25 de Agosto de 2008
Vivimos en verdad una situación paradojal: La democracia se ha
expandido como régimen y modelo privilegiado de gobierno en
una amplísima mayoría de ciudadanos, al tiempo que los
partidos políticos y su dirigencia atraviesan por una profunda
crisis de confianza, cuestionados tanto en su capacidad para
resolver los problemas de la gente como de expresar y
representar adecuadamente las demandas de la sociedad.
Vivimos
en verdad una situación paradojal: La democracia se ha
expandido como régimen y modelo privilegiado de gobierno
en una amplísima mayoría de ciudadanos, al tiempo que los
partidos políticos y su dirigencia atraviesan por una profunda
crisis de confianza, cuestionados tanto en su capacidad para
resolver los problemas de la gente como de expresar y
representar adecuadamente las demandas de la sociedad.
Estamos
frente a sociedades escépticas frente a las formas
tradicionales de hacer política y al mismo tiempo, menos
pacientes y tolerantes frente a las promesas incumplidas de la
dirigencia política y los líderes de gobierno. Ciudadanos que
reclaman más por derechos individuales o de grupos que por la
construcción de un proyecto de comunidad o un futuro
compartido.
Ello
está enfrentando a muchos gobiernos de la región al desafío de
sostener condiciones de gobernabilidad aceptables que hagan
posible la prosecución de la agenda prevista de su gestión.
La
pregunta que muchos se hacen hoy en países que -como
Argentina- están atravesando por procesos de crisis o
inestabilidad de sus sistemas políticos en contextos sociales
complejos es cuánto stock de gobernabilidad tienen disponible
para lograr un grado aceptable de eficacia gestionaria.
Digamos
en primer lugar que la gobernabilidad en la Argentina está
condicionada -formalmente- por la conjunción entre
determinados arreglos institucionales nacionales y la
distribución de las preferencias partidarias en las
provincias.
La
crisis del sistema de partidos que tuvo su corolario en
diciembre de 2001 llevó a una profundización del poder de los
gobernadores como actores necesarios para gobernar.
Esta
desaparición de los partidos nacionales coloca - desde lo
institucional- al presidente de la Nación en una situación de
debilidad en su capacidad de concitar los apoyos necesarios en
el Congreso para llevar adelante su programa de gobierno, por
la falta de estructuras nacionales que hagan posible la
coordinación.
Ya no
alcanza con que el presidente sea Justicialista para
garantizar dicho apoyo, porque las instancias de negociación
intra-partidaria, en un contexto de fragmentación de los
partidos mayoritarios (UCR/PJ), no generan los incentivos
necesarios para llegar a acuerdos sustentados en un mismo
proyecto político, más allá de los acuerdos de coyuntura.
Hoy en
la Argentina es más correcto hablar de una confederación de
partidos provinciales que de partidos nacionales. Estos
partidos “provinciales” son los que nominan a los ocupantes de
las bancas en el Congreso Nacional (y a quienes reportan como
sus jefes naturales). Sus constituyentes no son sus electores
sino sus gobernadores. Ello fue evidente en la manera en que
el Congreso Nacional manejo – y resolvió- el conflicto entre
el Ejecutivo Nacional y el campo en el tema de las
retenciones móviles y la famosa resolución 125.
Por
tanto, la fortaleza presidencial que hace posible la
negociación con los actores provinciales para crear
coaliciones de gobierno es la disponibilidad de recursos de la
que disponga el presidente. Y ello es directamente
proporcional al buen desempeño en la economía y a los
consecuentes recursos de que disponga. Ello fue lo que NK
logro, por ejemplo, con las retenciones a las
exportaciones, permitiéndole obtener una posición de poder
respecto de las provincias, lo que le facilitó las
negociaciones a fin de lograr el apoyo para llevar adelante su
gobierno.
El
problema es que estos acuerdos son de una inestabilidad muy
marcada porque no involucran espacios de construcción política
de largo plazo, y más bien se sostienen de manera muy
pragmática, basados en el mero intercambio de apoyo por
recursos.
Entonces, cuando los recursos o la situación de poder
nacional sufre algún tipo de debilitamiento, esos apoyos ya
no pueden ser garantizados y, en consecuencia, los
escenarios de ingobernabilidad pueden hacerse presentes .
En
general, los enfoques habituales sobre la gobernabilidad se
han centrado en las relaciones entre los ejecutivos y los
legislativos, han reducido la política y el análisis de las
situaciones de crisis a un solo plano, desdeñando el plano
organizacional y el sociocultural.
Sin
embargo, de modo reciente, un conjunto de desarrollos dentro y
fuera del campo del pensamiento y la práctica política ha
tendido a redefinir el problema del orden político en una
dirección diferente.
Durante
las últimas décadas, América latina se ha embarcado en un
proceso de democratización y de reformas económicas y sociales
que la ha confrontado con nuevos desafíos. Esas “nuevas
democracias” han debido responder no sólo a las expectativas
ciudadanas hacia el nuevo régimen, sino también al imperativo
de edificar instituciones y reformar sus economías. Ante esos
desafíos están enfrentando un conjunto de nuevas amenazas,
diferente de aquellas conocidas en el pasado.
Antes,
la crisis del sistema democrático asumía alguna forma de
colapso generalizado de sus instituciones que, en nombre del
“desborde social”, eran reemplazadas por algún tipo de
gobierno de fuerza.
Hoy, los
efectos acumulativos de las perturbaciones que enfrentan las
“nuevas democracias” pueden minar la percepción sobre su
capacidad para dar respuestas y sostener su legitimidad
institucional.
Lo que
parece haberse disparado hoy en la Argentina es un sentimiento
generalizado en la sociedad de que no se está más dispuesto a
admitir que los gobiernos hagan las cosas “sin proponer una
explicación plausible” a la ciudadanía, una explicación que
desde luego tiene que estar expuesta al sistema de debate
público.
Ni
siquiera la apelación a la legitimidad de origen electoral
parece disuadir a la sociedad hoy de que existe un ‘verdadero
continente político’ entre elección y elección; ese continente
recuperado —o en vías de serlo— es la sociedad civil.
Este
descubrimiento se traduce hoy en una demanda de mayor control
de los representantes y el gobierno, y en un mayor nivel de
transparencia de la gestión tanto como en una mayor calidad
del proceso de rendición de cuentas.
Esa
nueva sensibilidad parece disminuir los márgenes de aquellos
—especialmente visibles en el caso del peronismo oficial pero
también opositor— que han hecho de la “cultura de los
resultados”—sean ellos sociales o económicos— un argumento
pragmático a favor de la centralización y la delegación
política.
Esa
nueva sensibilidad parece empezar a advertir que ese desdén
institucional, en el largo plazo, termina privando al país de
resultados —en materia de reparación social, inversiones,
etc.— y de las consabidas ventajas de retener en manos de los
ciudadanos la última palabra en materia de soberanía política.
Por Graciela Römer,
Socióloga, analista de opinión pública.
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