25 de Agosto de 2008
El
pacto elemental, el que ha funcionado desde los más arcaicos
sistemas de iniciación y termina cristalizado en el diálogo
socrático, es que alguien tiene un saber que enseñar y el
otro, la voluntad de asimilarlo. Y ese pacto es el que hoy
aparece cuestionado en el ámbito escolar, tanto primario como
secundario, mediante múltiples expresiones en nuestra sociedad:
desde la absurda discusión en Capital sobre si es pertinente
que un profesor aperciba a un alumno que está destrozando el
mobiliario o lo insulta hasta la patética imagen grabada en
video de una docente con un preservativo en la cabeza a quien
sus ¿discípulos? le queman un mechón de pelo, todo sin que
ella se de cuenta.
Desde luego, el fenómeno es complejo, global y a la vez lleno
de aristas particulares. En una época de explosión del
conocimiento y, para colmo, expuesto en Internet -con todas
las incertidumbres del caso-, casi todo lo que se enseña
despide un inocultable olor a naftalina. Es la primera vez
acaso en la historia en que los alumnos están en condiciones
de enseñarles a sus maestros y profesores sobre el arma de
conocimiento más poderosa que ambos tienen a su alcance: la
red de redes. Entonces el pacto tambalea.
Pero hay más: la tercera pata del sistema de enseñanza
anida en la familia. Los padres eran los encargados de
ayudar a los hijos ante las dificultades que les pudiera
presentar el estudio. Pero resulta que los padres ahora están
dedicados a sobrevivir en una sociedad sin demasiado espacio
para la piedad, lo cual les quita el tiempo si están ocupados
y les provoca una angustia sin tiempo si están desocupados.
En ambos casos, suelen evidenciar escasa disponibilidad para
hacer la escuela con sus hijos y esperan que la eficacia de
los pedagogos se encargue de la educación.
Estos padres, víctimas del aniquilamiento de los modelos
tradicionales, también perciben a los maestros y profesores
cansados, burocratizados o desinteresados y por cierto
anticuados. Por lo tanto, en general, se ponen del lado de sus
hijos contra los flecos de autoridad que les restan a los
docentes.
Encima, los chicos de hoy no quieren aprender por el desafío
romántico de la aventura del conocimiento. Buscan en la
escuela -más temprano o más tarde- una salida laboral que les
permita un lugar bajo el sol en una sociedad definida por la
práctica de expulsar hacia la marginación.
Y como si todo esto fuera poco, hablamos de chicos
rápidamente adultos, expertos en pornografía y en tecnología,
con amplio conocimiento de las drogas ilegales y diestros en
el arte de sobrevivir en un universo social cada vez más
peligroso, violento, cambiante e inestable. Un mundo
posmoderno, atravesado por la ironía, en el que todo se puede
comprar y que no pregona otros principios que la tarjeta de
crédito o el efectivo para consumir.
Por cierto no la tienen fácil los docentes con ese tipo de
clientela. Porque una de las más
crueles paradojas de hoy consiste en que una sociedad
férreamente conservadora como la nuestra tiende a producir una
crisis de valores vecina a la anarquía.
Reproducción textual de la columna del
periodistas Marcelo Moreno en el diario Clarín de la fecha
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