19 de Junio de 2009
El Estado soy yo
La acumulación
de poder y los deslices hegemónicos, vicios denunciados esta
semana por la figura más importante del Poder Judicial,
Ricardo Lorenzetti, actualizaron el debate sobre cómo poner
límites a la excesiva concentración de poder presidencial.
En la
película Frost/Nixon , que recrea las cuatro entrevistas
televisivas hechas por David Frost
a Richard Nixon en 1977
-tres años después de la traumática renuncia a la Casa
Blanca-, hay un momento tan tenso que parece el preludio de
una erupción volcánica. Frost acorrala con datos
irrefutables al ex presidente por el encubrimiento de sus
colaboradores durante el caso Watergate. Hasta que Nixon no
soporta más y dice:
-Cuando
uno está en su despacho hace cosas que en la estricta
interpretación de la ley no son legales. Pero las hace
porque son el mejor interés de la nación.
-¿De
verdad me está queriendo decir que en algunas circunstancias
el presidente puede hacer algo ilegal? -aguijonea un Frost
entre perplejo y victorioso (mientras los asesores de Nixon
se levantan para cortar la grabación y abortar el
sinceramiento).
-Estoy
diciendo -responde Nixon- que cuando el presidente lo hace
eso significa que no es ilegal.
He aquí
lo que siente un presidente extralimitado cuando se
extralimita. El componente autoritario se escuda en el
interés de la nación, del cual, por cierto, él se considera
intérprete supremo. Quizás sea una doble ventaja verlo en
Nixon, por un lado, jugador con cartas marcadas que hizo
espiar a los demócratas de puro megalómano, obstruyó cuanto
pudo a la justicia con la CIA y el FBI y despreció al
Congreso que lo investigaba, pero, a la vez, también gran
estadista reconocido por el acercamiento con China, por la
paz con Vietnam y, en definitiva, por modificar el mapa del
mundo en el crepúsculo de la Guerra Fría. Los
norteamericanos siguen discutiendo hasta hoy qué hemisferio
de la compleja cabeza de Nixon es mejor recordar, pero, en
concreto, sus aires de
yo-rijo-con-grandeza-el-destino-de-esta-
inmensa-nación-no-me-vengan-con-nimiedades le costaron la
jubilación anticipada.
No
siempre ni en todas partes (tampoco siempre en Washington),
es verdad, funcionan los antídotos institucionales frente a
la tentación omnímoda de gobernantes elegidos por amplias
mayorías, condición por lo visto insuficiente para legitimar
todo lo que ellos pergeñan por el interés de la nación en
sus despachos.
¿Y si
fuera el sistema el que favorece el cesarismo? La
concentración de poder, que aquí fermenta con instituciones
anémicas, aviva un debate que tiene tanta vigencia como los
vicios de la cultura política nacional. Esta semana fue nada
menos que la figura más importante del Poder Judicial -a la
sazón un civilista que llegó recomendado por Cristina
Kirchner y que al parecer se tomó al pie de la letra la
promesa oficial de esculpir una Corte Suprema independiente-
quien volvió a dar la voz de alerta sobre los excesos de
presidencialismo.
Como lo
informó LA NACION, Ricardo Lorenzetti
se refirió a las fallas del sistema político y, además de
reprochar la acumulación de poder (no hablaba de nadie en
particular, vamos, sino de la mera costumbre argentina) y de
quejarse de que el propio Estado desacata sentencias
judiciales, explicó con sencillez impropia de abogados cómo
funciona el circuito mayor. "En este sistema -dijo- la
oposición sólo puede actuar cuando fracasa el poder
anterior. Hay que cambiar esto, porque la reiteración de las
emergencias genera un círculo vicioso".
En los
últimos meses, otro juez de la Corte cuestionó el sistema
político actual, aunque fue un paso más allá que Lorenzetti
y directamente planteó como solución el sistema
parlamentario: "Tenemos que cambiar la forma de gobierno e
ir a un sistema parlamentario. Es la única garantía de
evitar catástrofes. Una crisis en un sistema
presidencialista, que baje un presidente, es una catástrofe.
En un sistema parlamentario, es una crisis política. Punto.
El sistema no sufre". Pero Zaffaroni,
hay que decirlo, más que a los problemas que presenta la
excesiva concentración de poder, atendía en ese reclamo a la
debilidad de la figura presidencial en tiempos de crisis y a
la necesidad de crear mecanismos que salven la
gobernabilidad.
Como
mejor les parezca
Guillermo O´Donnell, uno de los
más prestigiosos pensadores de las ciencias políticas del
país, había desarrollado la teoría de la democracia
delegativa, según la cual, quienes son elegidos creen que
los votantes les delegan la autoridad para decidir como
mejor les parezca lo que es bueno para el país.
¿Es la
oposición corresponsable del desajuste? "Sin duda, la
democracia delegativa se desarrolla más plena (y
peligrosamente) dependiendo de la oposición", responde
O´Donnell al ser consultado por LA NACION. A su juicio eso
"incluye, entre otras, las siguientes dimensiones: cohesión
interna y orientación republicana-representativa de sus
actores principales; grado de cohesión del conjunto de la
oposición, no necesariamente en todo´ sino respecto de
controlar/detener los crónicos avances antiinstitucionales
de los gobernantes delegativos, y lugares institucionales en
el régimen político que al menos parte de la oposición ha
logrado ocupar, junto con determinación de utilizar esos
lugares y desde allí al menos intentar, clara y
públicamente, bloquear aquellos avances".
Para
corregir el desliz hiperpresidencialista, la salida que se
les suele ocurrir a muchos políticos es cambiar de sistema:
ir hacia un parlamentarismo. Desde Eduardo Duhalde y Hermes
Binner hasta el mismísimo Néstor Kirchner -no el poderoso
consorte actual sino el político recién asomado de Santa
Cruz que no había probado aún el mullido cesarismo
presidencial- dijeron ser devotos del parlamentarismo.
Pareciera ser que el esfuerzo kirchnerista por denostar a
mansalva los malditos tiempos del menemismo se llevó puesta
la década entera. Ya nadie se acuerda de que la reforma
constitucional de 1994 estuvo precedida por un intenso
debate nacional sobre presidencialismo y parlamentarismo.
Debate que en rigor había arrancado cuando gobernaba Raúl
Alfonsín, en el seno del Consejo para la Consolidación de la
Democracia presidido por el ilustre jurista Carlos Nino.
Podría
decirse que en 1994 triunfaron ambos, los presidencialistas
y los parlamentaristas. De allí que la Constitución resultó
un menjunje. Se negoció, recuérdese, la incorporación del
jefe de Gabinete y de otros accesorios a cambio de la
reelección presidencial inmediata -nunca mejor expresado-,
apetecida por los hermanos Menem. Un Menem presidía el país
y el otro, la convención constituyente que hizo el delivery.
El matrimonio Kirchner también estaba allí, huelga decir que
del lado del oficialismo monotemático reeleccionista. Hecho
curioso, la nueva Carta Magna dejó establecido, por fin, que
los partidos políticos son sujetos fundamentales de la
democracia. Mención de honor que coincidió con el comienzo
del proceso de decadencia y virtual extinción de los
partidos políticos (aunque el Estado insiste en que ya
tenemos 733). Pero si es específicamente por la inyección de
"parlamentarismo atenuado" que entonces se le dio al
sistema, resultó que la jeringa sólo tenía agua. En la
práctica, la jefatura de Gabinete se subordinó en un todo al
presidente. Pese a que la letra constitucional le dio al
Congreso el poder de aplicarle a este primer ministro eunuco
una moción de censura, varios ocupantes del cargo ni
siquiera se tomaron la molestia de pasar a visitar a los
diputados y senadores una vez por mes para rendirles
cuentas, como también está estipulado. Salvo Rodolfo
Terragno, que llegó a ser presidente del partido del
Gobierno, los demás jefes de Gabinete que se sucedieron
-Eduardo Bauzá, Jorge Rodríguez, Christian Colombo, Jorge
Capitanich, Alfredo Atanasof, Alberto Fernández, Sergio
Massa-eran, en el momento de ser designados, políticos de
segunda o tercera línea, nada que recuerde a la Quinta
República francesa. Subordinados al presidente a quienes en
ninguna crisis institucional les dio la estatura para servir
como fusibles. De modo que en estos años en los que se
pretendía una módica "parlamentarización" del sistema,
sucedió justo lo contrario: con decretos de necesidad y
urgencia, superpoderes y eternas emergencias económicas más
algunas cucharadas de verticalismo peronista, el Congreso
cedió facultades al Poder Ejecutivo, que hoy, además de
conyugal, devino más vigoroso.
Voluntad
política
Tal vez
por esa suma de razones, el constitucionalista Daniel Sabsay
antepone a cualquier debate sobre el sistema de gobierno la
imperiosa necesidad de una reforma política: "El
presidencialismo en la Argentina fracasó pero eso no nos
tiene que llevar a otro fracaso. Si no limpiamos el
escenario político (reconstrucción de un sistema de
partidos, participación de los ciudadanos en la cosa
pública, democratización de los partidos, ley de acceso a la
información pública, mejoramiento y modificación radical de
los mecanismos de control de los procesos electorales,
revitalización del federalismo, entre muchos otros cambios),
es imposible que cualquier reforma funcione, porque no está
funcionando todo lo otro. Para eso no hace falta modificar
la constitución, muchas de esas reformas ya habían sido
elaboradas por el Diálogo Argentino, por distintas ONG; hay
un acta de compromiso firmada por los gobernadores en 2002?
no se cumplió nada, la agenda está trabajada, pero lo que no
hay es voluntad política de cambio y, además, bajó el
reclamo de la sociedad para hacerlo."
Pero más
allá de los vaivenes de la dirigencia política en su
declamación sobre reformas y en sus promesas de cambio (para
Sabsay "los políticos huelen que la sociedad pide cambios y
hablar de reformas es altisonante; si realmente quisieran
cambiar, podría resolverse todo en dos sesiones
legislativas"), el quid de la cuestión sigue siendo, parece
ser, cómo cambiar la viciada cultura política argentina.
"Los
problemas actuales no se resolverían fácilmente marchando
hacia un régimen parlamentario; Italia es un ejemplo", dice
el politólogo Hugo Quiroga, profesor de la Universidad
Nacional de Rosario y de la Universidad Nacional del
Litoral. "Hay un claro problema de cultura política en la
Argentina. Los ciudadanos cuando votan delegan poder en sus
representantes, pero no retienen la responsabilidad del
control de las acciones gubernamentales, por ende, los
gobernantes perciben que su mandato es absolutamente libre.
Es cierto que hay una tendencia mayor en los
presidencialismos a considerar al poder como `propiedad
privada´. Pero la concentración del poder se combate, desde
el punto de vista institucional, con un congreso capaz de
controlar la autoridad ejecutiva y con un poder judicial
independiente, y, desde el punto de vista de la sociedad
civil, a través de una vida asociativa amplia, en constante
vigilancia, que exige un compromiso político de los
ciudadanos más allá de la urnas. La democracia,
presidencialista o parlamentaria, designa un sistema de
poder diseminado en la sociedad".
En el
campo de la oposición, la suposición de que un cambio del
sistema político reparará las antiguas fallas de la política
argentina también puede ser vista como una variante
institucionalizada del mesianismo clásico, aquel encarnado
en la llegada de seres providenciales tan propio de los
populismos. Lo notable es que la oposición espeje la ilusión
populista que dice aborrecer. Ahí ya se trata de una especie
de mesianismo eliminatorio: sepultado el líder que
transgrede las leyes, nos salvamos. ¿Interpretación de la
realidad? No, crónica: el martes pasado en Santa Fe, sin ir
más lejos, la líder de la Coalición Cívica Elisa Carrió dijo
que "para que la Argentina se salve, Kirchner tiene que ser
derrotado". La misma frase que se podía escuchar a fines de
los noventa, sólo que en vez de Kirchner figuraba Menem. En
cuanto a la salvación nacional, en 2001 -después de la
derrota de Menem- se demoró un poco. Hubo que hacer escala
en el mayor colapso de la historia contemporánea. Y ni
siquiera de ese gran colapso emergió una transformación
profunda de la cultura política propensa a la buenaventura
súbita.
¿Qué
opina O´Donnell? "Sigo creyendo -responde al cronista- que
el parlamentarismo no sería solución, entre otras cosas
porque en el mundo ha funcionado y funciona bien cuando hay
partidos y sistemas de partidos institucionalizados. Es una
simplificación contraponer parlamentarismo-presidencialismo,
como si hubiera sólo una versión de ellos. En particular ha
habido una serie de investigaciones que muestran que hay
diversos presidencialismos y que el nuestro es una versión
extremada de poderes presidenciales. Hay versiones más
atemperadas que impiden poderes extraordinarios, quitan al
Ejecutivo influencia decisiva en los nombramientos
judiciales y de organismos de control y limitan seriamente
la capacidad del Ejecutivo de vetar leyes del Congreso,
incluso los vetos parciales que existen entre nosotros". En
definitiva, O´Donnell piensa que con el parlamentarismo se
crearían aun mayores desajustes y que sería mejor
perfeccionar "nuestra muy mala versión" de presidencialismo.
Como
apunta la constitucionalista Delia Ferreira Rubio, el hecho
de adoptar el parlamentarismo no nos convertiría en España o
Alemania, de la misma manera que ser presidencialistas no
nos transformó en los Estados Unidos. "Lo importante -dice
la presidenta de Poder Ciudadano, aunque vierte estas
opiniones a título personal- es no cargar al sistema de
gobierno en sí las fallas y los defectos de la democracia".
Habría
que mencionar, además, un problema práctico. Cambiar de
sistema requiere una reforma constitucional, que a su vez
exige, antes del llamado a elecciones, la formación de una
mayoría especial en el Congreso que declare la necesidad de
hacerla. Si el gobierno trata a la oposición -con la que
jamás dialoga- como al enemigo, y si la oposición no
consiguió unirse ahora para vencer al matrimonio al que en
general le atribuye una desmedida acumulación
de poder, ¿cómo se alcanzaría el consenso político
indispensable para operar la Constitución a corazón abierto?
¿Y quiénes serían los cirujanos? Es difícil saber la
respuesta. Pero ahora sabemos que la acumulación de poder no
es sólo una preocupación que denuncian los opositores.
También inquieta a la cabeza del Poder Judicial.
Pablo Mendelevich, en su nota para el
diario La Nación.
----------------------
NOTAS RELACIONADAS:
Medir los
riesgos
La
organización de la forma de gobierno de un país es una
compleja opción de ingeniería constitucional: adoptar
ingenuamente el parlamentarismo nos llevará a otro fracaso
si no advertimos todas las implicancias culturales, los
riesgos y costos políticos.
Frente
al presidencialismo argentino, de cuño norteamericano,
existen diversas alternativas: mantenerlo, pero superando
nuestros vicios culturales; atenuarlo con mecanismos del
semipresidencialismo (la reforma de 1994 introdujo el jefe
de gabinete, que mostró ser ineficaz para atemperar al
Presidente); adoptar el semipresidencialismo francés, donde
un presidente y un primer ministro, ambos elegidos por el
pueblo y ambos con mucho poder, deben convivir aun cuando
representen a partidos distintos (algo difícil de imaginar
en la Argentina), o volcarse a un parlamentarismo, donde el
primer ministro es elegido por el Parlamento.
Más aún,
hay muchos modelos de parlamentarismo, como los del Reino
Unido, Alemania, España, Italia o Japón, y todos tienen
características muy distintas. ¿Saben nuestros políticos lo
que quieren?
Imaginemos que sí lo saben. Entonces, veamos algunos de los
riesgos:
En el
parlamentarismo, en general, no se pone límite a la
reelección del primer ministro (Tatcher
gobernó más de una década), porque cuenta con el aval
de la mayoría parlamentaria que lo elige. Pero, si nuestros
políticos sueñan con el poder eterno, ¿por qué se lo vamos a
regalar en bandeja?
Si en el
Parlamento, en lugar de una mayoría clara, hubiera varias
minorías (imagine el Congreso después del 28/6), ¿se
pondrían fácilmente de acuerdo esos partidos para nombrar al
nuevo primer ministro? ¿Y toleraría el primer ministro
gobernar junto a ministros de otros partidos, los que le
impusiera la coalición de gobierno?
Dicen
que el parlamentarismo es menos propenso al culto a la
personalidad. Si eso fuera cierto, ¿cómo se explica que en
Italia gobierne Berlusconi?
En
muchos parlamentarismos el Senado es más débil que la Cámara
de Representantes. ¿Aceptarían nuestras ya debilitadas
provincias tener aún menos peso en el gobierno federal?
Hay
parlamentos con pluripartidismo (España) o con una tendencia
al bipartidismo (Reino Unido o Alemania). En la Argentina,
donde al margen de un partido dominante (peronismo) hay
cientos de pequeños partidos, bloques y monobloques, el
dilema sería de hierro: cuando no gane el peronismo,
prevalecería la inestabilidad de las coaliciones. ¿Habremos
avanzado algo?
Antes de
dar cualquier paso, habrá que medir los riesgos.
Adrián Ventura,
para el diario La Nación.