02 de Junio de 2009
Cómo administrar
justicia con 900 causas nuevas por año
Desbordados de
procesos, sin recursos, presionados por el poder político a
través del Consejo de la Magistratura y observados con lupa
por los medios de comunicación, los jueces viven un momento
crítico y esta semana protagonizaron una protesta. Un
análisis de Daniel Sabsay, y opiniones de, entre otros, el
ex ministro de la Corte Gustavo Bossert.
El
Preámbulo de nuestra Constitución, entre las grandes metas
que persigue, determina la de “afianzar la justicia”, la
única de tipo institucional ubicada entre un abanico de
objetivos que tienen que ver con la paz, el bienestar
general, la libertad, la defensa. Creemos que el
constituyente fue sumamente previsor al elegirla entre otras
posibles de la misma naturaleza. Es evidente que observaba
con preocupación la dificultad de construir un poder
judicial independiente, a la luz de los antecedentes que ya
arrastraba nuestro país desde la colonia. Así las cosas y
transcurrido más de un siglo y medio, las dificultades
continúan. Pareciera que no se tomara real conciencia de que
la independencia de la Justicia es una de las columnas
fundamentales del Estado de Derecho, sin la cual es
imposible lograr su concreción. No olvidemos que este modelo
de organización del poder aspira a anteponer el derecho a la
voluntad de los gobernantes, creando instituciones, cuyos
titulares son meros huéspedes en tanto deben acomodar sus
decisiones y comportamientos a lo que establecen la
Constitución y las leyes de la República. Pues bien para
lograr tamañas metas es indispensable contar con jueces que
a la idoneidad sumen la independencia de criterio. Cabe
retener estas dos cualidades, ya que ambas son
indispensables para ser un magistrado de la democracia. De
lo contrario será imposible llevar a cabo una función que
fundamentalmente tiene que ver con el control, en particular
cuando de lo que se trata es de fiscalizar los actos que
llevan a cabo los titulares de los poderes políticos del
Estado –Ejecutivo y Legislativo–.
Nuestra
historia institucional contiene un hito en materia de
distorsión de la función de los jueces, nos referimos a la
acordada de la Corte Suprema que en 1930 avaló el primer
golpe de estado ocurrido en la Argentina. Un acontecimiento
funesto cuyas consecuencias negativas las estamos pagando
aún, y en todos los campos, pero en el institucional ha sido
un verdadero atentado a la misma esencia del
constitucionalismo. Los máximos jueces de la democracia,
cuyo papel básico es la defensa de la Ley Fundamental y de
las instituciones que de ella se derivan, a través de un
abanico de argumentos falaces le dan el visto bueno a la más
grosera ruptura de ese mismo orden institucional que habían
jurado defender; pero para colmo se quedan sentados en sus
“poltronas” como si nada hubiese sucedido, con la mirada
cómplice de la gran mayoría de la sociedad, sin distinción
de estamentos.
En
realidad, detrás de este acto atroz, yace toda una cultura
que se funda en la justificación de los actos del poder,
como una suerte de necesidad frente a circunstancias
excepcionales. Dicho con otras palabras, se debe hacer
frente a una emergencia y en función de ello hay que ser
pragmático y desprenderse de los límites que marca la
Constitución para el ejercicio del poder. Poco importa que
la supuesta emergencia haya sido creada al margen de la ley
por sus mismos protagonistas, los jueces deberán arreglar el
entuerto frente a la realidad de los hechos que no les
dejaría resquicio alguno para hacer valer la fuerza del
derecho, que es el que ellos deben defender. Semejante
razonamiento destruye toda posibilidad de entender que una
República es un edificio integrado por una serie de
peldaños, definidos en una Constitución que es suprema. Ello
así, la ruptura de alguno de esos contenidos, necesariamente
llevará al derrumbe del edificio en su conjunto. El recurso
a la idea de que se está frente a “formas” y que estas deben
ceder frente a las necesidades del buen gobierno, que es
otro de los latiguillos que se escucha hasta el cansancio en
nuestras latitudes, en realidad es un fundamento cínico, que
trata de negar –bajo la cubierta de un pretendido
pragmatismo– la misma razón de ser de un orden
constitucional. Este no es sino un conjunto de
“formalidades” que componen un entramado en cuyo interior se
asientan los postulados, contenidos y objetivos del Estado
de Derecho.
Así las
cosas, es muy poco lo que hemos avanzado en la superación de
este perverso razonamiento. El titular del poder político
entiende que los jueces deben ser dóciles, comprensivos,
alineados con las necesidades de las metas políticas
definidas en el programa de Gobierno del “príncipe”. Por
supuesto que esta aspiración tiene matices, pero llega a su
culminación cuando lo que se espera de quien controla es la
seguridad de conseguir impunidad. El término es amplio y
abarca tanto la no investigación de los hechos delictivos en
los que pueden estar incursos quienes integran el Gobierno
de turno, como hacer la “vista gorda” a la hora de verificar
la existencia de los requisitos que dan validez a las
candidaturas en el marco de un proceso electoral, hasta
lograr que los actos de Gobierno que contradigan a la
Constitución y demás normas superiores no sean cuestionados
por los jueces.
Este
estado de cosas es el producto de culpas concurrentes. En
efecto, creemos que la sociedad poco hace para impedir que
se termine con la impunidad o para manifestarse frente a
actos de la autoridad que vulneran la independencia de la
Justicia. En realidad ella actúa de manera cambiante. En la
medida en que percibe al Gobierno con buenos ojos se
considera que el control judicial constituye una forma de
entorpecer su adecuado accionar, aparece la justificación a
los exabruptos bajo el justificativo de las “formas” a que
nos hemos referido. Esta idea se expresa de la siguiente
manera: ¿Cómo es posible dificultar la concreción de los
valiosos “contenidos” (medidas de Gobierno), que no se
encuadran dentro del marco constitucional, a través de los
“palos en la rueda” a que los somenten los “formalistas”,
esto es tanto jueces, como comunidad académica, quienes en
definitiva no entienden lo que “es gobernar” –argumento
final con el que se remata una discusión–.
Desde el
poder la justificación tiene que ver con la necesidad de
ejercer la autoridad, confundiéndola con la razón de Estado,
propia de sistemas autocráticos y no democráticos, en los
que los límites en la construcción del poder, son la misma
razón de ser del constitucionalismo, a fin de conseguir que
el mismo sea “detenido” –recurriendo al lenguaje de
Montesquieu–.
Frente a
este estado de cosas, es necesario moldear a la Justicia, de
modo que actúe de acuerdo a esas expectativas. Los caminos
son varios, ora se recurre a la designación de “jueces
amigos”, ora se presiona a quienes no lo son. Para ello, se
construye un armazón que opere en ese sentido. A partir de
la reforma del Consejo de la Magistratura la presión de esa
institución sobre los magistrados ha sido incesante. Se
manifestó respecto de los miembros de la Cámara de Casación
Penal. Esta presión pende sobre jueces y fiscales en los
casos que afectan seriamente la imagen del Gobierno,
fundamentalmente delitos contra la administración pública,
primero fueron los casos Skanska y Grecco, luego el “affaire
Miceli” y el denominado valijagate junto a la eventual
financiación de la campaña de la Presidenta con fondos
provenientes de la industria farmacéutica, especialmente de
empresarios comprometidos con el comercio ilegal de
efedrina. En todos los casos resultan perceptibles la
demora, la escasez de procesados, los cambios de jueces. Es
decir una mecánica absolutamente reñida con la transparencia
en el ejercicio de las funciones públicas. Varias de estas
causas provocaron la renuncia indeclinable del fiscal de
Investigaciones Administrativas Manuel Garrido, quien
manifestó que en nuestro país resulta imposible combatir la
corrupción ya que existiría desde la esferas oficiales una
suerte de “máquina” encaminada a asegurar la impunidad de
los funcionarios sospechados de haber cometido algún delito
contra la administración pública.
Durante
la crisis del campo los miembros del oficialismo en el
Consejo han llegado a promover la iniciación de las
actuaciones para remover al juez federal marplatense que
declaró la inconstitucionalidad de la Resolución 125, luego
de una denuncia presentada ante el Consejo por el titular
del sindicato de empleados judiciales, aduciendo mal
desempeño derivado del carácter político de su fallo. Este
disparate que en circunstancias normales debería haber sido
rechazado in limine por la Comisión de Acusación, sin
embargo, mereció de parte de ésta la apertura de un sumario
en aras de determinar la responsabilidad del juez, primer
paso hacia la formación del respectivo jury de
enjuiciamiento.
Estas
situaciones se repiten en muchas provincias y permiten que
los jueces se transformen en verdaderos rehenes del Consejo
de la Magistratura con mayoría de miembros políticos.
Situación que llevó al presidente de la Corte Suprema,
doctor Ricardo Lorenzetti, a la necesidad de expresar su
preocupación frente a la recurrencia de este tipo de
hechos.
El
proceso electoral en curso es pródigo en ejemplos de este
tipo de procederes. Basta con señalar las decisiones del
juez Manuel Blanco frente a las impugnaciones de
candidaturas oficiales testimoniales, como así también el
acoso del juez Federico Faggionatto Márquez al candidato De
Narváez que ha dado lugar a que la diputada Diana Conti,
integrante oficial de ese organismo, expresara que las 37
denuncias de juicio político que pesan sobre ese magistrado
carecen de toda entidad.
Este
cuadro tan desalentador torna muy difícil la actividad de
los magistrados en la Argentina y ello produce serias dudas
sobre la continuidad del proceso de consolidación de la
democracia en nuestro país. Sólo una fuerte toma de
conciencia de parte de la ciudadanía, acompañada de fuertes
políticas de Estado, encaminadas a revertir una cuadro de
situación tan desalentador, permitirán que las cosas se
vayan revirtiendo lentamente. Ojalá que los argentinos
estemos a la altura de la situación e impidamos que nuestra
degradada institucionalidad se hunda definitivamente
provocando el naufragio de la República.
Daniel Sabsay , Profesor titular de
Derecho Constitucional (UBA).