04 de Agosto de
2008
Primero un señor levemente calvo de barbita candado dijo que
era el vocero presidencial, que se llamaba Miguel Núñez y que
quería plantear ciertas reglas del juego. El señor vocero
estaba nervioso, y se veía que no tenía mucha experiencia en
estas cosas; es lógico, lleva sólo cinco años en su cargo. El
señor vocero, antes de explicar cómo sería el asunto, saludó
por micrófono a un “viejo amigo de José Luis Cabezas”, porque
la comunicación del gobierno siempre incluye la mención de
alguna víctima. A sus espaldas, detrás del ventanal, en pleno
trópico, palmeras se agitaban al viento de una tarde
tormentosa.
–Buenas tardes a todos y a todas.
Dijo la señora presidente y se dispuso a escuchar las
preguntas, pero lo primero que escuchó fue el reproche y lo
contestó con un mal de muchos: que esta mañana había leído en
un diario que no había conferencias de prensa desde 1999, que
Kirchner no fue el único presidente que no dio conferencias de
prensa, que De la Rúa y Duhalde tampoco dieron.
El sistema mal-de-muchos reapareció más de una vez: sobre el
INDEC dijo que los índices de los países vecinos son todavía
más bajos, sobre los transportes que sus tarifas son mucho más
altas. Sobre las acusaciones de “doble comando” dijo que en
“2003 se decía lo contrario: que Kirchner era un pelele, un
pusilánime y yo lo iba a manejar. Ahora es al revés, la débil,
pusilánime, manejable soy yo. Ninguna de las dos historias es
cierta”.
–Los dos somos simplemente cuadros políticos que trabajamos
desde hace mucho tiempo por comunes ideas ideas ideas acerca
de la Argentina que queremos.
Después la presidente habló mucho y muy feliz de las
inversiones extranjeras: deben ser una parte muy importante de
sus ideas ideas ideas –que se cuida muy bien de llamar
ideología. Y de que es difícil “dar buena calidad de servicios
con tarifas tan pero tan bajas como se cobran en la República
Argentina”: más ideas, supongo. De vez en cuando, los
micrófonos no andaban, pero la señora presidente no estaba
nerviosa –o, por lo menos, no se le notaba. Es más, parecía
contenta de estar donde estaba y hacer algo extraordinario que
debería ser perfectamente ordinario y poder decir, por
ejemplo, ante pregunta, que no se arrepiente de nada de lo que
hizo desde que asumió, ni siquiera de la resolución 125 porque
sirvió para instalar el debate sobre la distribución de la
riqueza y eso es sólo comparable a lo que hizo su marido con
la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
Como no había derecho a repregunta, nadie pudo decirle que si
hubieran querido impulsar el debate habrían impulsado el
debate y que en cambio todos tuvimos la impresión de que lo
que querían era sancionar un impuesto –y que el debate era lo
último que querían, y que llegó desde la contra.
Su posición, en general, era de a mí por qué me miran. Cuando
le insistieron si había sacado alguna lección de su derrota en
la crisis del campo, dijo que “bueno, la autocrítica que
debería hacerme es cierto grado de ingenuidad ante la reacción
de sectores muy poderosos”: mi problema es que soy demasiado
sincera, suelen decir las famositas. Cuando le preguntaron si
iba a sacar a Moreno, dijo que le parecía un análisis
reduccionista y que todo lo que hacía el secretario era por
orden de ella. Cuando le preguntaron si iba a hacer más
cambios en su gobierno dijo: “No”, seco, tajante. Y como se
dio cuenta de que había sido brusca, quiso decir algo más,
algo simpático, y mandó sonrisa para la periodista:
–Siga compitiendo.
Le dijo, cuando la frase clásica es “siga participando”:
participar y competir son dos ideas muy distintas, aunque
algunos a veces las confundan.
–¿Por qué los de
Radio 10
están todo el tiempo “presidente, presidente”, si
La Nación ya dijo
que podían decirme “presidenta”?
Dijo, con otra sonrisa, y era raro:
La Nación, el
diario La Nación,
le dice lo que se puede y no se puede. Cuando le hablaron de
una encuesta que no la favorecía, dijo que las encuestas
mienten mucho, cuando le preguntaron por Estados Unidos dijo
que ellos ya no son racistas y tienen una “apertura de cabeza
admirable, en cambio aquí se ha usado el color como una forma
de condena”, y por eso ellos ocupan el lugar que ocupan en el
mundo y nosotros no.
Todo seguía, verboso, y el problema de la presidenta –La
Nación autoriza– eran sus chistes. Sus chistes
eran tan elocuentes. Un periodista de su diario le preguntó
amistosamente por los “cambios hacia adelante” y ella se rió y
dijo que los cambios hacia atrás serían imposibles: lo gastó,
con sonrisita. Para empezar, hay códigos: no se gasta a quien
no puede contestar. Pero, además, si hay algo que ella y su
marido han hecho siempre son esos cambios hacia atrás:
inventan el pasado, para poder usarlo.
Pero lo malo seguían siendo los chistes: una periodista
extranjera le preguntó cuál era para ella el valor ideal del
peso argentino frente al dólar.
–Si yo pudiera manejar la moneda argentina, le aseguro que no
estaría acá en Olivos, estaría en algún otro lugar.
Dijo, con más sonrisas y, sin posibilidad de repregunta, la
periodista no pudo averiguar adónde se iría, en ese caso,
nuestra señora presidenta.
Reproducción textual de la columna
de Martin caparrós en el Diario Critica de los Argentinos del
3-8-08
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