Un country paso a paso

27 de Marzo de 2005 
            
La vida en los conjuntos campestres argentinos tiene ventajas indiscutibles: no se ven piqueteros, ¡y Dios no lo quiera!, ni ladrones ni asesinos por ninguna parte. Los niños pueden correr por sus vías y dejar la bicicleta en la puerta de la casa. Es un mundo cerrado, exclusivo y rodeado por la verde caricia de un campo de golf. Jessica Fainsod- con el descaro de una intrusa- se sumergió en el universo del barrio más exclusivo de las afueras de Buenos Aires.
 
“Hace unos años, cuñado yo tenía siete años, mi papá me llevó a conocer el tren, el subte, el colectivo…”.
 
-¿Y te gustó?
 
-No me acuerdo.
 
Gerónimo Pérez tiene diez años y desde los tres vive en un barrio cerrado. Mientras cuenta aquella exótica aventura con los medios de transporte públicos, se acurruca al lado de su papá, Gustavo. Ambos son parte de la dinastía Terra Vigil, un apellido con historia en los medios de comunicación argentinos.
 
“Es un riesgo vivir como en Disney. Que mis hijos no conozcan el colectivo, no sepan usar el semáforo. En fin, la falta de contacto con la realidad. No sé si es bueno o no. Los amigos de mi hijo, que tiene 14 años, viven en Belgrano y se manejan solos. No sabés si a la larga o a la corta estás criando un pelotudo”, reflexiona Gustavo, cuñado de los Terra Vigil. “Vivimos en una burbuja, ¿y qué? Siempre hice cosas divertidas. Nunca trabaje”, desafía Vicky Terra, la simpática tía de Gerónimo. “Acá los piquetes los vemos por la tele”, se ufana, refiriéndose a los cortes de rutas, caminos y calles que utilizan los movimientos piqueteros como método de protesta. El “acá” de los Terra Vigil es el Pacheco Golf Club, un exclusivo barrio cerrado de la Argentina y el más cercano a la Capital Federal. Por esa única razón, es uno de los top y más caros de su tipo. Además es uno de los diez barrios más exclusivos del país, según un artículo del diario Ámbito Financiero, indiscutid vocero del establishment nativo.
 
Néstor Puppo es el eficiente “gobernador” de la comunidad integrada hasta ahora por unas 170 familias. El paterfamilias de este paraíso es su papá. Don Lorenzo Puppo. Sin dudas un visionario con todas las letras, con los rasgos y condiciones de quienes fundaron ciudades o crean pueblos de la nada. Don Lorenzo saca de sus bolsillos una foto diríase épica. En plenos años ochenta, montado en un caballo y cubierto de lodo hasta las rodillas a pocos kilómetros de la ciudad capital, es la primera imagen de su pionera incursión a lo que entonces era meramente una ciénaga.
 
“Un amigo me trajo a este lugar”, cuenta Lorenzo, “¿Adónde me traes?, le reproché. Es que se trataba realmente de un pantano, inundado y lleno de yuyos y malezas. Era un desastre, una zona inundada…”. Eso era en 1982 el hoy cotizadísimo Pacheco Golf. Y habría seguido siendo un pantano, si no hubiera sido por la percepción de don Lorenzo Puppo. De hecho, uno de sus primeros habitantes recuerda que hasta hace poco, “como todo esto era un bañado, subían las napas acuíferas y se inundaba todo. Un día me encontré con mi pileta de natación flotando a medio metro del piso, como si se tratase de un barco. Por eso aquí la tierra está llena de caracoles”.
 
En aquellos años, Lorenzo era dueño de la empresa vial San Isidro Agropecuaria, junto con su esposa, la multifacética artista Ernestina León, pianista, compositora y pintora, y sus cuatro hijos, la empresa familiar fue creciendo hasta que la “zona inundada” les pareció una ocasión para invertir a largo plazo, adivinando la incipiente tendencia de los de los sectores pudientes a recluirse en barrios cerrados cercanos pero fuera de Buenos Aires.
Lorenzo conocía el paño: había empezado con el tema de terrenos y movimientos de tierra a los 18 años, al lado de su padre, don Isidoro Puppo, “que sabía transformar la arena en tierra fértil y habitable”. Y su experiencia y talento de empresario le permitieron ver un interesante negocio inmobiliario para el que hacía falta precisamente visión, trabajo y paciencia. Y tiempo: “El desafío era rellenar este lodazal en menos de diez años. Lo fui haciendo sin prisa. Primero construí nueve hoyos de golf. En 1995 comencé a vender los lotes a 90 dólares el metro cuadrado y hoy valen dos o tres veces más. El eslogan era: ‘Tierra fértil para sus sueños’. El proyecto lo hizo mi hijo Néstor. Teníamos el objetivo de hacer un country donde la gente se quedara a vivir. Algo que no existía o que no era habitual como lo es hoy”. Tiempo después, al igual que en los cuentos de hechiceros, príncipes y plebeyas, el pantano se convirtió en un paraíso, donde el valor de casas y terrenos nunca baja de una cifra de cinco dígitos en dólares. Y al que, dicho sea de paso, se va mudando paulatinamente toda la familia Puppo, como para dar fe de su propio emprendimiento.
 
El Pacheco Golf Club tiene 104 hectáreas. Más de la mitad de su superficie está cubierta de verde: el resto son casas, canchas de pádel, tenis, fútbol, básquet, lagos artificiales, piletas de natación, galería de arte, restaurante y una espectacular cancha de golf de 18 hoyos, sede de importantes torneos de la especialidad. De hecho, es el lugar que solía visitar Diego Maradona para empuñar los palos y anotarse algunos tiros en los años noventa.
 
Queda sólo a once cuadras de la Panamericana, la autopista que une el Gran Buenos Aires con la Capital Federal. En menos de media hora se llega al Obelisco, en pleno centro porteño.
 
El auto se detiene en la cancha de golf. Pasan dos liebres corriendo y algunos pájaros descansan en las copas de los árboles. Es un día soleado, sin una gota de viento de humedad.
Idílico. Pintado. Por la calle Boulevard del Sol unos impecables deportistas –quizá más impecables que deportistas- maniobran con un pequeñísimo control remoto el carrito de los carros de golf. Por las calles colaterales una mucama con uniforme bordó pasea el perro de raza Goleen Retriever, marca del último grito (o ladrido) de la moda canina del lugar.
Las casas son de dos o tres pisos, rodeadas de jardines y silencio. Los autos circulan a una velocidad máxima de 30 kilómetros por hora y los pocos que se ven en marcha parecen estar dando “la vuelta la perro”.
 
“Acá no tenés intimidad”, observa el fotógrafo de Gatopardo después de surcar durante varios días la interminable clama pueblerina en pos de las tomas para nuestra nota. En efecto, en el barrio todos saben de todos. Como en un pequeño pueblo, que es lo que es.
 
Hay manías típicas del lugar. Alguien que prefiere conservar su anonimato suelta su lengua: “Uno de los deportes preferidos es quejarse del prójimo por las nimiedades más míseras. A saber: si cuelgan la ropa así o asá, si escuchan muy alto la música, si el auto no está limpio. El otro deporte es la caridad”. Por ejemplo, cada cambio de muebles obliga a donar los muebles descartados. Ni pensar en venderlos o regalarlos a la familia…
 
Hay reglas no dichas que se cumplen a rajatabla. Por ejemplo: queda mal que uno mismo lave el auto en la vereda. Es de “grasas” escuchar el partido de fútbol tomando mate, la bebida más característica y popular de la Argentina. En cambio esta bien visto mirar rugby por televisión, tener un auto importado último modelo y una o varias camionetas del tipo 4 x 4.
 
La mayoría convive con el miedo a ser secuestrado. De hecho, la seguridad es uno de los ítems que muchos argentinos buscan en los barrios privados, donde hay guardias permanentemente custodiando el lugar y sus hijos pueden jugar sin temor en la puerta de la casa. Desde la explosión de la crisis argentina en diciembre de 2001, cuando el presidente De la Rúa dejó la presidencia escapando de la Casa Rosada en un helicóptero, se hizo más evidente la pobreza. Así fue como en la Argentina del nuevo milenio comenzaron los secuestros a empresarios, hijos de empresarios y a todo aquel que ostentase o pareciera tener dinero. Los robos pasaron a ser moneda corriente.
 
Para las clases altas surgió la sorprendente necesidad de disimular en público. Y entonces, los Mercedes-Benz, los BMW o los Rolls-Royce se tomaron unas vacaciones en el garaje, mientras sus dueños los reemplazaban con autos chicos y baratos, nada llamativos y ostentosos, como el Gol o el Clío.
 
Las reglas no escritas alcanzan dimensiones biológicas. Cuentan quienes trabajan en el barrio, pero que por razones obvias prefieren quedar en el anonimato, que es más que habitual que las mujeres queden embarazadas al mismo tiempo. ¿El paisaje? ¿El polen? ¿El aroma del césped? ¿La casualidad?
 
Así las cosas, no pueden llamar la atención que veraneen todos juntos. Destinos preferidos: Punta del Este (Uruguay), Cariló (Argentina) o Disney World (Estados Unidos). Comparten peluqueros, pileteros, peleteros, jadineros, y sigue la lista. Obviamente, también el espacio: no por nada los Terra y los Vigil viven todos (casi) juntos. Primero se instaló Vigil padre, y luego se fueron sumando hijos, hijas, algún primo… Y así viven hoy, una casa al lado de la otra.
 
Hay, por supuesto, excepciones. Tal es el caso de los “Flanders”, como los llama el fotógrafo recordando al personaje de Los Simpson. Se trata de la segunda familia en aventurarse a comprar una casa en el Pacheco Golf Club y construir en los tiempos que era apenas un gran lodazal rebosado. En efecto, la familia Abadie fue de las primeras en afincarse en el barrio, en el año 1995.
 
En la ocasión, Donald, aquel cantante que en los años setenta se hizo famoso entonando: “las olas y el viento/sucundún, sucundún/y el frío del mar/shalalalala, compuso y estrenó una canción dedicada al Pacheco Golf Club, por expreso deseo del intendente del distrito de la familia Puppo.
 
“Me encantaba cuando éramos pocos. Te asomabas y había sólo campo. La luna era sólo nuestra. Enormes yacarés pasaban por la puerta de la casa. Y las liebres no tenían dónde esconderse. Incluso plantábamos acelga. La garita de seguridad de la puerta se dedicaba a cuidar sólo a dos familias”, añora Eliana Abadie, quien junto con su esposo, Eduardo, es dueña de una empresa de informática.
 
Al principio, Lorenzo Puppo, que hoy tiene 78 años, conocía a todos los habitantes de su barrio. Un puñado de familias.
 
Pero el barrio se agrandó.
 
Los Abadie viven en una casa construida sobre un terreno de 900 metros cuadrados. La casa hogar parece modesta, al lado de la moderna mansión que imita al acero inoxidable de sus vecinos, blanca, pulcra, limpia, aséptica y sobre todo enorme. “Cuando nos mudamos no había nada. Ni un árbol. El country era un dibujo en una hoja tamaño oficio.
 
Teníamos la máquina pavimentadota en la puerta. Pero eso era lo que buscábamos: tranquilidad”.
Eliana muestra las fotos de cómo se fue construyendo la casa. “Para poder pagar la construcción vendimos nuestra casa en la Horqueta (un exclusivo barrio de la zona norte de Buenos Aires) y nos fuimos a vivir un año y medio a lo de mis suegros. Ver cómo avanzaba la obra era la excursión del fin de semana. Me acuerdo que luego de mudarnos, en los primeros tiempos festejábamos los cumpleaños con los vecinos de al lado. Hoy ya no hay tanto contacto social”.
Entre los actuales habitantes del Pacheco Golf se encuentra la famosa actriz venezolana Catherine Fullop, casada con Ova Sabatini, hermano de la ex tenista y también muy famosa Gabriela Sabatini, hoy dedicada a su línea de perfumes. Son las pocas excepciones al perfil bajo que los Puppo prefieren para su barrio: más ricos que famosos, en todo caso. Los demás vecinos con prosapia y apellidos ilustres buscan pasar desapercibidos y hacen de la discreción su credo.
 
Para la organización cotidiana, el country posee diversos grupos de propietarios y de personal especialmente contratado para la organización de eventos, deportes, limpieza y seguridad. El Club de Golf funciona independientemente del consorcio y tiene un padrón de unos 230 jugadores. Para ser socio hay que presentar una solicitud y los miembros del club se reúnen para discutir la inclusión o no del aspirante. “En principio, no es bueno revelar al común de la gente cuáles son las particularidades necesarias para ser aceptado. Por supuesto, la cuenta bancaria es un dato insoslayable”, desliza un empleado.
 
El country tiene una comisión de seguridad cuyos agentes se ocupan de vigilar las fronteras del country todos los días a toda hora. En los alrededores funciona una Asociación Civil, creada por varios barrios privados con casillas precarias de las villas miserias.
 
A principios de este año se inauguró una galería de arte en el country: El Puente. El primer artista plástico que expuso allí fue el renombrado uruguayo Carlos Páez Vilaró. Sus obras se vendieron como pan caliente. Por la más barata se pagaron 25.000 dólares.
 
La tranquilidad pueblerina fue perturbada el 7 de marzo pasado. Ese día el país supo que un ex poblador del Pacheco Golf Club apareció muerto en el fondo del río Paraná cerca del yate que se acababa de comprar. Se trataba del productor de cine Claudio Javier Nozzi, presuntamente más dedicado últimamente al lavado de dinero que a las películas. Nozzi había vivido en el country hasta hacía menos de un año, “y vendió todo”, según se comentó en ese momento. Nozzi habría sido asesinado por Luis Raúl Menocchio, que por algo lleva el sonoro apoyo de “El Gusano”, y sus compinches Luis y Néstor Hugo Ramírez, en un plácido paseo en yate al que las discusiones de negocios pusieron sangriento término.
 
La unidad funcional número 248 es una casa de piedra y madera. En el garaje descansan un bote y varias bicicletas. En el living hay una heladera de madera que el dueño de la casa encontró por ahí. “Estaba tirada en una verdulería del sur de la capital, con diarios adentro. Le di unos pesos al verdulero y me la traje”, recuerda Pablo Daponte, oftalmólogo que además de tener un consultorio privado trabaja en un hospital público, ambos en la Capital Federal. “Las hamacas del jardín las hice con neumáticos. Tenemos una huerta, con tomate, lechuga, rúcula, acelga, remolacha… Me llevo siempre una vianda al consultorio”, comenta satisfecho. “Mi hermano dice que esto es un gueto. Tenemos delivery hasta de cigarrillos. Pero un buen día me di cuenta que faltaba algo de fútbol. Se armaron algunos equipos y hoy hacemos campeonatos con asado y todo”.
 
El matrimonio Daponte hace cinco años y medio vive en el Pacheco Golf Club. Tienen cuatro hijos, de 11, 9, 7 y 3 años. Antes vivían en el barrio residencial de Belgrano.
 
“Tuvimos los tres chicos cuando uno detrás del otro. Y en el departamento donde vivíamos ya no entrábamos en el ascensor”, evoca Sandra Daponte. Los nenes se llaman Franco, Robertina, Cristóbal y Olivia. Y la perra, Ianca, un bulldog. “Tengo una empleada con cama hace cuatro años. Tuve suerte. No sólo es mi empleada. Es mi secretaria. Está al tanto de todo. Es capaz de llamar al pediatra si la nena tiene fiebre. Es peruana. Tiene 24 años. Quiere estudiar. Se lo merece. Y yo le quiero dar esa oportunidad.”, dice convincente. Después de todo, Sandra se recibió de instrumentadota quirúrgica, aunque nunca ejerció su profesión.
 
“Pero mi marido siempre quiso vivir en una casa. Yo no, por los problemas de inseguridad. Pensamos entonces en la opción de un barrio privado. Pero no nos queríamos ir muy lejos de la capital. Así que este fue el lugar ideal. Ahora no voy nunca para el centro. Esto es como un pueblo chiquito”. Sandra nació en Plaza Huincul, Neuquén, al sur del país, “en un campamento. Es que mis padres trabajan en construcciones…”, explica.
 
“La-verdad-laverdad, decidí mudarme definitivamente aquí cuando me enteré de que el supermercado estaba a nada más de cinco cuadras. Voy en auto, por supuesto. Además en la era de un peso igual a un dólar pagábamos de expensas lo mismo que en el departamento de Belgrano”.
 
Para Sandra, “durante la semana no se nota mucho la diferencia con vivir en otro lugar. En el verano sí, porque si volvés temprano de la oficina podés salir a caminar o a jugar al golf. Los fines de semana son como vivir adentro de un club deportivo. Mejor incluso, porque no tenés necesidad de hacer los preparativos para salir: ya estás adentro. Acá vivís con el culo en el auto”, admite.
 
“Para llevar a los chicos hacemos un pool: Yo llevo dos veces por semana a los dos míos y tres extras de algún vecino”.
La vida de Sandra no contemplaba alborotos. Se levanta temprano, lleva los chicos al colegio y luego va a un gimnasio a pocas cuadras del Pacheco Golf. “Pero casi todas las que van son de aquí. Después me ducho y hago las compras. Lo que más extraño es ir por la noche al cine. No es lo mismo que salir caminando por las calles de Belgrano. Pero gane comodidad. Si tengo algo que comprar en cinco minutos estoy en el shopping. Es una vida de pueblo y de familia. Los chicos a las 22 horas se duermen”.
 
“Acá tenemos todo tipo de vecinos”, añade Pablo. “De hecho, el jefe de la banda de los secuestradores del padre del actor Echarri vivía en un country como este. Y aquí hay uno que estuvo preso por estafador. Otro, como había muchas palomas, decidió regalarle un rifle a su hijo”.
 
En la casa de los Terra Vigil, un cuadro al lado de la puerta parece decirlo todo: una elegante pareja baila bajo la lluvia, protegida por los paragüas que sendos mayordomos sostienen. “Así es la vida country [sic]”, sonríe la tía Vicky, divertida. Y se acaricia los pies.
 
   
Fuente: Revista Gatopardo -Colombia