AMBOS VIVIERON Y MURIERON:
UNO EN LA DESMESURA,
EL OTRO EN LA SOBRIEDAD!!
A QUIEN RECORDAREMOS MAS?

23 de Junio de 2009

 

En lo único en que se parecían fue en el talento. Pero, después, nada más. Uno vivió y murió en la desmesura; el otro vivió y murió en la sobriedad. Confrontaron a la distancia, y sin proponérselo, dos estilos creativos antagónicos, unidos en una paradójica y postrera coincidencia: a Fernando Peña y a Alejandro Doria la muerte los sorprendió el mismo día, el miércoles último.

La cosecha de ambos en materia de repercusión post mortem se ajustó con milimétrica precisión a lo que supieron sembrar en vida: una vez más pudo comprobarse que lo estentóreo, como es obvio, se abre paso más fácilmente con la prepotencia de lo irreflexivo y quien no grita ni hace olas queda irremediablemente atrás.

Peña difunto se expandió tanto como lo hubiese hecho en vida por lo que el pobre Doria se hizo acreedor a más restringidos y modestos obituarios, para colmo salpicados de erratas, que los que merecía por sus valiosos aportes al cine y a la TV.

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¿Qué duda cabe que Fernando Peña fue un enorme artista en el teatro y un extraordinario comunicador en radio, cantera inagotable y exuberante de personajes queribles, inquietantes y hasta oprobiosos?

Había que verlo en acción: era un verdadero comando dispuesto a entregar mucho más que una mera actuación, un guerrero de la escena que apuntaba a hacer vivir una experiencia sensorial distinta durante tres o más horas con tal de remover hasta el último cimiento del espectador, desubicándolo y, a veces, hasta agrediéndolo gratuitamente.

Alejandro Doria, por su parte, fue un noble director integral como los que ya casi no hay: nunca se dejó tentar por narcisísticos artificios para hacerse notar él, sino que muy generosamente economizó recursos en el manejo de las cámaras en función de ceder todo el protagonismo a los actores, a los que jerarquizó sin interferirlos con enfoques bamboleantes ni compaginaciones entrecortadas.

La muerte de conocidos, sean famosos o no, provoca un fenómeno curioso entre los que (todavía) quedamos vivos: tendemos a exculpar y a endiosar al que se acaba de ir, pero lo cierto es que la muerte no mejora a nadie.

En este sentido, y aun a riesgo de que resulte antipático y políticamente incorrecto hacerlo en estos momentos de tan exagerada y persistente glorificación mediática de Fernando Peña, es necesario señalar que la gran repercusión que su fallecimiento produjo tal vez no se debió tanto a sus señalados méritos como artista, sino a su perfil de personaje escandaloso y provocador, siempre dispuesto a chapotear en los peores barros chimenteriles, casi como un patético mediático más, siendo que era mucho más que eso.

Esa autoimpuesta obligación adolescente de querer transgredirlo todo, ese afán recurrente de apelar obsesivamente a lo escatológico, ciertas execrables pulsiones autoritarias, sexistas y hasta racistas que solía poner de manifiesto, y no siempre escudándose tras la fachada impune de alguno de sus personajes, hicieron de Peña un personaje dual, oscuro y luminoso, muy apetecible para la TV, tan ávida de escándalos, muchas veces por lo peor que podía ofrecer y no por lo mejor.

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He aquí la diferencia abismal entre Peña y Doria: el gran cineasta y director de TV prefirió callar cuando sus innegables aportes al medio audiovisual empezaron a dejar de ser valorados. Sufrió él (por tener poco o ningún trabajo y no ser reconocido como merecía), pero también sufrimos nosotros, como público, aunque no nos hayamos dado cuenta, porque se nos privó de recibir más obras de un creador con valores invisibles para los efectistas pretenciosos que vinieron después a ocupar su espacio. Doblemente injusta la marginación que padeció Doria porque no sólo ofrecía calidad, sino también éxito, como lo prueba su último trabajo en cine, Las manos , sobre la vida del padre Mario Pantaleón, una de las películas argentinas más vistas de los últimos años.

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Se le debe a Peña haber sido una de las celebridades que más hizo para sacar a la luz y hacer públicas ciertas problemáticas gay. Sin embargo, muchas veces lo hizo de manera más que repudiable, a los empujones, como un delator autoritario y policíaco que señalaba con su dedo nombres famosos que resguardaban para su intimidad esa condición.

Es que creer que se puede hacer exactamente lo mismo en el escenario masivo y multitudinario de los medios que lo que se ofrece, a manera de experimentación vanguardista, en el pequeño reducto off , donde esos excesos se perdonan y hasta pueden ser aconsejables, fue uno de sus enormes equívocos y, por eso, ayudó tanto a derribar prejuicios como a construir otros.

Cuando se repasan los hitos de Alejandro Doria como guionista, puestista, director integral (y hasta como actor al principio de su carrera) en cine, teatro y TV es difícil, si no imposible, encontrar algún fracaso. Otra vez el mérito es doble: siempre apuntó a armar espectáculos de cierta calidad, pero haciéndose cargo de la sensibilidad popular, no ignorándola ni, mucho menos, traicionándola con crípticos y huecos elitismos.

Por no ser "rendidor" para los programas de chimentos y por no hacer de su vida una permanente incorrección, el olvido se tragará más rápido a Alejandro Doria que a Fernando Peña. Qué se le va a hacer: son las leyes de la vida (y de la muerte). Pablo Sirvén, psirven@lanacion.com.ar, en su columna en el Diario La Nación. Reproducción textual aprobada por el diario La Nación y por el autor.