24 de
Abril de 2006
Unas semanas atrás, los medios locales difundieron el agasajo
tributado a los presuntos asesinos del crimen de Ariel Malvino.
En su retorno a la noche correntina, fueron recibidos con
aplausos y llevados en nadas, cual héroes victoriosos.
Esta conducta manifiestamente exculpatoria de su grupo de
pares paso por alto el hecho de que estaban vitoreando a
jóvenes presuntamente criminales.
Dejándose llevar por lo que los demás hacían, palmearon
amistosamente a los imputados, reintegrándolos con negador e
improcedente “aquí no paso nada” implícito.
Esta omisión de las elemental sanción moral exhibe
obscenamente la dificultad de jóvenes –supuestamente educados
e instruidos-para distinguir niveles de culpabilidad, aunque
fuera presunta. Y pone al descubierto un facilismo irreflexivo
con el que exoneran un crimen tan grave como es un asesinato.
Pero por sobre todas las cosas, delata la inclinación a imitar
el comportamiento de sus pares.
No es ocioso que, a partir de estudios de campo llevados a
cabo en relación con cierto tipo de conductas
autodestructivas, en particular las tentativas de suicidio, se
aconseje no dar publicidad dichos actos cometidos por
adolescentes, debido al riesgo de que den lugar a conductas
miméticas en sus pares. En el caso que lamentablemente nos
ocupa, sin lugar a dudas, se trata de una conducta imitativa,
repetida y probablemente alentada ente la ausencia inmediata
de sanción social.
No tiene la menor importancia si fue el producto de una
rencilla o no lo fue. Las patotas existieron siempre. Como los
sentimientos agresivos. El peatón puede gritarle al
automovilista que, en un descuido, lo salpica en un día
lluvioso: “te voy a matar”. La diferencia es que así como se
acepta la licitud del exabrupto, es inadmisible la concreción
de la amenaza.
Parecería que, tanto en la agresión de Ariel como en la
perpetrada hacia Matías Bragagnolo, lo que esta fallando es la
capacidad inhibitoria de ciertos impulsos, en tanto y cuanto
no hay un mecanismo de inhibición que medie entre el impulso
agresivo y el pasaje al acto en que consiste el crimen.
Exonerar al presunto culpable –siquiera socialmente-solo logra
ponernos en riesgo como sociedad civil. Es notorio entonces
que, antes de que sigan produciendo reacciones semejantes ,
debemos desalentar cualquier procedimiento que pueda dar carta
de ciudadanía , una vez mas a la impunidad. La necesidad del
castigo puede ser justificada desde dos abordajes , uno
fundado en las consecuencias , el otro en la noción de
retribución.
Desde el punto de vista de las consecuencias , si la función
principal del castigo es la de reducir los delitos , guiados
por el calculo de costos y beneficios es posible inferir que
infligir un castigo a unos proviene de un daño a otros: puede
ser de reforma y rehabilitación del agresor y hasta puede
impedir otros crímenes al quitar provisoriamente al agresor,
de la sociedad.
Pero además, y esta es la razón de mayor peso en la conducta
social repetitiva que esta en juego, el castigo puede tener
poder disuasorio no solo en los agresores sino en los demás,
induciéndolos a rechazar cualquier reiteración de la conducta
sancionada.
En lugar de la justificación del castigo en términos de
ganancias futuras, el abordaje centrado en la retribuion
procura una justificación del castigo a partir de los sucesos
pasados: el castigo esta justificado porque el culpable
cometió voluntariamente un acto indebido. El principio de
justa retribución se expresa en cierta proporcionalidad entre
el crimen y el castigo y fundamentalmente, en la certeza de
que un crimen no debe quedar impune. Pues de hacerlo, se es
complice de la violación publica del principio de justicia.
Un estudio publicado esta semana por la revista Science-difundido
por La Nación en la pagina anterior a la nota sobre le crimen
de Palermo Chico-habría llegado a la conclusión de que toda
vez que se cuenta con “personas con reglas compartidas , y con
algunos que tienen el valor moral para sancionar a otros, ese
sociedad funciona muy exitosamente”.
Mientras las sociedad civil no respete las reglas compartidas
, mientras los poderes del estado no sancionen los delitos
cometidos , en suma, mientras no se respete la institución del
justo castigo, no solo no funcionaremos exitosamente. Seguimos
expuestos todos, pero absolutamente todos, a una peligrosa ,
mortífera , desprotección.
Fuente: por Diana Cohen Agrest,
para la Nación, la autora es doctora en filosofía y docente en
el departamento de Filosofía (UBA). |