03 de Abril de 2009
Expresaba valores que la sociedad está extrañando
Era, ahora lo sabemos, un político querido o respetado, que no
despertaba rechazos entre los dirigentes
ni en la gente común. Cuesta comparar la conmoción social y el
dolor popular que provocó en las últimas horas la muerte de
Raúl Alfonsín con aquel presidente de 1989 que debió entregar
el gobierno cinco meses antes de la conclusión de su mandato,
en medio de una grave crisis económica. ¿Es consecuencia sólo
de su carisma? Lo tenía, y en un grado importante, pero
también es cierto que él expresaba valores que la sociedad
está extrañando: la transparencia en la administración de las
cuestiones públicas, la serenidad para ganar o perder, el
respeto a las instituciones de la República y una determinada
concepción ética y estética de la política.
Quizá su muerte encierra también un último mensaje del ex
presidente sobre la necesidad perentoria de volver a la
normalidad democrática, que a veces parece perdida. La
explicación del fenómeno social de ayer, además del natural
cariño de muchos argentinos a la persona de Alfonsín, debemos
buscarlo, quizás, en la comparación de él y sus principios con
todo lo que le siguió en la conducción del país.
Corrían los meses finales de 1976. La dictadura militar era
todavía, y lo sería por mucho tiempo más, una realidad dura,
aparentemente larga, implacable. Alfonsín atendía entonces en
el estudio jurídico que un amigo le prestaba cerca del
Congreso. Sólo uno de sus hermanos, Guillermo, y su fiel
colaboradora de toda la vida, Margarita Ronco, lo asistían en
sus evidentes precariedades materiales. Su característica
consistía en un mensaje final que siempre les deslizaba a sus
amigos, correligionarios o periodistas que lo visitaban: "No
dejen de hablar de la democracia. Es necesario que la gente no
se olvide de que existe la democracia", repetía en tiempos en
que la democracia parecía un proyecto muy lejano.
Quizá sin quererlo, Alfonsín fue construyendo desde ese
frugal rincón el rol que muchos años después tuvo como
arquitecto y emblema de un sistema democrático. Sin embargo,
esa obsesión por la democracia, por el perfeccionamiento de
sus reglas y, sobre todo, por su preservación, fue lo que
marcó luego su vida en la política y en el poder.
Nada de lo que hizo Alfonsín, cuando luego se convirtió en un
referente indispensable de la política argentina, podría
explicarse sin esa obstinación en la defensa de un determinado
sistema de vida. Sacrificó ideas, dejó de lado conveniencias
personales y abandonó cualquier noción de vanidad política
para no poner en riesgo la democracia y la libertad, valores
que conformaron la base fundamental de su doctrina y de su
propuesta.
Ha muerto también uno de los grandes líderes del partido
más antiguo de la Argentina. La presencia y la trayectoria de
Alfonsín en el radicalismo son comparables con las de Hipólito
Yrigoyen, Marcelo Torcuato de Alvear y Ricardo Balbín.
Alfonsín solía incluir también a Arturo Frondizi, a pesar de
que el ex presidente desarrollista murió lejos del
radicalismo. De todos modos, Alfonsín fue la última expresión
de esa saga de grandes dirigentes políticos que marcaron a
fuego la vida del radicalismo durante más de un siglo de vida.
Casi 30 años en el liderazgo de ese partido lo colocan, sin
duda, en la galería de los grandes próceres radicales. Entre
ellos, Balbín y Alfonsín, sobre todo, debieron convivir con el
fenómeno del peronismo. Alfonsín pudo derrotarlo tres veces en
su vida (en 1983, en 1985 y, de alguna manera también, en
1999), pero fue, a la vez, el que más intentos hizo por una
convivencia racional y civilizada con los herederos de Perón.
El Alfonsín previo a su liderazgo nacional y partidario, el
que se movía entre las tinieblas del régimen militar, fue un
político que se ocupaba, sobre todo, de sembrar sus ideas
sobre la democracia entre los estudiantes universitarios. En
rigor, el alfonsinismo surgió primero como una fuerza de la
juventud universitaria, limitada primero en su proyección
partidaria, pero solvente en su construcción de un futuro para
el radicalismo. La corriente universitaria Franja Morada sería
también el último bastión que perdería el alfonsinismo, cuando
ya el gobierno de Alfonsín había terminado hacía mucho tiempo.
Alfonsín tuvo siempre el convencimiento de que el régimen
presidencialista, que emana de la Constitución de 1853,
terminaba desgastando al presidente y lo encerraba en un
laberinto de debilidades, cuya salida concluía siempre en
golpes militares. Cuando fue presidente y ganaba elecciones,
promovió un cambio constitucional para instituir un sistema
más parlamentario. El presidente tendría gobierno en tanto
tuviera mayoría parlamentaria. Si no, el partido con mayoría
parlamentaria se haría cargo del gobierno y el presidente
pasaría a ser una figura esencialmente protocolar. Ese era el
trazo grueso de su proyecto reformista.
No pudo hacerlo durante su gobierno, pero lo
intentó de nuevo con Carlos Menem durante el proceso de
reforma constitucional de 1993 y 1994. Logró lo que pudo, que
no fue mucho. El peronismo le trabó la idea de un
presidencialismo más atenuado con la figura de un jefe de
Gabinete demasiado dependiente del jefe del Estado. En aquella
reforma durante el apogeo del menemismo, era ya otra cosa lo
que inquietaba a Alfonsín: que el peronismo forzara una
interpretación constitucional para cambiar la Carta. "No se
debe tocar el capítulo de derechos y garantías de la
Constitución", decía entonces. En una cuestionada decisión,
optó por acompañar una reforma que consideraba definitivamente
imparable; lo hizo sobre todo para no dejarla sólo en manos
del partido gobernante.
Un capítulo particular de su lucha por la democracia fue la
relación con los militares. Cumplió con su promesa electoral:
envió ante los jueces a los principales jefes de la dictadura
y ordenó, al mismo tiempo, la persecución judicial de los
jefes guerrilleros que se alzaron en armas en los 70. No
obstante, muchos lo criticaron por haber negociado con los
carapintadas que se sublevaron en la Semana Santa de 1987. Lo
cierto es que Alfonsín no tenía Ejército en ese momento. Las
adhesiones que le hacían llegar jefes militares en actividad
eran sólo expresiones verbales. ¿Qué hacer ante un sublevación
que no se está en condiciones de enfrentar?
El entonces presidente sopesó dos posibilidades. Llevar hasta
Campo de Mayo, donde estaba el foco rebelde, a la multitud
reunida en la Plaza de Mayo o ir él mismo a hablar con los
sublevados. Eligió esta última alternativa ante el riesgo de
que corriera sangre de argentinos en una embrionaria guerra
civil. No fue la reacción que se esperaba del luchador por los
derechos humanos, pero predominó en él la decisión de
preservar el sistema democrático y la paz social, aunque
debiera dejar de lado cualquier petulancia o interés personal.
La paz fue otra obsesión clara en el universo de sus ideas.
Ayudó a fundar una corriente que instaló la paz en América del
Sur como una de las grandes conquistas de la democracia
latinoamericana. El mismo tomó decisiones cruciales para
pacificar las relaciones de la Argentina con sus vecinos.
Firmó el acuerdo con Chile por el diferendo del Beagle y fue
uno de los fundadores del Mercosur, con José Sarney y Julio
María Sanguinetti, entonces presidentes de Brasil y de
Uruguay. Se cerró así una larga e inexplicable historia de
rivalidades, competencias y aprestos militares entre
argentinos y brasileños.
Tuvo ascensos y caídas. Días de gloria y de derrotas. Pero
nunca, ni en la cima ni en la oquedad, dejó de ser una extraña
especie de la política de cualquier lado: fue una buena
persona. Siempre cordial y respetuoso, tenía los hábitos
propios de una época que ya no está. Nunca dejaba de
preocuparse por un amigo enfermo o por un simple conocido que
pasaba por un mal trance. Cualquiera, amigo o conocido,
recibía su inmediata llamada telefónica cuando él intuía que
el otro era víctima de una injusticia.
Lo querían hasta sus adversarios, y con muchos de ellos llegó
a trabar una relación personal. Eso era producto de una
política que jamás se negó a dialogar. Propuso el remedio del
diálogo hasta su último halo de vida, para curar la enfermedad
de una excesiva e innecesaria crispación. Su oficina era una
extensión de su casa particular, otro departamento en el mismo
edificio. Ambos son muy austeros. Alfonsín fue, quizás, uno de
los últimos políticos que murieron pobres después de años de
controlar una porción importante del poder.
"La gente me quiere, pero no me vota", solía ironizar con la
obsesión propia de los políticos por contar los votos. Sin
embargo, en la Argentina, a veces frustrada, otras veces
enfurecida, es un hecho único que un político de tanta
trayectoria haya muerto arropado por el cariño de su pueblo.
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Joaquín
Morales Solá, politologo.
Reproducción textual de su columna
del diario la Nación.
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