30 de Septiembre de 2008
Pocas semanas más deliciosas pueden
vivirse en Nueva York que éstas que se despliegan ahora mismo,
tras los infiernos estivales y antes de la gélida e inexorable
miseria invernal.
La ciudad de subsuelo rocoso florece con renovada vitalidad y
su energía proverbial deslumbra siempre con mayor fuerza, aun
cuando el otoño inicia la ineluctable deriva hacia el frío fin
de año. Tras los calores, los permisos y las travesuras del
verano húmedo y sofocante, la Gran Manzana fascina y deleita
con su colosal oferta de posibilidades.
Compras, ventas, subastas, estrenos, relanzamientos,
presentaciones y nuevas oportunidades se apiñan de manera
alucinante. No ya los turistas, que se atosigan con las
torpezas de su inexperiencia y su avidez, sino hasta quienes
hemos sido o son neoyorquinos, saben que se precisa una muy
refinada percepción de las maravillas que ofrece Manhattan
para poder seleccionar de a una por vez, antes de enloquecer
de frustración.
¿Habrá que aprovechar esa muestra excepcional en el museo
Metropolitan, o será mejor acercarse hasta el despampanante
MoMA para pasear por esa extravagante “intervención” fuera de
serie? ¿Acudiremos al Lincoln Center para maravillarnos de la
ópera fenomenal que estrena una puesta en escena sin
antecedentes, o será menester peregrinar hasta el Carnegie
Hall por ese concierto memorable? ¿Bajaremos hasta las
galerías del barrio de Chelsea para revisar lo más nuevo en
artes visuales, o no nos perderemos ese apetitoso sale
imposible de evitar lanzado por Bloomingdale’s? ¿Dejaremos de
escuchar ese jazz exquisito que sólo se encuentra en el
Village Vanguard, o probaremos cervezas exóticas en los
sensuales bares de solteros de la Second Avenue?
Nada más humano que morirse de placer en Nueva York, de
modo que ¿a quién puede molestarle en serio que la Presidenta
adore la ciudad, sobre todo habiéndola conocido tan tarde en
su vida, y le dedique tiempos que a nadie más la consagra? Es
que cuando hace campaña anunciando obras en las ciudades del
interior argentino, ella suele ir y venir en el día, a menudo,
incluso, gastando más tiempo en sus costosos vuelos que lo que
les dedica a sus connacionales de extramuros.
Es cierto que tiene razón la Presidenta en venerar a Nueva
York, incluso en estos tiempos de borrascas financieras que
ella parecería confundir con el fin del capitalismo. Manhattan
en especial, que es uno de los cinco condados de Nueva York
(no los imagino a los Kirchner aventurándose por Brooklyn o el
Bronx), es un sitio de energía turbo propulsada y la
decadencia del capitalismo no consigue borronear la
fascinación que suscita la ciudad, tan rebosante de fuerza y
emprendimientos que hasta los emisarios de la reactivación
argentina sienten venir de la siesta al tocar el aeropuerto
Kennedy.
Pero que a los Kirchner en general y a Cristina en particular
Nueva York les ofrezca esa sensación de vitalidad y optimismo
que viene suscitando generación tras generación, no justifica
ni da plausibilidad a esas estadías dilatadas en estos morosos
septiembres manhattanianos, que se hicieron hábito desde 2003.
El punto es claro y rotundo: la Presidenta se queda todos
los años en Nueva York mucho más de lo necesario, abocada a
tareas que en modo alguno justifican tan dilatada permanencia.
Sus rutinarias presentaciones de estos años en el Council of
the Americas han sido obscenamente sobrevaloradas por esa
combinación letal entre el analfabetismo nativo y las
expectativas artificialmente recargadas de quienes peroran
alegando que la Presidenta (como antes su marido) tienen el
“deber” de presentarse ante ese foro.
En verdad, el Council es un lobby empresario habitualmente
concurrido por gerentes de segunda y tercera línea. No es un
cónclave de auténticos moguls o tycoons: no se presentan allí
los dueños verdaderos de las corporaciones y ni siquiera la
mayoría de sus CEO. El casi nonagenario mentor del Council,
David Rockefeller, se ha fotografiado con todos, desde Jorge
Videla hasta Cristina Kirchner.
Sin embargo, la Argentina oficial ha convertido a estos ágapes
esencialmente irrelevantes en ágoras decisivas, una mentira
provinciana que produce pudoroso bochorno.
En general, las “agendas” que le arman a la Presidenta en
Nueva York son en gran medida artificiales, un verdadero
adefesio de los asuntos de Estado, incluyendo mostrarse con
Shakira, un gesto comprensible si la colombiana la visitara en
Olivos, pero absurdo en Nueva York. No se entiende por qué no
se hace cargo de esos menesteres el silencioso canciller,
Jorge Taiana.
Y aun cuando el aislamiento de los personajes y temas
centrales del planeta define en gran medida el perfil de la
Argentina desde fines de 2001, esto que se arma en Nueva York
es apenas un simulacro de presencia internacional.
En todo caso, lo llamativo e hiriente es que la Presidenta
duerma nada menos que seis noches en el hotel Four Seasons,
cuando su único verdadero compromiso era un mero discurso en
la Asamblea General de las Naciones Unidas, integrada por 192
países y cuyos enviados hablan a lo largo de toda una semana.
Sus palabras en la ONU se llevaron veinte minutos en el
atril, pero ella se quedó en la ciudad de domingo a sábado,
una enormidad si se considera que viene de un país que está en
el horno.
En cambio, Lula, presidente de la nación más importante de
América latina, y cuya tasa de popularidad, a casi seis años
de estar en el cargo, orilla el 80%, llegó al aeropuerto
Kennedy bien entrada la noche del domingo, casi la madrugada
del lunes. Regresó a Brasil el miércoles por la tarde a su
país, la mitad del recreo que se tomó su colega argentina.
Cortito y al pie, un tipo serio.
Hasta Héctor Timerman tuvo que admitirlo: le confesó el
miércoles al enviado de un matutino porteño que “a este viaje
le sobra un día. O dos”.
¿No debería relajarse un poco el taciturno embajador argentino
en los Estados Unidos y admitir que Nueva York merece, por lo
menos, una semana larga de disfrute presidencial por año, bajo
el cobijo de un suntuoso albergue.
Reproducción textual de la columna de Pepe Eliaschev en el
diario Perfil |