“En 1910,
la Argentina tenía el 50% del PBI de la región y el 7% del
comercio mundial.
En 1928,
era la sexta potencia económica mundial y tenía el tercer
ingreso per cápita más alto del mundo, casi igual del de
Inglaterra y apenas un 20% menos que los Estados Unidos.
En 1940,
tenía más coches que Francia y más teléfonos que Japón e
Italia.
¿Qué le
ha pasado a la Argentina?”
El
economista británico de origen australiano Colin Clark
publicó, en 1931, un libro sobre las perspectivas de
crecimiento económico de las naciones. Basándose en las
estadísticas existentes desde 1880 a 1930, proyectó los
resultados concluyendo que, de mantenerse idénticas tasas
de crecimiento, la Argentina llegaría a tener en 1960 el
ingreso per cápita más alto del mundo. Clark fue sólo uno
de los tantos economistas internacionales que predijeron
para nuestro país el mejor de los futuros.
El
fracaso de esta utopía se estudia en diversas
universidades del mundo como el malogro institucional más
grande de la historia moderna.
En mi
anterior nota “Empresarios ricos, empresas pobres”, me
referí a la responsabilidad que le cupo al empresariado en
esta gran frustración argentina. Hoy me referiré a otro de
los grandes responsables de la involución del país: el
sindicalismo peronista.
Cuando
Perón asumió, el sindicalismo se encontraba en manos de
los comunistas, según escribió en su libro “Conducción
Política” (Edición 1974): “(…) cuando pronuncié los
primeros discursos en la Secretaría de Trabajo y
Previsión, (…) yo les hablaba un poco en comunismo. ¿Por
qué? Porque si les hubiera hablado en otro idioma en el
primer discurso me hubieran tirado el primer naranjazo…
Porque ellos eran hombres que llegaban con cuarenta años
de marxismo y con dirigentes comunistas. (…) Ellos querían
ir a un punto que creían, con la prédica de tantos años,
era el conveniente. Eran, mas bien, de una orientación de
fondo marxista y, como tal, propugnaban un tipo de
revolución distinto del nuestro. Se inclinaban más hacia
la lucha de clases (…) Yo no compartía esas ideas. (…)
repito, la gente que iba conmigo no quería ir hacia donde
iba yo; ellos querían ir adonde estaban acostumbrados a
pensar que debían ir. Yo no les dije que tenían que ir
adonde yo iba; yo me puse delante de ellos e inicié la
marcha en la dirección hacia donde ellos querían ir;
durante el viaje, fui dando la vuelta, y los llevé adonde
yo quería…”.
¿Cómo
consiguió esa adhesión? A través de la instauración de una
nueva legislación laboral copiada del contrato de trabajo
del gobierno de Mussolini. En ella se otorgaba la
personería jurídica a un solo sindicato por rama laboral y
se establecía una sola central de trabajadores. Como la
personería era determinada por el gobierno, había que
adherir a las ideas peronistas para obtenerla.
Con la
personería, el sindicato accedía al poder económico
gracias al pago compulsivo de la cuota sindical (las
retenciones salariales), a la negociación de convenciones
colectivas de trabajo, la exención de impuestos, el
monopolio de la representación gremial, la reelección de
sus dirigentes sin límites de tiempo y, fundamentalmente,
el manejo de las obras sociales, punto clave del poder y
la corrupción sindical.
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La
permanencia en el tiempo de este tipo de organización
modeló al movimiento obrero argentino de manera contraria
a la productividad y la competitividad que el país
necesitaba para poder moverse en la dinámica capitalista
que el mundo occidental propuso a lo largo de las
siguientes décadas. Esta situación resquebrajó
profundamente al mercado de bienes nacionales pues
obstaculizó a las empresas en sus posibilidades de
competir con los productos del exterior, y, además,
condicionó al fuero laboral, cuyo accionar no buscó la
igualdad de los derechos de todos ante la ley sino que
intentó equilibrar las ventajas del más fuerte (la
patronal) con relación al más débil (el empleado), por lo
que la mayoría de los juzgados comenzó a fallar, en gran
medida, a favor de este último sin que importaran
demasiado si las pruebas procesales demostraban lo
contrario.
En la
nota “El Otro Yo de Cristina” escribí: “Mientras los
cuadros políticos del justicialismo discursean sobre el
respeto a la democracia y la república, los sindicalistas
demuestran a través de sus comportamientos, sin rubor ni
arrepentimiento, el verdadero sentir peronista. Los
dirigentes gremiales se eternizan en el poder; se
convierten en millonarios algunos y nuevos ricos muchos;
las minorías no tienen acceso a los mandos; son bastantes
sumisos cuando el gobierno está en manos de un peronista
pero le hacen la vida imposible a los gobiernos
democráticos de signo diferente. Cuando no logran sus
objetivos utilizando las modalidades de protesta gremiales
amparadas por la Constitución, no tienen reparo alguno en
ejecutar la violencia física y extorsiva para obtenerlos.
Es en
ellos donde se visualiza casi a la perfección la génesis
fascista del movimiento. Son muchos años de cultura
peronista y han introducido en sus cuadros políticos y
sindicales una manera muy especial de ver el país.
Gobernar bien es concentrar el poder. Progresar
adecuadamente depende de la buena voluntad del gobernante
y no del cumplimiento del juego democrático, republicano y
federal. Y, por supuesto, el denominado pueblo trabajador
debe ser peronista o se perderá todo el poder.”
Extraído del
diario El País, Madrid, España.