La vida está en otra parte
PERO NO DEBE ESTAR EN EL RIACHUELO!!

 05 de Agosto de 2008

La Corte ordenó limpiar el Riachuelo ya mismo. Pero, ¿cómo es crecer junto al río maldito? Cámara en mano, siete chicos de Villa Fiorito lo muestran.

Este lugar debería llamarse "la ribera de los perros muertos". Junto al agua oscura que baja pesada y aceitosa, hay perros en todos los estados de descomposición. A uno le queda sólo un resto de mandíbula, a otro los gusanos aún le perdonaron el costillar. Damián, un pibe de Villa Fiorito, se concentra en un perro que debe haber expirado hace poco porque está intacto: el pelaje, que seguramente pasó sus días huérfano de caricias, todavía conserva un color beige. El chico le saca fotos desde uno y otro ángulo, como si tratara de recapitular una historia trunca. Una más de las historias truncas del Riachuelo. Es poderosa la sensación que se siente al caminar por la vera del zanjón –como le dicen aquí a este río no-río–, no sólo por ese olor lacerante que causa todo tipo de reacciones físicas, sino también por las situaciones que el paisaje evoca y provoca. Damián ahora le saca una foto a una casilla de latón, construida sobre la barranca sucia. El nació y pasó parte de su primera infancia en un habitáculo parecido y no puede olvidarse de los días de lluvia, esos en los que su casa se inundaba y se llenaba de todo: hasta de heces humanas.

Esto le dejó marcas indelebles. Está por cumplir 16, pero su cuerpo de niño no consiguió mutar en el de un adolescente. Sus pestañas largas acentúan los rasgos indebidamente infantiles de su rostro; su aspecto aniñado esconde, sin embargo, dolor. Los chicos de Fiorito van a cazar pajaritos al zanjón, y allí se topan con cosas espantosas. Gabi, un pibe de 16, recuerda cuando vio un feto flotando a la deriva, y cómo luego "fue devorado por los perros". Esta mañana, Macha (17), Mica (11) y Damián corren cada uno con una camarita de fotos por la ribera, apoyando de tanto en tanto sus manos en el barro resbaloso y contaminado, para no caerse. Viva les proporcionó esas cámaras para que pudieran contar su barrio en primera persona. Cada clic fue, por un lado, una aventura, un juego, pero también un acto explícito de denuncia. El Riachuelo no es sólo un curso de agua hedionda; es sobre todo lo que sucede en sus castigados márgenes, como éste, el de Fiorito.

Aquí hubo una quema. Hacia fines de los '80, principios de los '90, gente en desesperante estado de pobreza empezó a llegar en masa y crecieron a borbotones un montón de barrios nuevos sobre un lecho de basura enorme e indescifrable. Los chicos más grandes se acuerdan todavía de algunas de las cosas que se encontraban entonces: bolsas de hospitales con jeringas, tubitos con suero o sangre, y –por supuesto– perros muertos. Pero a pesar de que esa basura quedó enterrada (enterrada así nomás, sin un adecuado saneamiento que hubiera transformado el sitio  en un lugar apto para un asentamiento humano), los nuevos barrios jamás perdieron su condición de cementerio: aquí descansan sin paz desechos de los vecinos, pero sobre todo desperdicios ajenos. No hay sólo porquerías, como pañales sucios o tubos vacíos de dentífrico; abundan los productos que alguna vez fueron codiciados y hasta símbolo de estatus social. Entre miles de cosas imaginables hay restos de computadoras, un viejo disco de acetato de la ópera Pedro y el lobo (¡pobre Prokofiev!), una bolsa de The Gap, famosa cadena de ropa de los EE.UU., que tardará unos cuatrocientos años en degradarse si nadie la levanta antes.

¿De dónde se habrá extraído el petróleo para producir todo este plástico que ahora es basura? ¿En dónde se habrán transformado industrialmente todos estos objetos que hoy están muertos? ¿Por qué tienen que morir acá, en la ignominia? En ese sentido, Fiorito no sólo es un basurero argentino; es también un basurero del mundo. Fiorito es global. Entre tanta mugre, la primera impresión del barrio es apabullante, difícil de deconstruir. El paisaje está dominado por una gran curtiembre, que arroja escupidas verdes a un arroyo llamado Unamuno, que desagua en el Riachuelo. Sobre su lecho hay tanta basura que el agua parece estar circulando de contrabando. Al fondo, la torre del Parque de la Ciudad crea la falsa ilusión de que este lado, el de Fiorito, no tiene nada que ver con el otro, el de la Ciudad de Buenos Aires. Y, entre tanta mugre, la infancia. Chicos como María, de diecisiete años, y sus dos hermanos, de seis y uno. Los pies descalzos, las manos sucias. ¿Cómo podemos formar ciudadanos en medio de esta situación de violencia ambiental? ¿Qué imagen del país y de sí mismos tienen estos niños cuyo crecimiento, desarrollo físico, psíquico y social está signado por esta inmundicia?

En vez de consultar a expertos, decidimos preguntárselo a ellos. Para eso, convocamos a un grupo de chicos de Fiorito: además de Damián, Macha, Gabriel y Mica, participaron Yanina (15), Sasha (8) y Franco (10). A los siete los convertimos en reporteros gráficos, lección de por medio. Además, les facilitamos lápices de colores y papel, para que si así lo preferían, se expresaran con dibujos. Y se sintieron felices. Por un rato.

 EL HEDOR, EL HORROR

Por el horario escolar, hubo que dividir al grupo en dos. Y, curiosamente, los dos empezaron su narración fotográfica en el mismo lugar: el Unamuno. Con los restos de un fondo que alguna vez le prestó el BID a María Julia Alsogaray para limpiar el Riachuelo en mil días, este arroyo está siendo entubado. Los trabajos se iniciaron hace ya cuatro años, lapso en el que se fueron acumulando montañas de tierra nevadas de basura. Junto al agua, en una sillita, está sentado un bebé; tiene la cabecita totalmente cubierta por una extraña sustancia amarillo verdosa. A su lado pasan Mica, Damián y Macha, que enseguida se animan a ir un poquito más allá, hasta el paredón. Este es el límite de la curtiembre y el lugar más peligroso de este rincón de Fiorito. Hasta los hombres más curtidos del barrio se ponen nerviosos si andan por allí. "Cuando se empiezan a juntar los pibitos en bici, hay que rajar", nos habían avisado. Y, sin embargo, nuestros pequeños periodistas caminan sin miedo. La fábrica está omnipresente en la mirada de estos niños –tal vez más que el Riachuelo–, no sólo por el paisaje físico que impone, sino por sus emanaciones. Los olores son penetrantes y causan reacciones físicas que cambian según el día, la temperatura, la humedad. A veces, el tufo se queda atrapado en el estómago como un parásito. Otras, se instala en la garganta como un fierro que raspa. Duele la cabeza, dan ganas de vomitar; uno no se lo puede sacar de encima por horas. Queda en las vías respiratorias, en el pelo, en la ropa, en la piel, como un ocupante indecente. "Lo que más me molesta son los transas –los traficantes de paco– y la fábrica. Los dos arruinan a los pibes", dice Macha. Aunque lo padecen, ninguno de estos niños logra conectar su paisaje ambiental al consumo de otra gente. Gente que no sólo puede estar del otro lado del Riachuelo, o del país, sino en cualquier otro punto del planeta. Yanina, una chica de delicada elegancia que sueña con ser abogada, se indigna cuando se le cuenta que el cuero que sale curtido de Fiorito va a dar a la China, y n cualquier cosa. Guarda un largo silencio, su gesto cambia de la sorpresa al fastidio. Luego explota: "¡Qué injusto! ¿Por qué vienen a perjudicarnos a nosotros, a contaminar el Riachuelo, a la gente que vive aquí? ¿Por qué no se van allá?". Yanina coloca una mano en el pecho de Sasha, su hermana, que parece agitado. Ella tiene asma, como tantos chicos de Fiorito, producto de la contaminación ambiental. La nena, de ocho años y sonrisa de dientes de estreno, es explícita en sus dibujos cuando habla del barrio. Lo primero que pinta es el zanjón, en cuya ribera coloca a varios personajes: uno de ellos es un gato, "que es buenito, pero lo echan a patadas de todos lados.

Tiene rabia y una enfermedad que nunca se cura". Que Sasha hable de enfermedades es parte del contexto social que la rodea. Todos padecen de algo. En el grupo de nuestros periodistas el más enfermo es Damián. Hasta hace poco escupía sangre, pero no puede decir por qué. El cartonea, pero nunca dejó de trabajar, aun cuando le bajaba la presión, le dolía la cabeza, vomitaba o tenía fiebre. "Te clavás una jeringa y seguís laburando", dice. El no conoce otro paisaje que el de la pobreza del Conurbano bonaerense, pero se niega a pensar que vive en un país feo. O en un país que lo haya defraudado. No tiene escolaridad ni salud. Ni vivienda digna. "Pero es hermosa la Argentina", dice con orgullo. Sin embargo, en el relato de Damián es difícil encontrar futuro. "Yo seré lo que el destino quiera que sea", cuenta si se le pregunta qué quiere ser de grande. Como si le hubieran matado los sueños. En cambio, Gabriel sí tiene proyectos: está entrenando en Témperley para ser jugador profesional de fútbol. Aun así le cuesta verse en perspectiva. "Voy a terminar de estudiar si sigo con vida", sostiene. Es un chico de mirada buena, gestos sutiles, pero cuando empieza a hablar de Fiorito enseguida se le notan las heridas. No en la piel, sino en la historia. La historia propia. En su relato suenan los balazos de las bandas del barrio, la epopeya de un tío al que ve como un héroe y que murió a los tiros. El no es el único que se tutea con la muerte. Mica, una nena que pide afecto casi a los gritos, afirma que encontraron a su papá ahorcado en una pieza de su casilla. Cuando se siente triste, va al zanjón a pensar en él. Entonces, la invade el hedor.

"ARGENTINA ES LO MEJOR QUE HAY"

Los ruidos del autódromo llegan con toda la potencia de los motores de carrera. Los trae el viento desde lejos, de más allá del Puente La Noria. Se mezclan con los relinchos de los caballos cansados de los cartoneros, la cumbia que explota desde los parlantes, los ladridos. Casi no hay tráfico de vehículos. Fiorito podría confundirse con una vieja aldea, excepto que la sobreabundancia de basura le da al sitio un inconfundible toque de modernidad decadente. A los chicos no sólo les pedimos que sacaran fotofeo, sino que rescataran lo que les gusta. "Lo lindo es la amistad, porque el barrio...", se evade Gabi. "Yo lo que quiero que vean es cómo se siente vivir encima de la mugre. Es re feo. Si a la gente le explicás no te entiende. Sólo tira basura. A ver si ahora recapacita." En la fantasía de estos chicos, el Riachuelo es un cementerio gigante. Están convencidos de que si alguien mete una pierna, las aguas enseguida le chuparán la otra con una fuerza maléfica y lo harán desaparecer. Dicen que el día que lo limpien –tal como la Corte Suprema se lo exigió hace días a la Nación, a la Ciudad y a la Provincia– "no van a parar de aparecer cuerpos". Desde Fiorito, Yanina sueña con "el otro lado", para ella un lugar limpio e idealizado. La torre del Parque de la Ciudad luce desde aquí como un símbolo de progreso lejano y ajeno, aunque se trate en realidad de un proyecto fallido como tantos otros. "El otro lado está hermoso, el pastito tan cortito. Mirás acá, es sólo humo y mugre. Somos dos mundos tan distintos."

Y... sí. El humo y la mugre son la constante del paisaje. En uno de los pocos días fríos de este invierno lábil, chiquitos de jardín trataban de reconfortarse al calor de un montón de desperdicios ardientes. Las emanaciones tóxicas de la basura en llamas perfumaban la mañana. Gabi está convencido de que si el Riachuelo estuviera limpio, los turistas vendrían a visitar Fiorito. "Argentina es lo mejor que hay", sostiene convencido, aunque luego, cuando cuenta lo que lo rodea, esa afirmación se va diluyendo de forma inevitable en la desilusión. Al menos, él imagina que puede ser campeón, tal vez mecánico. Damián ya ni siquiera se anima a desear nada. ¿Qué es lo que más quiere tener? "Buena salud", responde rápido. El deseo de un viejo. Un chico que va a cumplir dieciséis debería soñar con un poco más. Mucho más. Grupopamapanatural.org.ar