05 de Noviembre de 2008
Raúl Alfonsín es un
caballero. Y como tal, sólo defiende causas perdidas.
Así
puede entenderse su llamado a la oposición para que, a través
del diálogo, intente construir un frente común que se levante
ante el kirchnerismo.
El
mensaje del viejo líder se derramó desde la pantalla del Luna
Park sobre los miles de seguidores, radicales casi todos, que
se habían reunido allí para celebrarlo a él y recordar su
triunfo electoral de hace 25 años, que marcó el retorno
democrático. Pero los destinatarios de su palabra no eran esos
que cantaban y saltaban como si el tiempo y su erosión
implacable no hubiesen sucedido.
Alfonsín hablaba para Elisa Carrió, para el vicepresidente
Julio Cobos, hasta para Ricardo López Murphy, que estaban allí
llamados por la sangre radical que algunos nunca olvidaron y
otros, a veces, llegaron a negar tres veces en la misma noche.
Si se
mide, aun con vara indulgente, el volumen y espesor del ego
que portan los personajes mencionados, se deduce que es misión
imposible, tarea para caballeros andantes, ésta que se propuso
Alfonsín, que se empeña en dar servicio al país según ordenan
sus ideales, a contramano de las penosas limitaciones que le
imponen la enfermedad y sus dolores.
En la fiesta del Luna
Park estaban los que fueron antes y estaban sus hijos, los que
pusieron su ladrillo en la construcción de aquella epopeya del
83 y los que supieron de esa historia por lo que les contaron.
Para todos ellos Alfonsín sigue siendo una referencia que
excede la política, un ejemplo que avanza desde el corazón
hasta las lágrimas.
Difícil, si no imposible,
encontrar en nuestra historia política reciente muchos otros
personajes capaces de sostener en el tiempo semejante
fidelidad colectiva, tanta dignidad personal y tanta
influencia sobre un sector de sus compatriotas, estando lejos
del poder y la chequera, como está desde hace mucho rato
Alfonsín.
Arriesgando la
calificación de atrevido, uno podría mencionar a Juan Domingo
Perón en esa escasa lista. Y no hay otros.
Hizo muchas cosas bien y
muchas mal Alfonsín, en sus años de gobierno. Unas y otras le
costaron aquel final turbulento, de hiperinflación y saqueos,
que sirvió de escarmiento ejemplar para sus sucesores en la
Casa Rosada, que lucieron casi siempre tan disciplinados.
Y hasta le cuestionaron
por algún tiempo su arriesgada defensa de los derechos
humanos. Como si aquel juzgamiento a las Juntas Militares,
inédito en el mundo, pudiera opacarse por las vacilaciones
posteriores, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que
le arrancaron a punta de fusil los sediciosos de uniforme y
carapintada, y los de saco y corbata también.
Alfonsín, tozudo como es,
reivindica hasta sus errores. Y siempre va a encontrar alguna
justificación para sus actos. Pero lo que hizo, lo hizo
construyendo consenso, imponiendo el número y la razón cuando
tuvo ambos atributos, o batallando solo con sus argumentos y
su astucia si ésas eran las únicas herramientas a mano.
Así, cuando el peronismo
le empezó a marcar el final de su tiempo, bendijo para la
sucesión a un candidato que nunca quiso, como Eduardo Angeloz.
Y puso su cuota y sacó su tajada en el Pacto de Olivos, porque
creyó inevitable una ruptura constitucional si no pactaba con
Menem. Y le dio el envión decisivo a la Alianza, en la
esperanza de encontrar una salida de mayor calidad
institucional al menemismo, aunque en la intimidad no abundara
en elogios para Fernando de la Rúa. Y fue constituyente, y
senador, y en estos años, después de paladear el sabor único
del poder, puso la cara y el cuerpo en elecciones que sabía
perdidas. Cuidó poco su récord personal, porque creía que
había otras cosas, otras ideas por cuidar.
Sus herederos políticos,
sus continuadores, le copiaron todos los defectos, pero no
todas las virtudes. El radicalismo quedó muchas veces a la
deriva. Muchos dirigentes radicales trataron entonces de
buscar un mecanismo, unos nombres, una relación de fuerzas
interna, que les permitiera prescindir de esa vieja sombra
paternal y dominante, de ese apellido sonoro y contundente que
seguía convocando el fervor de una militancia que menguaba.
Pero una y otra vez los pasos llevaban al departamento de
siempre, en la avenida Santa Fe, donde Alfonsín vive
austeramente desde que se tenga memoria. Y en la biblioteca
amplia, abarrotada, una y otra vez eran sus argumentos
persuasivos o sus enojos legendarios, los que volvían a unir
los pedazos de una historia que parecía desfallecer.
Alfonsín ha sido, es, un
político decente. Muchos menos que muy pocos, en ese nivel,
pueden lograr que esas dos palabras juntas no suenen
ridículas.
Julio Blanck diario Clarin.
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