04 de Noviembre de 2008
Quienes se desvelan por la
salud de las instituciones insisten en algunos principios
que lucen a veces como lugares comunes, latiguillos vacíos
de sentido práctico. La defensa de la autonomía del Banco
Central es uno de ellos. Sin embargo, cuando arrecian
las crisis se establece, con formidable evidencia, un puente
entre esas arquitecturas, en apariencia abstractas, y el
bienestar más elemental de la ciudadanía.
La inquietud que provoca en el público
argentino la crisis económica internacional se ha vuelto a
manifestar de un modo muy conocido en el país: la fuga de
los ahorristas desde el peso hacia el dólar. La moneda
nacional no ha conseguido establecerse entre nosotros como
reserva de valor.
La principal razón de esa carencia es que el
Banco Central ha renunciado a la autonomía a la que lo
obliga la ley para someterse a los imperativos del poder
político. La idea de que la autoridad monetaria debe ponerse
a resguardo de la voluntad de los gobiernos se sostiene en
la premisa de que existen variables muy delicadas de la vida
económica que deben sustraerse a cualquier impulso
demagógico.
Desde que llegó al poder, Néstor Kirchner se
propuso administrar dispositivos monetarios y cambiarios a
los que, por ley, no debería tener acceso. A los pocos días
de ocupar la Presidencia mantuvo una polémica con el
entonces presidente del Banco Central, Alfonso Prat-Gay,
quien advirtió que la pretensión de fijar el valor del dólar
desde la Casa Rosada era "un enorme disparate". Prat-Gay
renunció a continuar por otro período en el cargo.
Es un secreto a voces entre economistas y
banqueros que desde entonces, sea en su calidad de primer
mandatario o en la de esposo de la Presidenta, es el doctor
Kirchner quien establece en la Argentina la paridad entre el
peso y el dólar, y el nivel de la tasa de interés.
Los parámetros que le han servido de guía en
esa tarea estuvieron relacionados con algunos objetivos
políticos. El principal, estimular la demanda para que la
actividad económica se mantenga en niveles muy elevados,
aunque sean artificiales. El Banco Central debió allanarse a
una política de tasa de interés real negativa, es decir, a
mantener la remuneración de los ahorros deliberadamente baja
respecto del nivel de la inflación. Una invitación para que
los tenedores de pesos se desprendan de ellos con tal de
evitar que se desvaloricen con la suba de precios. Esa
estrategia condujo a la degradación de la moneda; es decir,
fue en sentido contrario del principal cometido que la Carta
Orgánica del Banco Central les fija a sus autoridades.
Otro objetivo de las instrucciones que se le
impartieron a la autoridad monetaria desde Olivos fue
mantener el dólar en un precio nominal alto para justificar
de ese modo el cobro de retenciones a las exportaciones. A
la vez, gracias a que ese impuesto al comercio exterior no
se coparticipa, el poder central pudo establecer un dominio
fiscal (y, por lo tanto, político) sobre los gobiernos de
provincias. La estrategia cambiaria de la Argentina, que los
funcionarios definen con el eufemismo de "flotación
administrada", estuvo subordinada así a una pretensión de
dominación política del Poder Ejecutivo.
Si quienes están al frente del Banco Central
hubieran defendido su autonomía, el tipo de cambio hubiera
sido otro, la tasa de interés hubiera sido diferente y,
sobre todo, la inflación no habría alcanzado los altísimos
niveles que registró, en desmedro de los ingresos de los que
menos tienen.
La tormenta mundial viene a poner en
evidencia estos errores, ya que, a diferencia de sus colegas
de la mayoría de los países del planeta, las autoridades
argentinas deben enfrentarla con las manos atadas.
El Banco Central argentino no puede dejar
flotar la paridad cambiaria como lo hacen, por ejemplo, el
de Brasil o el de Chile. Esa incapacidad nace del temor a
que la desvalorización de la moneda desencadene la clásica
corrida de los poseedores de pesos. Al operar de ese modo,
el Central no sólo deteriora el nivel de reservas. También
da a entender que prefiere resguardar la estabilidad del
dólar antes que la del peso, lo que manifiesta un llamativo
desdén por el valor del signo monetario nacional.
Las consecuencias son graves y concretas.
Cuando las autoridades de los países vecinos dejan que el
mercado fije el valor de la divisa, contribuyen a mantener
el nivel de actividad de la economía. Es decir, protegen las
fuentes de trabajo de sus compatriotas, amenazadas por el
ciclo recesivo que se avecina.
En cambio, cuando la política monetaria y
cambiaria no está inspirada en sanos principios económicos y
sociales sino que cede a la presión de políticas de corto
plazo, comienza a reinar la desconfianza y el deterioro
social está asegurado. Es por esa razón que la sociedad y
sus instituciones políticas deben defender la autonomía del
Banco Central, no como un tecnicismo abstracto sino como un
dispositivo principal para la defensa del bienestar general
y, sobre todo, del de los más desamparados. Reproducción
textual de la columna editorial del diario La Nación
del 01.11.2008