VACUNA contra la POLIOMELITIS
NO CUBRE gran parte de LA
POBLACIÓN: RIESGO inminente!

11 de Junio de 2009

Perdón, Dr. Sabin

En varios lugares de la Argentina la cobertura de vacunación en la población no es suficiente para impedir que el virus de la polio vuelva salvajemente.

Entre los recuerdos que atesoro de mi infancia, hay uno en el que me veo sentada en la falda de un señor sonriente de pelo y bigote blancos. Me doy cuenta de que se trata de alguien importante por cómo lo trata la gente, pero a mí me parece solamente un abuelito simpático.

Abuelo de quién es no lo sé, porque en ese momento estoy rodeada de adultos muy bien vestidos que no conozco. Lo que sí sé es que en este lugar, a pocas cuadras de mi casa de Morón, hace mucho frío y se habla en voz baja para no herir la susceptibilidad de los chicos con parálisis. 

Los pibes con muletas, sus padres, un puñadito de médicos y los voluntarios forman la Asociación de Rehabilitación del Niño Lisiado, una especie de hospital más conocido en el barrio como “Arenil”. Por la sonrisa trajeada de mi papá y las perlas de mi mamá, hoy hay fiesta en la institución que queda tan lejos del centro de Buenos Aires. Todos me alientan a que le dé un beso al abuelo que me tiene a upa.

A qué viene tanto aspaviento es todo un misterio para mis siete años. ¿Sería como cuando les “arrojan” bebés a los políticos en campaña para que los besuqueen y, de alguna manera mágica, los bendigan con su popularidad? ¿O como cuando Macri le acarició la cabeza a la pibita de la villa? Tal vez fuera como cuando un dios griego bajaba a la arena de Troya y les susurraba palabras exaltadas a Héctor o a Aquiles. Acaso mis padres se sintieron elegidos por aquel visitante olímpico y por eso todo el asunto se guardó en la memoria familiar como un hito para la posteridad. Quién sabe. 

La cuestión es que, ahí sentada, yo lo miro al viejito, le digo unas palabras balbuceantes en inglés y le estampo un beso en la mejilla. Entonces escucho el clic de la foto que, muchos años después, me servirá para comprobar que aquello no fue un sueño.

Hubo un día impreciso en que me enteré de que el abuelo de la foto en blanco y negro era nada menos que Albert Sabin, el creador de la vacuna oral contra la poliomielitis, el científico que había inventado esas gotitas que me daban con un terrón de azúcar para que no me agarrara la parálisis.

Mi mamá –la científica de la familia– guardó esa foto junto con las del primer día de clase, los dientes de leche, los boletines de calificaciones y, claro, el carné de vacunación. Es que, después de la epidemia de poliomielitis de 1956 que dejó a 7.000 chicos argentinos paralíticos, Sabin era su héroe. Para ella, esa foto mía con el Dr. Sabin valía más que un autógrafo de Gregory Peck.

Aunque fuera el santo de mi mamá, Sabin no era ningún tibio. Se sabía de su rivalidad feroz con el Dr. Jonas Salk, quien había fabricado antes una vacuna inyectable contra la polio, elaborada con virus muertos. El Dr. Sabin porfiaba que su vacuna oral, desarrollada con virus atenuados en su virulencia, era mucho mejor que la de Salk. Y cada uno tenía su hinchada científica a principios de los 60. 

Mis sabios o cholulos padres comprendieron que, más allá de los egos y las controversias, el tener a Albert Sabin en la Argentina –¡y en Morón!– era un privilegio que su hija no debía perderse. Yo debía ser capaz de reconocer la grandeza de ese hombre, no para ufanarme en la contratapa de un diario sino para poder contárselo a las siguientes generaciones.

En 1984 se produjo el último caso de poliomielitis en la Argentina. Pero no fue hasta 1994, un año después de la muerte del Dr. Sabin, que escuché la declaración oficial de que el continente americano estaba libre de poliomielitis. Ahí comprendí la magnitud de lo que ese científico judío-polaco-estadounidense había hecho por mí, por mi hija, por todos los chicos del planeta.

Tanto orgullo se me vino abajo la semana pasada, cuando salió a la luz el caso del chico de San Luis que, por tener una enfermedad que mantenía suprimido su sistema inmunológico, había desarrollado una parálisis flácida cuando recibió la vacuna Sabin.

No, eso no significaba que Sabin tuviera la culpa ni que la polio dejara de estar erradicada, me explicaron. Pero ese chiquito constituye una señal de alerta, me advirtieron, porque en varios lugares de la Argentina la cobertura de vacunación en la población no es suficiente para impedir que el virus de la polio vuelva salvajemente recargado en algún futuro incierto.

Volví a pensar en la foto de ese científico, que se negó a patentar su vacuna para que estuviera a disposición de todo el mundo. Y que viajó hasta Morón para recibir nada más que unos aplausos, una bandeja de plata y aquel beso.

Son dos gotitas, cuatro dosis, un refuerzo, todo gratis. En nombre de aquel viejito generoso, por favor, no digan que no les avisé. Reproducción de la nota de A. Folgarait, para Critica de la Argentina.