –y esto era lo mejor– allí se refugiaban
las etnias originarias de esta tierra, que vivían en su
hábitat natural, con sus costumbres intactas y cierta
supervivencia asegurada. Así fue por décadas. Por siglos.
Hasta que llegó el llamado “progreso”. O la “civilización”. O
como quiera el lector llamarlo, reglas de mercado incluidas.
Y empezó la tragedia. Quizás –seguramente– la más terrible y
dolorosa tragedia de la Argentina moderna, si es que éste es
un país moderno: porque este es un genocidio lento, casi
imperceptible, incluso sofisticado, siempre negado por
autoridades y empresarios, que está exterminando a decenas de
miles de personas en uno de los países más ricos de la Tierra.
A muchísimas personas que vivimos acá, y lo vemos a diario,
esto nos llena de indignación pero también de impotencia. Por
eso la razón de estas páginas no es tanto hacer una denuncia
política –que también lo es– como la necesidad de llamar la
atención sobre la que posiblemente sea la cara más dolorosa de
la Argentina.
Recuerdos de infancia
Cuando
yo era chico, en los años cincuenta, mi papá –viajante de
comercio– recorría el Chaco en un incalificable Ford 40, de
color negro, cuyos ocho cilindros y ruedas pantaneras eran
capaces de vencer todos los obstáculos de aquellos caminos de
tierra o de lodo, y así desandaba los guadales tramposos que
dominaban las picadas en la selva.
Conocí todo eso de niño. No me lo contaron, lo vi y lo
recorrí, cual pequeño copiloto del loco que era mi viejo, que
siempre cargaba todo tipo de mercaderías para repartir en
almacenes, hoteles, bares y restaurantes, donde siempre era
recibido como se recibe a las tías queridas.
Después, ya de grande, recorrí el Chaco más de una vez hasta
que en 1995 hice un largo viaje por los caminos secundarios de
la provincia y entré al Impenetrable desde puntos poco
frecuentados. El producto fue mi novela Imposible equilibrio.
Y tengo también escritos varios cuentos y capítulos de novelas
en los que narro esos paisajes. Pero no traigo esa experiencia
a este texto por regodeo autorreferencial, sino como
testimonio del dolor que me causa ver cómo esta tierra
fabulosa, rica hasta la exageración (mi padre solía decir que
el Chaco era tan rico que si uno plantaba una moneda
germinaría un árbol de dinero) ha sido condenada lentamente a
un presente ominoso, deleznable, en el que los aborígenes se
mueren de la forma más infame, en pleno siglo XXI.
Esa barbaridad –pues no es otra cosa– sólo concita imposibles
argumentaciones del poder político y una morbosa curiosidad
mediática que aquí casi todos aborrecemos.
Ahora, desde antes de la última campaña electoral provincial
(el Chaco renovó autoridades el 16 de septiembre pasado) se
conocieron muchas denuncias y testimonios que, obviamente,
estaban casi inexorablemente teñidas de intención política. Yo
anduve por ahí antes, durante y después de la campaña y lo que
vi fue lo mismo: donde hubo quebrachos centenarios y fauna
maravillosa, hoy hay campos quemados, suelo arenoso y
desértico, y raigones por doquier esperando las topadoras que
prepararán esta tierra para el cultivo de soja que hoy impera
en nuestro país.
Personas, familias
Haga
uno lo que haga, y aunque no sea su objeto la asistencia
social, es imposible no impactarse ante lo que ve. Y yo he
visto hospitales colmados de pacientes indígenas, amontonados
en salas de paredes rotas y sucias, techos con goteras y sin
cielo raso, pasillos nauseabundos y pozos negros abiertos y
rebalsando.
He visto cocinas de hospital llenas de cucarachas y mujeres
embrutecidas por el hambre, cuyos pesos anteriores a la muerte
eran de treinta kilos. En los hospitales no hay médicos a la
vista e impera un silencio espeso y acusador como el de los
familiares que esperan junto a las camas, muchos de ellos
tirados en el piso de los pasillos sobre mantas mugrientas, o
directamente sobre baldosas.
El 90% de los aborígenes de todo El Impenetrable se atiende en
dos o tres hospitales que están en pésimo estado. Con poco
personal, condiciones de asepsia deficientes y edificios que
sólo parecen aptos para demolición, he visto seres acostados
en camas infames, en condiciones definitivamente inhumanas.
Como si fueran ex personas, apenas piel sobre huesos, sus
cuerpos recuerdan los de esas fotos horrorosas de los campos
de concentración nazis.
Ya todo el país ha visto a Rosa Molina, una mujer que murió a
los cincuenta años, pesando menos de 30 kilos y cuya imagen
recorrió el mundo.
Pero el de Rosa Molina fue sólo un caso. El Impenetrable está
lleno de Rosas Molina. En cualquier rancho se ven esos seres
que son sólo piel reseca sobre huesos flacos. Uno los ve y
parece que sólo esperan la muerte. Que acaso sea su mejor
posibilidad. Son cuerpos consumidos por enfermedades como la
tuberculosis o el chagas, bocas desdentadas, rodillas nudosas
que no parecen capaces de sostener a nadie en pie.
En las comunidades el cuadro no es mejor. En cada rancho uno
es recibido por el olor rancio de la miseria. Como en los
hospitales, y aunque cada rancho o tapera –aislados unos de
otros, a veces ocultos en matorrales achaparrados o bajo algún
algarrobo que sobrevivió– el aire es irrespirable. En todos
lados las moscas son negras, brillosas, gordas, y los perros,
largas familias de perros, son flacos como sus dueños.
Los chicos se acercan, sonrientes y curiosos, en silencio. Es
difícil entablar más conversación que la circunstancial.
Algunos van a la escuela, o eso que dicen. Otros juegan a
cazar pajaritos, que fácil es suponer que han de ser, muchas
veces, la comida diaria.
En el rancho de una familia González hay sólo una mujer, flaca
hasta el dolor, tres o cuatro chicos que se asoman de la
oscuridad del rancho, y una confesión: hace tres días que
solamente comen –si eso es comer– una especie de masa fría:
harina con agua. Y no se imagine el lector la calidad de esa
agua, generalmente de una laguna semiseca –que ellos mismos
llaman “el charco”– donde los animales también abrevan.
He visto también familias en estado relativamente digno, como
la de un hombre de Fortín Lavalle, de nombre Abraham Sosa, que
se me acercó con toda dignidad, se paró delante de su padre y
de sus hijos y nietos, y me dijo: “Si nos puede ayudar, señor,
tráiganos semillas para plantar y yo rezaré por usted todos
los días”.
Quería sólo unos puñados de semillas para plantar maíz,
sandías, zapallos. Cuando volví a Resistencia me impactó la
cantidad que pude comprar con sólo quince pesos. Se los
enviamos al día siguiente con una maestra que viajaba.
Y he visto otra familia, de apellido Fernández (y uno se
pregunta quién y en qué momento les puso estos apellidos
castizos) en el que un joven de 19 años, Filiberto, me contó
que está estudiando el magisterio para ayudar a su gente.
Juega al fútbol de vez en cuando y tiene una sonrisa límpida,
sana y buena como no suelo encontrar en las ciudades. Le
pregunté qué podía hacer por ellos. “Decir la verdad –me
respondió mirándome a los ojos–, eso nomás”.
Hitos y responsabilidades
Difícil establecer cuándo empezó exactamente todo esto,
pero sin dudas un hito es –como en tantas cosas argentinas– la
última dictadura. En 1977-1978 el gobernador militar, un
general de apellido Serrano, dio comienzo a lo que muchos
llamaron –y muchos se lo creyeron– la Conquista del
Impenetrable. Se prometió una ruta asfaltada (la Juana Azurduy)
que cruzaría la selva, se fundó un pueblo (Fuerte Esperanza) y
se parió un lema mentiroso (“Chaco puede”) detrás del cual se
gastaron incontables millones de dólares que nadie supo jamás
adónde fueron a parar.
La manipulación y sometimiento de estos pueblos, como se ve,
es añeja: los militares primero, pero después, en democracia,
civiles de todos los colores como hubo en el Chaco, provincia
que fue gobernada históricamente por el peronismo (hasta 1976
y después entre 1983 y 1991); luego entre 1991 y 1995, por un
partido afín a la última dictadura militar, Acción Chaqueña,
cuyo progenitor fue un coronel de apellido Ruiz Palacios,
quien antes fuera viceministro del Interior de Albano
Harguindeguy, y desde entonces por una alianza hegemonizada
por el radicalismo.
Por eso, aunque moleste a muchos, hay que decir que es
indudable que todos tienen, en diversos grados,
responsabilidades. Sobran denuncias sobre ventas clandestinas
de tierras y lo más grave de todo, lo verdaderamente insólito,
es el estado socio-sanitario de muchas comunidades indígenas
que carecen de agua, de luz y de asistencia sanitaria.
Por eso cuando se dice que la denuncia de este atropello
étnico “se ha politizado”, el argumento es pueril. Este es,
obviamente, un conflicto de naturaleza política.
Y cualquiera se da cuenta de que el cuadro de situación actual
no es mérito de ningún gobierno en particular de los últimos
treinta años, sino de todos ellos.
Mientras tanto, ecocidio y genocidio van a la par. Términos
duros, desde luego, que algunas almas bienintencionadas juzgan
inapropiados para una democracia. Pero siempre digo lo mismo:
vengan y vean. La espantosa realidad en que viven los pueblos
originarios del Chaco, y en particular del pueblo Qom (toba),
sumada a su vaciamiento sociocultural, es tan innegable como
inadmisible.
Y a la vez, escribo esto y sé que algunas personas se
ofenderán. Funcionarios, dirigentes rurales, empresarios
(algunos muy famosos) acaso se molesten con este texto. No
descarto que también algunas buenas almas urbanas se
escandalicen por palabras tan tremendas como exterminio o
genocidio, pero aquí las palabras nunca son tan tremendas como
lo que describen.
A cada rato desfilan ante mis ojos enfermos de tuberculosis,
chagas, elefantiasis, lesmaniasis, niños empiojados que sólo
han comido harina mojada en agua. La mayoría tiene nombres
bíblicos (Abraham, Noé, Josué, María) y la razón es que en El
Impenetrable un problema adicional son las sectas religiosas
que cambiaron las costumbres de los pueblos originarios. Hoy
casi todos los aborígenes dicen ser evangelistas, la mayoría
de una llamada Asamblea de Dios, o de una Iglesia Universal, o
simplemente ellos se autodesignan “los pentecostales” o “los
anglicanos” y así.
No puedo dejar de preguntarme de qué tragedias les hablarán
esos pastores, de qué castigos bíblicos se podrá hablar aquí.
Y me pregunto también quiénes serán los capaces de pronunciar
ciertas palabras.
Cuestiones con la tierra
![](../../../../images/tobas2.jpg)
Cuando se anda por estos parajes, a uno se le seca la boca. En
cada ocasión que he visitado a estos desdichados he regresado
a la ciudad sintiendo culpa, frustración, rabia. Pero sobre
todo frustración, porque uno ya sabe que es inadmisible que
haya gente, personas, seres como usted que lee, en estado tan
calamitoso, de tan infrahumano abandono.
Este territorio que alguna vez fue hermoso, poblado de
quebrachos centenarios, algarrobos y lapachos gigantes, y toda
una fauna riquísima y variada, hoy muestra un cuadro que se
puede calificar de brutal. Descampados, quemazones de árboles
tumbados y raíces emergentes por doquier. Y cuando uno ve,
desde el camino, que hay algunos árboles que parecen respetar
la naturaleza original, enseguida ve –y uno ya sabe– que cien
metros más adentro todo ha sido arrasado. Como si se dejaran
cortinas, acaso, para que los ecologistas no vean lo que hay
dentro.
Esto es lo que queda del otrora Chaco boscoso. Lo que fue
un ambiente natural de flora y fauna maravillosas, ahora son
estos campos quemados que algunos quieren disimular.
Estas tierras –entre tres y cuatro millones de hectáreas, por
lo menos– se diga lo que se diga han sido “vendidas” con los
aborígenes dentro. Son muchos miles de seres humanos que
estaban ahí desde siempre, pero sin títulos, sin papeles, sin
escrituras. Nunca supieron cómo conseguirlos, ni les pareció
importante. En cambio los amigos del poder sí los tienen, y
los hacen valer. El resultado es esta devastación: cuando el
bosque se tala, las especies animales desaparecen, se
extinguen. Los seres humanos también.
Parece mentira que los conflictos por la tierra, que fueron
materia de la literatura del realismo social, y de viejas
películas de los años cuarenta, tengan vigencia nuevamente en
pleno siglo XXI. Filmes inolvidables como Viñas de ira (de
John Ford, basada en la novela de John Steinbeck) o entre
nosotros Prisioneros de la tierra, de Mario Soffici, e incluso
la memorable Las aguas bajan turbias, de Hugo del Carril, no
resultan hoy remotas. Los mismos argumentos se viven en este
presente argentino en el que son frecuentes los conflictos
vinculados con la posesión y propiedad de la tierra.
Hoy sobran las denuncias de que algunos nuevos grandes
latifundios están cercando los pozos de agua potable
construidos hace décadas, que históricamente abastecieron a
los pobladores originarios y de los cuales se abastecían los
campesinos para sí y sus animales. Muchos han sido ahora
cercados por flamantes, misteriosos “propietarios” que tienden
alambrados e impiden así el libre acceso al líquido. Se
conocen denuncias de cercamiento de más de 50 pozos.
Con el agresivo desmonte de bosques naturales, muchas
comunidades ya no tienen dónde obtener sus plantas
medicinales, alimentos naturales ni materiales de
construcción. La constante privatización de tierras fiscales
que siempre fueron territorio indígena ha sido en las últimas
dos décadas, podría decirse, una política consistente. En
Formosa, por caso, se ha denunciado la entrega de 40.000
hectáreas de tierras fiscales a una empresa de origen
australiano, que el gobierno habría cedido al precio vil de 8
pesos la hectárea. Dicha superficie equivale a un 14% de la
tierra que lograron los indígenas tras larguísimos años de
lucha e innumerables reclamos.
También existen denuncias del presunto proceder de
gerentes de bancos y agentes impositivos que tramarían
“aprietes” que derivan luego en remates amañados.
Uno de los principales problemas del campesinado es la
tenencia precaria, ya sea de tierras fiscales o privadas.
Estos antiguos pobladores es obvio que no tienen escrituras. Y
aunque la legislación argentina reconoce el derecho a la
propiedad de la tierra cuando se ha ejercido posesión pacífica
y continua por más de 20 años, estos ocupantes no han tenido
jamás, por generaciones, ni la información ni los medios
económicos necesarios para hacer valer esos derechos. Es fácil
comprender cómo se gestaron los abusos.
De ahí otra razón para la urgencia en la aprobación de la Ley
de Protección del Bosque Nativo que hasta ahora ha sido
cajoneada en el Congreso de la Nación. Sería materia de otro
artículo, desde luego, pero aquí hay que decir que tanto para
la explotación salvaje de las últimas riquezas madereras que
nos quedan como para la expansión de sembradíos de soja,
ganadería y megaproyectos turísticos, toda “licencia” o
“excepción” seguirá creando zonas liberadas para desmontes y
desalojos.
Mientras tanto, los bosques en algunas provincias como Salta
(Las Yungas) y Chaco (El Impenetrable) están siendo talados
día a día, y hora a hora: según Greenpeace cada año se
desmontan 250.000 hectáreas de monte nativo, o sea la
alucinante cantidad de casi 700 hectáreas por día,
principalmente en el Chaco Seco, donde se produce el 70% de la
deforestación incitada por la expansión del monocultivo de
soja transgénica.
Cuestión de educación
En Miraflores, en Nueva Pompeya, en Fuerte Esperanza, en
El Sauzalito –que son algo así como las “ciudades” del
Impenetrable– las cosas no varían demasiado. En Fortín Lavalle,
Villa Río Bermejito, la zona del llamado Puente La Sirena, y
en cuanto paraje uno visite, el cuadro es siempre parecido:
aislados ranchos de barro y paja, con familias innumerables,
muchos de ellos infestados por picaduras de vinchucas
chagásicas.
Cuando se habla con los maestros, uno se da cuenta de que casi
todos, aunque no lo dicen, parecen esperar el momento de irse.
Están cansados del olvido, de la marginación. Es tanto su
desaliento. Un maestro de una escuela del Sauzalito, que
prefiere que no lo nombre, me cuenta que “la localidad cuenta
con el 90% de aborígenes. Tenemos una biblioteca que no se
circunscribe a la escuela sino a casi todas las escuelas de
los parajes vecinos. Aquí no hay biblioteca pública, entonces
la nuestra es realmente de puertas abiertas. Y aunque adoramos
esta profesión, señor, y todos los que trabajan aquí son de
fierro, la verdad es que todos sufren y lloran por lo que
hacen pero también por lo que no pueden hacer. Esta gente sí
que hace patria!”. Pero en esa escuela, como en muchas otras,
no hay agua potable. “¡No hay baños, señor! Pero igual damos
clases como si nada. Y cuando llevamos agua potable (de
lluvia, si llueve, o comprada) la compartimos entre docentes y
niños. Agua caliente por supuesto no tenemos. Y ahora una
heladera que nos mandaron los bibliotecarios de ABGRA, de
Buenos Aires. Es tan triste todo. Y usted no se imagina lo que
es esto en días de 50º.”
Una semana después, cuando recibieron la heladera y unos mapas
y unos cuantos libros, volvió a escribirme: “No sé cómo
decirle: Perdón y Gracias. No puedo escribirle nada más. A
esta altura cada letra que tecleo pesa mucho y me cuesta aun
más, así que disculpe, señor, y gracias”
¿Qué hacer, cómo ayudar?
Son muchas las personas que se movilizan con este tipo de
artículos. Son gente que quiere “hacer algo” por los
aborígenes chaqueños y sus preguntas más frecuentes son: ¿qué
se puede hacer? ¿Con quién hay que hablar? ¿A qué personas
confiables contactar en cada comunidad? ¿Cuáles son las
necesidades más urgentes? ¿Cómo hacer llegar ropas y
alimentos?
La respuesta correcta, en realidad, correspondería al Estado.
Pero, en ausencia de una acción concreta de las autoridades a
cargo, he aquí algunas respuestas útiles, derivadas de la
experiencia personal y sólo a modo de orientación:
u 1. Al Impenetrable se llega vía Resistencia. Desde allí son
entre 350 y 500 kilómetros de distancia, la mitad buenos
caminos, la otra mitad de tierra y arenilla, muy poceados y,
si llueve, intransitables.
u 2. Lo que se puede hacer, estructuralmente, es muy poco.
Pero cualquier ayuda humanitaria de personas o grupos puede
significar muchísimo si se encuentra el modo de que la
asistencia realmente llegue a los verdaderos destinatarios.
Debe saberse que lograrlo es un proceso muy lento y requiere,
sobre todo, perseverancia. Ayudar a los aborígenes no es
mandar cosas al boleo; ni es para impulsivos o culposos de
clase. Es duro decirlo, pero es así. No es bueno ayudar una
vez y olvidarse del asunto.
u 3. Es necesario contactar primero gente responsable, que
reciba y distribuya la ayuda, que necesariamente llegará a
través de intermediarios. Allá no hay transportes y es
complejísimo hacer llegar las mercaderías. Por eso conviene
tener alguien de confianza que reciba los envíos, o los busque
en Resistencia u otras ciudades, y luego los distribuya
eficazmente. Pero eso es un trabajo, que no se paga. Y los
voluntarios, cuando los hay, se cansan rápido. El clientelismo
político ha hecho estragos, y lo sigue haciendo.
u 4. Hay organizaciones que se ocupan de distribuir ayudas.
Religiosas de todo tipo, fundaciones y grupos de padrinazgos
escolares. Mi sugerencia es ser desconfiados, hasta tanto se
establezcan lazos sólidos.
u 5. Las necesidades en El Impenetrable son TODAS, pero se
sugiere fuertemente a quienes quieran colaborar, que no envíen
gente con cosas ni organicen recolecciones de cualquier cosa.
Siempre es mejor consultar primero qué se necesita, dónde y
para qué.
u 6. Lo que más se necesita es: leche en polvo, harina,
polenta, arroz, fideos, yerba, azúcar y aceite. Y en todos los
casos, zapatillas. Ropa usada, sólo si se sabe exactamente a
qué familia se envía. Medicamentos no, salvo que se tenga un
grupo médico que lo avale. Y tampoco recomendamos enviar
golosinas: sólo sirven para picar los dientes de chicos que no
tienen defensas y acaso jamás en sus vidas verán a un
dentista.
u 7. Una pregunta frecuente se refiere a la posibilidad de
ayudar a que los aborígenes generen microemprendimientos
productivos. Sería ideal, sin dudas, pero en estas comunidades
hay enormes problemas de infraestructura: caminos
intransitables, carencia de agua potable, clima extremo e
inclemente y no se puede garantizar la producción a escala de
artesanías ni productos primarios. Además, es dificilísimo
penetrar en el mundo aborigen. De ahí que sólo una fuerte
decisión política estatal podría –y debería– impulsar
microemprendimientos sustentables.
Mempo Giardelli, Perfil.com
19 de Septiembre de 2007
Intervino
la Corte
La
Corte Suprema de Justicia ordenó hoy a los gobiernos de Chaco
y de la Nación que informen sobre la situación de las
comunidades indígenas, en su mayoría tobas, que estén en
situación de "emergencia extrema, con necesidades básicas y
elementales insatisfechas".
Además, el máximo tribunal también
ordenó el inmediato "suministro de agua potable, alimentos y
medios de transporte y comunicación adecuados para cada uno de
los puestos sanitarios ubicados" en las regiones en crisis,
informó la Corte en un comunicado.
La decisión fue tomada en el
acuerdo ordinario del tribunal, en el marco de un proceso
iniciado por la Defensoría del Pueblo de la Nación, en
representación de las comunidades indígenas.
Al tomar esta resolución, la
Corte "consideró la gravedad y urgencia de los hechos
denunciados", y destacó "la necesidad, sin perjuicio de lo que
pudiere decidir en su oportunidad en relación a su
competencia, de adoptar las medidas conducentes que tiendan a
garantizar la eficacia de los derechos, y evitar que estos
sean vulnerados".
Para la Corte, ése es su
"objetivo fundamental a la hora de administrar justicia, y de
tomar decisiones en los procesos que se someten a su
conocimiento, sobre todo cuando está en juego el derecho a la
vida y la integridad física de las personas".
Los aborígenes del Chaco son
más de 60.000 -casi el 10% de la población total- y comprenden
tres etnias: tobas o qom, wichís y mocovíes. Los más numerosos
son los primeros, que habitan en casi toda la provincia, pero
sobre todo en El Impenetrable. En los últimos meses, al menos
doce integrantes de la etnia toba murieron por desnutrición.
Agencia Télam
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