30 de Septiembre de 2008
El otro día la Presidenta, antes de partir para los EE.UU.,
les decía a los del “Norte” que dejen de dar recetas cuando ni
siquiera saben arreglar sus problemas en casa. Afirmaba estar
orgullosa de ser doblemente del Sur, viene del sur del sur, a
la vez que encomiaba nuestro modelo de acumulación, ahorro y
desarrollo que “humildemente” construyó día a día con su
esposo Néstor.
Finalmente, después de insistir en un recinto casi vacío de
las Naciones Unidas en que los jerarcas del Primer Mundo no
hacen más que comer lo mismo que segregaron y de bautizar la
crisis nórdica de “efecto jazz” (mal elegida la ironía, es un
efecto ketchup), confiesa no desearle mal a nadie. Doble
mensaje, doble sentido y no sólo doble sur.
Lejos de querer anotarme en la monótona lista de los que
critican al oficialismo, no deja, sin embargo, de llamarme la
atención el desastre comunicacional en el que se ve hundido
este Gobierno.
Aníbal Fernández embanderado como comunicador en jefe,
luego de denunciar a troskistas pirómanos y asegurar que tiene
las fotos que lo prueban, está excitado gritando que Antonini
es un mequetrefe a sueldo, esta vez de otros. Al menos su
desconcierto es sincero y evidente.
La Presidenta tiene un estilo diferente. No consigue
adherirse a lo que dice. Su comunicación, además de su origen
geográfico, es doble. Nos dice una cosa y piensa otra, de
acuerdo con el vaivén de su gesto.
Doble gesto. Le entrega a Bush un voto a favor de la
captura de los criminales iraníes; a nosotros nos ofrece
derechos humanos y Malvinas.
Todos tenemos una relación con lo que decimos. Podemos decir
lo que sentimos o pensamos o, también, usar el lenguaje como
instrumento –es usual en la vida social y más aún en la vida
política–, pero también para escamotear algo. Las palabras
como un arte de la simulación (R. Terragno escribió un libro
al respecto).
De ahí que la comunicación presidencial me hace pensar en un
rasgo característico de nuestro lenguaje. Hay una cuestión que
atañe a nuestra idiosincracia y a nuestro estilo tradicional
de ser y hablar, aquello que Borges llamó el idioma de los
argentinos.
El otro día, una amiga que vive en Barcelona, que anda
noviando con un catalán, me dijo que la pasaba bien, el
problema era que la relación llegaba a un límite debido a una
diferencia cultural. Le pedí que fuera más clara: “No entiende
el doble sentido”, me dijo.
Es cierto, a los porteños nos pasa con frecuencia. Todo el
mundo parece ingenuo menos nosotros. Hasta los napolitanos,
los que más se nos parecen, no nos siguen en las “cachadas”.
¿Por qué será que todos los otros pueblos nos parezcan tan
naif, hasta infantiles?
¿En qué consiste este arte tan nuestro del sentido doble?
Acudamos a las palabras de los expertos de una disciplina
especializada. Se ocupa de estos temas la sociología de las
costumbres. Pero es una disciplina peligrosa. Estos cientistas
sociales retuercen su cerebro y vuelcan un léxico insoportable
para llegar a decir lo que cualquiera ya sabe. Un estofado con
mucha salsa y poca carne.
Ezequiel Martínez Estrada que no era un sociólogo –se salvó de
este karma universitario, fue un pensador y un fino
observador– habla en uno de sus libros del guarango.
La guaranguería es un derivado del doble sentido. Son
formas de gozarlo al prójimo ostentando un poder. Un
sociólogo, Julio Mafud, escribió hace años un libro sobre la
viveza criolla. La justificaba como un mecanismo de defensa
del criollo frente al inmigrante. La superioridad del europeo
en materia de laboriosidad, disciplina y adaptación al mundo
moderno, además del desprecio del nativo por no estar a su
altura, era combatida con un arma llamada viveza que “desde
abajo” lo cachaba, lo daba vuelta, lo ponía en ridículo.
La segunda generación, los hijos de los inmigrantes, se
adaptaron y pasaron por la faz de “apiolamiento”, palabra
introducida, según Mafud, por Scalabrini Ortiz.
Los discursos de la Presidenta fueron una piolada. El piola
sabe que hace trampa, que lo que dice es para engañar a la
gilada y hacerle un guiño a los muchachos. Cuando dice
“humilde”, cancherea; cuando dice que dejen de lamentarse los
verdugos financieros y los receteadores neoliberales,
chicanea.
El doble sentido permite agarrarlo a otro por detrás.
Sabemos que el porteño, desde los tiempos coloniales, es muy
sensible a este tipo de sorpresa. Es una pirueta verbal que
nos consuela. Un traspié tras otro sólo nos permite hacer
bromas de perdedor. Porque la verdad es que si hacemos una
agenda con los últimos resultados, no le hemos ganado a nadie,
perdimos con casi todos. Perdimos con los militares, con los
radicales, con los peronistas, con los de afuera y con los de
adentro. Nadie nos presta un peso, nos comimos nuestras
riquezas, creamos miseria, nos matamos entre nosotros, vivimos
de dos ilusiones hace rato enterradas y bien distribuidas
entre Perón y Roca, todavía le echamos la culpa de nuestros
malestares a los ingleses, ahora demonizamos el mundo por su
biopolítica y la especulación inmobiliaria, queremos que se
vayan todos los que nosotros mismos votamos más de una vez,
debemos doscientos mil millones de dólares disponibles gracias
a esa “timba” que hoy denostamos, los gastamos y no los
devolvimos, nos gusta insultar a nuestros prestamistas
mientras buscamos más dinero de nuevos financistas.
Por supuesto a los yanquis, históricamente, según la
Presidenta, no les fue mejor. Ellos especulan, nosotros
producimos. Viveza criolla disfrazada de falsa autoestima.
A pesar de haberme educado en el mundo de la gambeta, de la
quebrada y del truco, creo que la picardía porteña también
necesita revitalizarse. La chicana de la década del 50 ya no
hace reír. La compadreada del 40, menos. La bravuconada del 70
está pinchada. La travesura del Testarossa ni hablar. Nos
quedan el patoterismo, se lo ve con frecuencia –el otro día
desplegó sus recursos con Felipe Solá–, y la ciclotimia
pingüina con novecientos puntos de riesgo país.
Podemos mejorar.
Por Tomas Abraham,*Filósofo.,
su columna para el Diario Perfil del 27-9-08
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