23 de Julio de 2008
La
“globalización neoliberal”, según Eric Hobsbawm, supone una
mudanza económica, política y cultural del mundo en el siglo
XXI. La desigualdad provocará más protestas y revueltas, el
poder económico tendrá una orientación asiática y la crisis
medioambiental no estará cerca de solucionarse.
Un muy destacado científico ha expresado la
opinión de que la raza humana sólo tiene un cincuenta por
ciento de posibilidades de sobrevivir al siglo XXI. Ésta es en
cierto sentido una afirmación extrema; pero muy pocos
disentiríamos de la idea de que nuestra especie y nuestro
globo enfrentan ahora peligros sin precedentes para la
presente centuria, aunque sólo sea por el extraordinario
impacto que la tecnología y la economía humanas ejercen sobre
el medio ambiente. A este ensayo mío no le conciernen tales
escenarios apocalípticos: supondré que si la humanidad
sobrevivió al siglo XX, igualmente lo hará en el siglo XXI.
El mundo de principios del siglo XXI se
caracteriza por tres sucesos principales:
·
Las enormes fuerzas que aceleran la velocidad de nuestra
capacidad de producción y que, al hacerlo, cambian la faz del
mundo. Esto es así y así continuará.
· Un
proceso de globalización acelerado por la revolución en el
transporte y las comunicaciones, nos indica que: a) sus
efectos mayores corresponden directa o indirectamente a la
globalización económica; aunque b) se presenta en todos los
campos excepto en los del poder político y la cultura, en la
medida en que dependen del idioma.
· El
reciente pero rápido cambio en la distribución de la riqueza,
el poder y la cultura, de un patrón establecido que duró de
1750 a 1970 a uno todavía indeterminado.
I
El incremento en nuestra capacidad para
producir –y para consumir– difícilmente requiere de
comprobación alguna. Sin embargo, deseo hacer tres
observaciones. La primera concierne a la explotación de
recursos cuyo abastecimiento es naturalmente limitado. Esto
incluye no sólo las fuentes de energía fósil de las cuales la
industria ha dependido desde el siglo XIX –carbón, petróleo,
gas– sino de los más antiguos fundadores de nuestra
civilización, a saber: agricultura, pesca y bosques. Estas
limitaciones naturales o son absolutas dada la magnitud de las
reservas geológicas y de tierras cultivables, o relativas
cuando la demanda excede la capacidad de estos recursos para
su propia renovación, como la excesiva explotación pesquera y
de bosques. Cerca del final del siglo XX el mundo no se había
aproximado aún al límite absoluto de las fuentes de energía,
ni a un incremento sustancial en la productividad agrícola y
las extensiones cultivables, aunque el ritmo de incorporación
de nuevas tierras aflojó durante la segunda mitad del siglo.
Los rendimientos por hectárea de trigo, arroz y maíz subieron
a más del doble entre 1960 y 1990. Sin embargo, los bosques
fueron seriamente amenazados. La deforestación en pequeña
escala ha sido un antiguo problema y ha dejado marca
permanente en algunas regiones, notablemente el Mediterráneo.
La sobreexplotación pesquera empezó a alcanzar su punto
crítico en el Atlántico norte alrededor de los últimos treinta
años del siglo XX y se extendió a todo el globo debido a la
preferencia por algunas especies. Esto, hasta cierto punto, se
ha compensado con la acuicultura, que en la actualidad produce
alrededor del 36 por ciento del pescado y marisco que
consumimos –cerca de la mitad de las importaciones de pescado
de los Estados Unidos. Aunque la acuicultura todavía se
encuentra en etapa inicial, el esfuerzo podría terminar en la
mayor innovación en la producción de alimentos desde que se
inventó la agricultura. Esta vastedad de alimentos alcanzada,
que permite alimentar a más de seis mil millones de personas
mucho mejor que a los dos mil millones de principios del siglo
XX, se logró a través de los métodos tradicionales, además de
las tecnologías mecánica y química; de modo que no tiene
sentido argumentar que la humanidad no puede ser alimentada
sin manipulación genética.
El agotamiento de los recursos no
renovables o limitados ciertamente planteará serios problemas
al siglo XXI, particularmente si la crisis medioambiental no
se encara seriamente.
Mi segunda observación se ocupa del impacto
que la revolución tecnológica ha tenido sobre la producción y
la mano de obra. En la segunda mitad del siglo XX, por primera
vez en la historia la producción dejó de ser de mano de obra
intensiva para volverse de capital intensivo y,
progresivamente, de información intensiva. Las consecuencias
han sido dramáticas. La agricultura sigue siendo el principal
deponente de mano de obra. En Japón la población agrícola se
redujo del 52,4 por ciento después de la Segunda Guerra
Mundial al 5 por ciento en el presente. Lo mismo en Corea del
Sur y Taiwán. Aun en China la población agrícola ha disminuido
del 85 por ciento en 1950, al 50 por ciento hoy en día. No hay
necesidad de comprobar la sangría de campesinos en América
Latina desde 1960, pues es evidente. Para decirlo pronto,
salvo la India y algunas zonas del África subsahariana, no
quedan países campesinos en el mundo. La dramática caída de la
población rural se ha compensado con un alto crecimiento de
las zonas urbanas que, en el mundo en desarrollo, han dado
origen a ciudades gigantes.
En el pasado, este caudal de mano de obra
redundante y no calificada era absorbido por la industria –en
la minería, la construcción, el transporte, las manufacturas,
etc. Esta situación aún prevalece en China, pero en el resto
del mundo, incluyendo a los países en desarrollo, la industria
ha venido deshaciéndose aceleradamente de la mano de obra.
Este descenso en la industria no es sólo debido a la
transferencia de la producción de regiones de altos costos a
otras de bajos, sino que también va implícita la substitución
de tecnologías cuyos costos declinan por mano de obra
calificada cuyos costos son inelásticos y al alza con el
propio desarrollo económico. Desde 1980, los sindicatos de la
industria automotriz en los Estados Unidos han perdido la
mitad de sus miembros. Igualmente Brasil empleaba un tercio
menos de trabajadores aun cuando produce casi el doble de
vehículos automotores en 1995 que en 1980. El incremento en el
sector de los servicios junto al crecimiento económico no
ofrecen una alternativa viable para dar salida a la mano de
obra redundante tanto industrial como agrícola, generalmente
de baja escolaridad y con poca capacidad de adaptación. Sin
embargo, hasta ahora, el empleo a las mujeres ha resultado
relativamente beneficiado, al menos en los países
desarrollados.
La mayor parte de la mano de obra
redundante la absorbe la economía informal que, según
estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo
(OIT), comprende el 47 por ciento del empleo no agrícola en el
Medio Oriente y Norte de África; 51 por ciento en América
Latina; 71 por ciento en Asia y 72 por ciento en el África
Subsahariana. El problema se observa muy agudo en los países
más pobres y en aquellos otros devastados por la transición
económica, como la ex URSS y los Balcanes. Mientras se ha
argumentado a favor de la flexibilidad y efectividad de la
economía informal sobre todo en el caso latinoamericano, la
verdad es que ésta es siempre bastante menos significativa en
los países desarrollados (alrededor de diez por ciento en
Estados Unidos). En cambio, el contraste entre un rápido
crecimiento económico y la incapacidad para generar
suficientes empleos es particularmente impactante en la India,
cuyo crecimiento se cimienta en capital e información
intensivos pero con un 83 por ciento de la fuerza laboral en
el sector informal. El gobierno de Manmohan Singh se ha visto
en la necesidad de garantizar un mínimo de días de trabajo a
la población rural más pobre.
Mi tercera observación es obvia, y es que
el enorme incremento en la capacidad humana para producir
depende mayormente de los conocimientos y la información. Esto
es, en un gran número de gente con altos estudios y no
necesariamente sólo en el campo profesional de la
investigación y el desarrollo. Aquí, la riqueza acumulada y el
capital intelectual de la era de la industrialización
occidental continúa dándoles a los países del norte enormes
ventajas sobre los países en desarrollo. Aunque el número de
asiáticos laureados con Premios Nobel de Ciencia va en aumento
desde 1980, sigue siendo pequeño. Los recursos intelectuales
en el resto del mundo en desarrollo siguen a la espera de un
mejor aprovechamiento. Además, los jóvenes investigadores del
mundo en desarrollo pueden trabajar en los centros de
investigación del Norte, reforzando así su predominancia.
Sin embargo, el siglo XXI está siendo
testigo de la rápida transferencia de actividades innovadoras,
base del progreso moderno, antes monopolizadas por las
regiones del Atlántico norte. Esto es muy reciente. El primer
laboratorio extranjero para investigación y desarrollo se
estableció en China en 1993 (por Motorola); pero en pocos años
setecientas empresas transnacionales han hecho lo mismo,
mayormente en el sur y el este de Asia, una región
especializada en diseño de semiconductores. Y aquí, una vez
más, las disparidades regionales parecen aumentar, ya que el
progreso depende también de que los gobiernos sean efectivos,
se cuente con infraestructura adecuada y, sobre todo, con
población educada por encima de los niveles básicos. No hay
duda de que en países como la India y, en menor grado, Brasil,
la baja escolaridad de la mayoría de la población es un
obstáculo; sin embargo, esto se ha compensado por el relativo
buen aprovechamiento del escaso número de los altamente
educados. Los avances en este aspecto, en el mundo en
desarrollo, todavía enfrentan un largo camino. El crecimiento
de algunas regiones y el rezago de otras es muy evidente, así
como el aumento en las disparidades. Según la revista R&D,
en la lista de países más atractivos para invertir, están –en
ese orden– China, Estados Unidos, India, Japón, el Reino Unido
y Rusia. De América Latina, Brasil ocupó el lugar diecinueve
(debajo de Austria), y México el ventitrés.
II
Y paso a la globalización, esto es, el
desarrollo mundial como una sola unidad, cuyas transacciones y
comunicación están libres de trabas locales y de otra índole.
Esto, en principio, no es nada nuevo.
Teóricos como Wallerstein registran un “Sistema Mundial” desde
la circunnavegación del globo durante el siglo XVI. Desde
entonces se han ido registrando otros varios e importantes
avances, principalmente en los campos económico y de las
comunicaciones. Dejaré fuera de las comparaciones la fase del
proceso previa a 1914. Esa economía nunca abordó seriamente
asuntos de producción y distribución de bienes materiales aun
cuando sí creó un libre flujo global en las transacciones
financieras –aunque en menor escala que las actuales. Fueron
tiempos de migraciones de mano de obra casi totalmente
irrestrictas por los gobiernos, y en este sentido, una
globalización más avanzada que la presente. Y mientras que las
comunicaciones sufrieron cambios benéficos y sustanciales en
los sistemas postales, telegráficos y organismos de
coordinación internacional a mediados del siglo XIX, el número
de personas involucradas en transacciones internacionales fue
escaso. De hecho, la globalización de la producción ha sido
posible gracias al revolucionario avance en las
comunicaciones, que virtualmente han abolido las limitaciones
en cuanto a lugar, distancia y tiempo se refiere y al no menos
dramático adelanto en la transportación de mercancías desde
los años sesenta –carga aérea y contenedores–, aun cuando la
innovación tecnológica fue menor que en las comunicaciones
humanas.
Aquí, tres puntos son relevantes.
El primero es la peculiar naturaleza de
este proceso a partir de los años setenta, concretamente el
triunfo sin precedente de un capitalismo que descansa en la
libre movilidad global de todos los factores de la producción
y la de los gobiernos atentos a no interferir en la
distribución de los recursos dispuesta por el mercado. Ésta no
es la única versión del concepto de globalización. En las
décadas anteriores a 1914, su progreso corrió paralelo
rivalizando con las políticas proteccionistas, moderadas en la
mayoría de los países industrializados y extremas en los
Estados Unidos. Durante las décadas doradas posteriores a 1945
esta práctica de sustitución de importaciones corrió paralela
a las políticas, no tan infructuosas, del mundo no comunista.
No queda claro que los programas neoliberales extremos
aseguren un máximo de crecimiento económico, asumiendo que
fuese deseable. El más rápido crecimiento del Producto Interno
Bruto per cápita observado en el “mundo capitalista avanzado”
no se dio en el “orden liberal” de 1870 a 1913, ni tampoco en
el “orden neoliberal” de 1973 a 1998, sino solamente en los
“años dorados” de 1950-1973. El crecimiento económico de los
inicios del siglo XXI ha descansado primordialmente en un
dinamismo que Maddison llama “las quince economías asiáticas
resurgentes”, cuyo crecimiento ha sido asombroso. Pero no fue
el neoliberalismo el que presidió la extraordinaria revolución
industrial de Corea del Sur, Taiwán, China y, aun, la India a
principios de los años noventa. A la inversa, la situación de
168 economías, fuera de estos dínamos, mostró un rápido
deterioro en el último cuarto del siglo XX y fue una
catástrofe para la ex URSS, los Balcanes y algunas regiones
africanas.
Algunos aspectos de esta globalización
neoliberal tienen relevancia directa sobre la situación
mundial general a principios de este siglo XXI. Primero, es
patente el incremento en la desigualdad económica y social
tanto entre países como al interior de ellos. Esta desigualdad
eventualmente podría disminuir, pues las economías asiáticas
más dinámicas podrían alcanzar a los viejos países
capitalistas desarrollados; pero en el caso de la India y
China, con sus miles de millones de habitantes, hace que la
brecha sea tan grande y que el paso al que pudieran alcanzar
el mismo PIB per cápita de los Estados Unidos sea tan lento
como un caracol. Lo que es más, la rapidez con que crece la
brecha entre países ricos y pobres reduce el significado
práctico de estos avances. Sería inapropiado usar a los 52
multimillonarios de Rusia como índice comparativo del estándar
de vida en ese país. Éstos representan otra más de las
consecuencias de la globalización neoliberal, cuya novedad es
que pequeños grupos de ricos globales son tan adinerados que
sus recursos podrían ser de la magnitud del ingreso nacional
de países como Eslovaquia, Eslovenia, Kenya o, en el caso de
los muy ricos, del orden del PIB de Nigeria, Ucrania y
Vietnam. Este tipo de crecimiento ha generado en la India un
mercado de clase media tipo occidental contado por decenas
–algunos aseguran que cientos– de millones; sólo hay que
subrayar que, hacia 2005, en este país el 43 por ciento de la
población vivía con menos de un dólar al día. Fuertes y
crecientes desigualdades en la riqueza, el poder y las
oportunidades para tener una vida mejor no son la receta para
la estabilidad política.
La segunda característica de la
globalización, respaldada por las políticas socialmente ciegas
del Fondo Monetario Internacional, ha sido el agudo
crecimiento en la inestabilidad económica y en las
fluctuaciones económicas. Los viejos países industriales han
estado resguardados, comparativamente, de las depresiones
cíclicas, excepto por los bruscos virajes a corto plazo del
mercado bursátil; sin embargo, el impacto ha sido dramático en
grandes partes del mundo y, notablemente, en América Latina,
el sudeste asiático y la ex Unión Soviética. Sólo tenemos que
recordar las crisis de principios de 1980 en Brasil y, a fines
de los noventa, las de Indonesia, Malasia, Tailandia y Corea
del Sur y, sin olvidar, la de Argentina a principios del año
2000. Sólo recordemos los cambios políticos que siguieron a
estas crisis en varios países. Las economías volátiles no son
receta para la estabilidad política.
La tercera característica de la
globalización neoliberal es que, al sustituir un conjunto de
economías nacionales por una economía global, se reduce
severamente la capacidad de los gobiernos para influir en las
actividades económicas de su territorio y se daña su capacidad
recaudatoria. Esta situación se agudizó mayormente al aceptar
todos la lógica del neoliberalismo. Desde la terminación de
las economías de planeación centralizada, todos los países,
incluyendo a los más grandes, están en mayor o menor grado a
merced del “mercado”. Esto no implica que hayan perdido todo
peso específico en la economía. Todos los gobiernos centrales
y locales, por la naturaleza de sus actividades, son los
principales empleadores de la fuerza laboral. Es más, así han
retenido su mayor valor histórico: el monopolio de la ley y el
poder político. Y esto significa que ya no funcionan como
actores económicos en el teatro mundial, ni siquiera como
dramaturgos aunque sí como escenógrafos. Pues los actores de
hoy, las grandes corporaciones transnacionales, se ven en la
necesidad de acudir a ellos pues también son los propietarios
de los teatros nacionales que requieren para sus operaciones.
La globalización neoliberal ha debilitado seriamente a los
Estados nacionales como los conductores del poder y artífices
de la política.
Políticamente, el aspecto más serio de este
debilitamiento es el de que priva a los gobiernos, sobre todo
a los de las economías desarrolladas del Norte y Occidente, de
sus ambiciosos y generosos planes sobre seguridad social,
mismos que ya desde los tiempos de Bismarck habían sido
reconocidos por los gobernantes como la mejor herramienta para
la estabilidad social y política, esto es, el Estado
benefactor. En vez de esto, el mercado global fundamentalista
ofrece un proyecto de prosperidad para todos –o casi todos– a
través de los beneficios de un crecimiento económico
interminable. Aun en los países como el Reino Unido donde el
programa neoliberal ha proveído a la gente de una genuina y
bien distribuida riqueza, no han disminuido las demandas de
los ciudadanos por más empleos, garantías para sus ingresos
básicos, seguro social, salud y pensiones. Sólo la capacidad o
voluntad de los gobiernos para proveer lo anterior ha
posibilitado el cumplimiento de esas ambiciones.
Esto me trae a la segunda y más amplia de
las propuestas sobre globalización y es que ésta, en mayor o
menor grado, es universal pero se queda corta ante un problema
humano mucho mayor: la política. Históricamente han existido y
existen mecanismos económicos en el mundo, pero ninguno
dirigido a la creación de un gobierno mundial. Las Naciones
Unidas y otros organismos prevalecen por la conveniencia y el
permiso que los propios países les otorgan. Los Estados
nacionales son las únicas autoridades en el mundo y sobre el
mundo para ejercer el poder de la ley y el monopolio de la
violencia. De hecho, en el transcurso del siglo XX se dio fin
a la era de los viejos y nuevos imperios y, durante la Guerra
Fría, se estabilizaron las fronteras de los Estados
nacionales, revertiéndose la vieja tendencia hacia la
concentración del poder político debido a la expansión
imperial y por el surgimiento de Estados nacionales ampliados.
Por implicación, esto resultó antiglobalizador. Hoy en día,
hay cuatro veces más naciones técnicamente soberanas que hace
cien años. Desde luego, en cierto sentido esta multiplicación
de Estados nacionales ha favorecido la globalización económica
pues muchas de las pequeñas y enanas unidades políticas
dependen totalmente de la economía global porque poseen
recursos indispensables –petróleo, destinos turísticos,
territorios base para la evasión fiscal, empresas
transnacionales. Así pues, algunos países se han beneficiado
desproporcionadamente con la globalización. De los quince
Estados nacionales con el PIB más alto per cápita en el 2004,
doce tienen una población que va de los cien mil a los diez
millones de habitantes. La mayoría sin un poder o peso
significativos. No obstante, aun los Estados pequeños y
aquellas etnias aspirantes a formar el suyo propio, son rocas
que rompen el oleaje de la globalización. Ha habido intentos
ocasionales de contrarrestar la fragmentación política del
mundo, principalmente a través de áreas regionales de libre
comercio como el Mercosur, pero sólo la Unión Europea ha
logrado ir más allá de lo meramente económico, pero aun sin
que se vean indicios claros de avance hacia una federación, ni
siquiera a Estados confederados, como estaba en la mente de
sus fundadores. La UE, pues, permanece como un hecho
irrepetible y producto de la Segunda Guerra Mundial y la
Guerra Fría.
Y abundando: los Estados nacionales son
lugares políticos y la política tiene una considerable fuerza
internacional en una época en que todos los países,
democráticos o no, y aún las teocracias, tienen que tomar en
cuenta el sentir de sus ciudadanos. Esa ha sido una fuerza
suficiente para ponerle un freno a la globalización
neoliberal. El ideal de una sociedad global de libre mercado
supone la irrestricta distribución de recursos y resultados en
base a criterios de mercado. Por razones políticas, los
gobiernos no pueden correr el riesgo de dejar en manos del
mercado la distribución del producto nacional. Otra, la
globalización requiere de un solo lenguaje –una versión
globalizada del inglés pero, como lo demuestra la historia
reciente en Europa y el sur de Asia, los países pagan las
consecuencias si fallan al tomar en cuenta los idiomas dentro
de sus territorios. Un mundo neoliberal requiere moverse
libremente en la transacción de todos los factores de la
producción. Sólo que no existe el libre movimiento
internacional de la mano de obra, a pesar del hecho de
encontrarse una enorme brecha entre los niveles de salarios de
los países pobres y los ricos; millones de pobres en el mundo
quieren migrar a las economías desarrolladas. ¿Y por qué no
hay libertad migratoria? Porque no existe gobierno alguno en
las economías desarrolladas que se atreva a pasar por alto la
resistencia masiva de sus ciudadanos hacia la irrestricta
inmigración, tanto en el plano económico como en el cultural.
No defiendo esta situación, sólo señalo su enorme fuerza.
La política, a través de la acción del
Estado, proporciona así el necesario contrapeso a la
globalización económica. Sin embargo, difícilmente hoy
encontramos gobiernos que rechacen las desventajas de la
globalización o que pudieran suspenderla en sus territorios,
si quisieran. Claramente no todos los países son iguales.
Ciertamente, la proliferación de países pequeños y
virtualmente débiles da gran prominencia y peso global a un
puñado de países o uniones fuertes que dominan hoy en día el
mundo: China e India, los Estados Unidos, la Unión Europea,
Rusia, Japón y Brasil, quienes tienen alrededor de la mitad de
la población mundial y casi las tres cuartas partes del PIB.
La globalización económica opera a través de empresas
transnacionales sin poder militar ni político, pero que
funcionan en un marco determinado por sus propios países de
origen, sus políticas, alianzas y rivalidades.
No obstante, los progresos y la voluntad de
globalización continuarán aun si –lo que no es imposible– el
ritmo para lograr el libre intercambio mundial aflojase en las
próximas décadas. Esto me trae a mi tercera proposición: la
creación de una economía mundial como una sola y total unidad
interconectada y sin obstáculos aún está en la infancia. Así,
si tomamos los bienes de exportación como si fuesen el PIB de
los 56 países económicamente significativos del mundo, este
alcanzó su primer punto máximo alrededor de 1913 con cerca del
nueve por ciento de los PIBs conjuntos, pero entre este año y
1990, sólo hubo un crecimiento del 13,5 por ciento; ni
siquiera se duplicó. El Instituto Federal Suizo de Tecnología,
en Zurich, ha establecido un índice de globalización. En este
índice los diez países más económicamente globalizados del
mundo sólo incluyen una economía avanzada, la del Reino Unido
(como el número 10). De las economías mayormente
desarrolladas, Francia clasifica en el puesto 16; los Estados
Unidos en el 39 un poco adelante de Alemania y Noruega; Japón
ocupa el puesto 67; Turquía clasifica en 52; China en 55;
Brasil, 60; Rusia, 76 y la India ocupa el lugar 105. La
clasificación en globalización social se distribuye más
uniformemente entre las economías occidentales. Con excepción
de la mayor parte de América Latina, la globalización social
(si se prefiere cultural) refleja un mayor avance que la
económica.
Esto indica que el mundo continúa abierto a
los choques y tensiones de la globalización. Consideremos que,
mientras los pasados treinta años nos han traído las más
grandes migraciones masivas, sólo el 3 por ciento de la
población mundial vive fuera de su país de origen. ¿Qué tan
lejos nos llevarán los todavía modestos avances de la
globalización? Júzguenlo ustedes.
III
Si hemos de juzgar los cambios en la
riqueza, el poder y la cultura en el equilibrio global,
debemos, por tanto, definir lo que se entiende por equilibrio
mundial, o mejor, por desequilibrio –como prevaleció el
planeta en el período de 1750 a 1970. Con una sola excepción
–la población– hubo un gran predominio de la región del
Atlántico norte, al principio confinada a las partes más
relevantes de Europa pero que en el transcurso del siglo XX se
inclinó hacia las antiguas colonizaciones de emigrantes
europeos a Norteamérica, específicamente los Estados Unidos.
Europa y las regiones colonizadas por emigrantes europeos
nunca fueron más que una minoría de la población global,
digamos el veinte por ciento en 1750, y tal vez el treinta o
35 por ciento hacia 1913. Desde entonces, ha caído hasta
llegar alrededor del quince por ciento.
En cualquier otro sentido, el predominio
del Atlántico norte fue absoluto. Cualesquiera que hubiesen
sido las circunstancias, la economía mundial se transformó
gracias a las tecnologías y al sistema capitalista
occidentales. Pero aquí debe hacerse una distinción entre el
original predominio europeo y la más reciente fase
norteamericana. En el siglo XIX la dinámica global venía del
capitalismo europeo pues los Estados Unidos eran mayormente
una economía independiente: hasta el siglo XX su impacto sobre
América Latina, por ejemplo, era menor comparado con el de
Gran Bretaña. Los territorios del mundo estaban ocupados y
divididos entre los poderes europeos occidentales del
Atlántico Norte y el Imperio ruso. En términos militares la
situación no era del todo desequilibrada, pero ninguna
potencia que no contase con los recursos técnicos y de
organización occidentales podría haberse enfrentado a otra que
sí los tuviese. En lo que se refiere al campo intelectual,
excepto el religioso, las ideas que cambiaron la política y la
cultura en el mundo llegaron de Europa. Modernización
significaba occidentalización. La ciencia y la tecnología,
aunque internacionales, se originaban en Europa y sus filiales
y estaban virtualmente monopolizadas por los países de la
región. Igualmente por lo que hacía a la literatura,
comunicación impresa, libros y periódicos.
En términos de poder económico, la
globalización reforzó la situación original del norte
industrializado y su desarrollo capitalista, el cual también
multiplicó la distancia entre la riqueza per cápita de estos
países con los del resto del mundo, dando a sus habitantes un
elevado nivel de vida, seguridad social y, en general, mejores
oportunidades de vida. En términos de lo que podría llamarse
“capital intelectual”, el monopolio sobre la ciencia y la
tecnología se mantuvo, aunque el centro de gravedad de estos
campos se movió de Europa a los Estados Unidos después de
concluida la Segunda Guerra Mundial. En el campo de las ideas
y hasta la Revolución Iraní de 1979, las ideologías de origen
europeo/norteamericano nacidas de las Revoluciones
Estadounidense, Francesa y Rusa así como las de los Estados
nacionales independientes y aun las del fascismo, fueron ideas
casi universales e inspiraron tanto a los propios gobiernos
como a los que quisieron deponerlos.
Esta fue la situación que empezó
rápidamente a cambiar hacia finales del siglo XX, afectando
desigualmente a diferentes partes del mundo. Las regiones
importantes en el mundo del siglo XXI son hoy muy distintas en
sus estructuras demográficas. En el año 2006 se estimaba que,
en países con poblaciones enormes, los niños menores de quince
años de edad constituían entre el treinta y el cincuenta por
ciento de la población. Para ser más preciso, son cuatro las
regiones de jóvenes actualmente: América Latina y el Caribe,
al norte del Cono Sur; la subsahariana de África; la
importante región musulmana de Oriente Medio y el Norte de
África; y el sur y sudeste asiático. Es preciso distinguir
claramente entre el subcontinente Indio y sudeste asiático.
Dejo fuera los archipiélagos del Pacífico por no ser de gran
importancia cuantitativa. Tres regiones desarrolladas o en
rápido desarrollo representan a la población en proceso de
envejecimiento en el mundo. Europa en el más amplio sentido,
incluyendo Rusia y los otros países ex comunistas (no los
musulmanes de Asia central) y Norteamérica y Australasia,
todas éstas son regiones originalmente colonizadas o pobladas
por blancos europeos. Existen, desde luego, diferencias
significativas entre Norteamérica, la Unión Europea, los
países que integraban la URSS y la Europa del este y el lejano
oriente asiático: China, Corea del Sur, Japón, Hong Kong,
Taiwán y Singapur. Para efectos de este trabajo, no me
interesa ahora discutir los problemas globales de la
transición demográfica que, esperamos, logre estabilizarse en
una población mundial de más de seis mil millones.
Es evidente que la humanidad del siglo XXI
contendrá una proporción mucho menor de blancos europeos o sus
descendientes, una menor proporción de asiáticos del este y
una mucho más alta proporción de latinoamericanos, de
subsaharianos de África, de musulmanes mediorientales y
asiáticos del sur y sureste. Esto tiene una relevancia
inmediata sobre la distribución de la pobreza en el globo, que
claramente se concentra en las regiones de rápido crecimiento
demográfico, a excepción del sureste asiático, donde el
desarrollo económico ha reducido la expansión poblacional; y
desde luego también, los antiguos países soviéticos. De otra
parte, mientras no existan implicaciones inmediatas en la
distribución de la riqueza y el poder económico, esto es
irrelevante. Así, de las unidades políticas más importantes y
que son centros de poder económico, sólo dos –India y Brasil–
están presentes en las regiones de crecimiento demográfico;
cuatro, los Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia y China
están en los regiones de estancamiento o disminución
poblacional. El África subsahariana, el Medio Oriente musulmán
y el sureste asiático están fuera de consideración.
La globalización y el desarrollo económico
han afectado a los países de manera asimétrica. De hecho, hoy
tenemos un “mundo en desarrollo” dividido en tres partes: los
países de desarrollo rápido; los países cuya función principal
es la de abastecer materias primas y combustibles fósiles y
los países con poco interés en la economía globalizada. En el
presente, el este asiático es el más exitoso ejemplo de los
primeros, los de rápido desarrollo; los países del antiguo
bloque soviético y la mayoría de los musulmanes de Medio
Oriente pertenecen a la segunda categoría y la mayoría de los
subsaharianos de África, a la tercera.
El cambio más importante que se da a partir
de 1970 es la transferencia del centro de gravedad de la
economía mundial, de Norteamérica y la Unión Europea hacia el
Oriente extendiéndose por el sur y sureste asiáticos. A menudo
se olvida que el ascenso hacia la prominencia global de la
economía japonesa también ocurrió a finales del siglo XX, así
pues, al término de 1968 la producción industrial de Japón
alcanzaba no más de cuatro por ciento de la mundial total, por
debajo de la del Reino Unido. Desde luego, es verdad que el
equilibrio del poder mundial de los negocios continúa, en gran
medida, en manos de los viejos países industriales. Sin
embargo, la tendencia es clara por el destacado y sorprendente
papel de los asiáticos.
Qué tan lejos llegarán los cambios en el
equilibrio del poder económico no está claro todavía.
Norteamérica y la Unión Europea, los más importantes
contribuyentes al PIB mundial, perderán terreno –Estados
Unidos tal vez más que la ue. Por su parte, los países del Mar
de China avanzarán, pero todavía les falta mucho. A la India,
todavía no se le puede juzgar, pero hay que considerarla como
claro y futuro jugador importante. A América Latina, con su
cercanía al ocho por ciento del PIB mundial, no se le ven
trazas de algo importante; los resultados de décadas pasadas
han sido más bien decepcionantes y sus prospecciones
dependerán del progreso que obtengan los países del Mercosur y
México mientras no sean absorbidos aún más por la economía
estadounidense. El mundo musulmán del Oriente Medio, con todo
y los ingresos por el petróleo y gas, contribuye poco a los
cambios y –a excepción de Turquía e Irán– sus prospecciones
dependen mucho de la venta de energéticos. Por su parte, los
sucesores de los países comunistas, que ahora contribuyen con
alrededor del cinco por ciento del PIB posiblemente mejoren
algo sus resultados cuando se recuperen de los infaustos
sucesos de los noventa. Además de las materias primas y el
petróleo, el poder económico de la Rusia desindustrializada
tiene hoy un poco más en don- de apoyarse que en los tiempos
de la era soviética con todo y la poderosa industria de
armamentos y la gente con elevada educación. Por otro lado, a
la cada día más empobrecida África subsahariana se le ven
escasas esperanzas de poder lograr desempeñar un mejor papel.
De todas las regiones, sólo una, América
del Norte, se encuentra bajo el predominio de una sola
economía nacional: los Estados Unidos. Cuando las reliquias de
la Guerra Fría incluyendo a Rusia asumieron que el camino se
despejaba, el futuro lógico lo encontraron en combinarse con
Europa. En el este y sudeste asiáticos, China puede aspirar a
la hegemonía económica que por breve tiempo disfrutó Japón,
pero Japón permanecerá como un jugador principal, sin tampoco
olvidarnos de la India. Este nuevo y dinámico centro global,
por consiguiente, será el campo en la interacción de estos
tres gigantes. Ni la región musulmana del Medio Oriente, ni
África, potencialmente poseen fuerza hegemónica en los campos
económico y político; pero en América del Sur el solo tamaño y
potencial de la economía brasileña le asigna a ésta un papel
central, todavía más si la economía mexicana se permite seguir
atada al sistema de los Estados Unidos.
Esto no significa que estas economías
hegemónicas nacionales o regionales estén en conflicto con la
ya en buena parte interdependiente economía global, que les
otorga a todos beneficios reales o potenciales. Y sí significa
que la globalización no puede –como el neoliberalismo lo
supone– ser como el fluir suave de un líquido. Existen tres
agregados principales, políticos y sociales, en el líquido.
Primero, el siglo XXI tiene poco que ofrecer al rico mundo del
norte, excepto la erosión, tal vez la pérdida, de su vieja
hegemonía que fue también la base de su poder y del
extraordinariamente elevado estándar de vida en su gente.
Inevitablemente este mundo del norte se resistirá a los
cambios, aunque sólo los Estados Unidos –con sus aspiraciones
de supremacía de mano fuerte– pueden verse tentados a
complementar su resistencia con medios militares. Segundo, la
ausencia de autoridades globales efectivas y de un sistema de
poder internacional, han creado una situación de gran
inestabilidad política y social, turbulencias y gobiernos
impotentes en muchas partes del mundo, efectos que durarán
todavía algún tiempo. Tercero, las tensiones y desigualdades
originadas por una globalización incontrolada, están generando
una significativa resistencia popular que limita el campo de
acción de los gobiernos neoliberales y de regímenes
democráticos. Desde luego, se generarán movimientos de
disidencia y rebelión populares.
Nos encontramos en el presente ante una
fase de transición, de una economía mundial dominada por el
Norte a una de nuevo esquema, probablemente de orientación
asiática. Hasta que estas nuevas pautas queden establecidas,
es probable que pasemos por algunas décadas de violencia,
turbulencias económicas, sociales y políticas, como ha
ocurrido en el pasado en similares periodos de transición. No
es imposible que esto nos lleve a guerras entre países, sin
embargo serán menos probables que en el siglo pasado. Quizá
podamos esperar una relativa estabilidad global en algunas
décadas, como las posteriores a 1945. Ciertamente la humanidad
no se acercará a la solución de la crisis medioambiental del
mundo, crisis que la propia actividad humana continuará
fortaleciendo. ¿Cuál es la participación de Latinoamérica en
esta prospección global? Ésta es una cuestión que ustedes como
expertos pueden encarar mucho mejor que yo, que no lo soy.
~Letras libres,
Eric Hobsbawn
|