08 de Septiembre de 2008
Fuego fatuo
Abrasador
fulminante, contundente expresión de desdén e ira, el fuego se
apodera con frecuencia endémica de la Argentina. Lo grave no
son solamente los nuevos episodios de destrozos de material
ferroviario, de por sí un acontecimiento de rasgos lúgubres.
Tanto o más delicado es que estos episodios, de repetición
circular, se producen bajo un gobierno que en el fondo parece
burlarse de la legalidad con la excusa de las garantías.
Abrasador fulminante, contundente expresión de desdén e ira,
el fuego se apodera con frecuencia endémica de la Argentina.
Lo grave no son solamente los nuevos episodios de destrozos de
material ferroviario, de por sí un acontecimiento de rasgos
lúgubres. Tanto o más delicado es que estos episodios, de
repetición circular, se producen bajo un gobierno que en el
fondo parece burlarse de la legalidad con la excusa de las
garantías.
Los incendiarios de Merlo y Castelar pusieron en escena una
práctica cada vez más naturalizada. La protesta, tal y como se
despliega en la Argentina de 2008, todo lo puede y ante ella
nada demasiado drástico osa intentar un Gobierno que compara
al mantenimiento del orden jurídico con un recorte
antidemocrático de las libertades civiles. La historia
reciente es ejemplificadora. El 1º de noviembre de 2005, la
estación Haedo del ex Ferrocarril Sarmiento sirvió de
escenario a destrozos de similares características. Hubo 113
personas detenidas por el incendio intencional de esa
estación, gloria del patrimonio ferroviario del Oeste, y de
dos formaciones que estaban allí, saqueo de comercios de los
alrededores, destrozos de máquinas expendedoras de boletos y
ataques vandálicos, a pedradas, contra negocios y bancos. Esos
incidentes dejaron 22 heridos.
Muy similar a lo que sucedió ahora, el gobierno de Néstor
Kirchner atribuyó hace 33 meses aquellos destrozos a la
agrupación Quebracho. Pero ese antecedente es apenas un
episodio más en una ya desesperante saga. En verdad, desde
febrero de 2002 se producen en estaciones ferroviarias del
área metropolitana episodios de inusitada violencia, al cabo
de los cuales dos hechos sobresalen como conclusión principal:
el ya de por sí menguado y obsoleto parque ferroviario se
reduce aún más, y la masa de usuarios que usa y necesita de
esos servicios se perjudica más todavía, porque ese
equipamiento no puede reemplazarse en el corto plazo. Así,
destruir bienes produce más penuria y peor vida para las
muchedumbres que se transportan por esa vía.
Enfatizar el resultado práctico de estos actos de barbarie
suele ser interpretado como un aval a los estropicios del
Gobierno, como si subrayar la bellaquería de estos hooligans
significara homenajear a las autoridades por lo bien que hacen
las cosas.
La sabiduría convencional, a la que han apelado a estas horas
no pocos medios periodísticos y una variedad de referentes
opositores, es que
el-pueblo-indignado-aplica-su-santa-violencia en respuesta a
los abusos intolerables de unas empresas malditas a las que,
además, premia y sostiene el Estado.
Sucede que, antes bien, en la Argentina se producen fenómenos
de inigualable destructividad social pero en todas las
direcciones. El Gobierno maneja el gravísimo problema del
transporte ferroviario con un oportunismo de suprema
irresponsabilidad, convalidando y potenciando un esquema de
subsidios que preservó lo peor del obsoleto esquema estatal
previo a 1990, pero lo hizo lastimando los rasgos más
racionales, modernos y progresivos de los gerenciamientos
privados.
Con un área metropolitana mal servida por empresas ajenas a
las prácticas del sistema de lucro legítimo y enteramente
enfeudadas a una espesa telaraña de corruptos o por lo menos
opacos “subsidios” estatales, el pésimo servicio y la
involución del entero sistema generan impaciencia, ira y a
menudo desesperación en el público.
De otro lado, la sistemática y deliberada confusión de
protesta con vandalismo, la generalizada costumbre, de la que
el Estado es apenas un practicante más, pero no el único,
según la cual hasta la más salvaje tropelía puede tener una
justificación política, ideológica o cultural, producen el
resultado más pernicioso posible.
Las razones por las cuales el Estado se fue atando de manos
respecto de los variados y reiterados episodios de gravísimas
erupciones de violencia destructiva son muchas, pero prima ese
patetismo condescendiente, que consiste en encajar cada
estallido de caos con una deuda social preexistente.
La Argentina compró sin medias tintas la tramposa noción de
que los conflictos de la sociedad civil sólo pueden resolverse
si sus protagonistas quiebran la burbuja de olvido e
indiferencia públicos y consiguen “visibilizarse”. Así, el
nombre del juego ha sido la estrategia de la visibilidad:
cortar fronteras, interrumpir caminos, clausurar accesos,
rodear fábricas, bloquear calles, escrachar personas, liberar
molinetes, pararse sobre las vías de subtes y trenes,
“liberar” barreras de peajes y episodios todavía más
virulentos, como los de esta semana: incendiar trenes,
destruir estaciones, vandalizar comercios e instalaciones de
todo tipo.
Lo angustiantemente fatigoso de esta realidad nacional es el
cinismo pseudo-ideológico que se percibe en las
argumentaciones oficiales, centradas en evitar la “represión”,
cuando en verdad se está ante fenómenos concretos de un
sabotaje explícito que significa destrucción explícita del
patrimonio colectivo.
En gran medida, ese cinismo se advierte en la dupla de dos
conceptos: políticas irracionales, retardatarias y claramente
orientadas a favorecer a una casta privilegiada en el sistema
del transporte público, y una cháchara “libertaria” que la
Casa Rosada usa como práctico argumentador cotidiano para
justificar su evidente responsabilidad por la ilegalidad
creciente y evidente en la escena pública, tan tolerada que
termina siendo propiciada.
El incendio de estaciones y material ferroviario genera lo
peor de todos los mundos. La gente viaja de manera cruel y
advierte cómo su vida cotidiana se degrada e intoxica cada vez
más. Consiguientemente, esas situaciones de base son escenario
propicio para que pelotones de nihilistas peligrosos y
resueltos desparramen un accionar violento e irresponsable,
que castiga a esos propios seres ya acosados por el transporte
inhumano.
Hay, así, un agravamiento de la culpabilización colectiva: si
los trenes le pudren la existencia cotidiana a sus usuarios,
una maliciosa manipulación de las garantías civiles permite
que el vandalismo se ejecute sin restricciones ni castigos.
Ni las bandas de forajidos que rompieron decenas de comercios
en Mar del Plata a fines de 2002, ni ninguno de los detenidos
en todos los casos posteriores de ataques a instalaciones
ferroviarias, permaneció detenido más de pocos días.
Este es el peor escenario: packaging de palabras empalagosas y
vacías que envuelven esencias nefastas, un fuego permanente
pero fatuo que le quema la vitalidad a la sociedad argentina.
Por Pepe Eliaschev, reproducción de su columna del 8-9-08 en
el Diario perfil
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