02 de Febrero de 2009
País curioso, la
Argentina. El director técnico de la selección argentina de
fútbol acaba de dar su apoyo entusiasta a la reelección del
presidente de Venezuela. No importa si el coronel Chávez
representa a una de las peores especies de gobernantes
latinoamericanos y si su política exterior se encuentra en
exceso teñida por los vínculos con el régimen teocrático de
Irán, en deuda con la justicia argentina.
La
directora del Instituto Nacional contra la Discriminación (Inadi)
ha dicho, muy suelta de cuerpo, que Israel violó leyes
internacionales en su lucha contra los terroristas de Hamas.
No importa si el Gobierno había sido cuidadoso en sus
declaraciones sobre la vieja tragedia del Cercano Oriente,
reabierta en las últimas semanas por un nuevo ciclo de
violencia, si un funcionario de segundo nivel se encuentra
habilitado para decir lo que se le ocurra y cuando quiera
sobre asuntos que comprometen las relaciones internacionales
del país y seguir, como si nada, en funciones.
Es
inevitable tomar nota del sedimento que queda de una
exclamación del ex presidente Kirchner. Fue dirigida horas
atrás al intendente de Florencio Varela y, según la crónica
de este diario, el destinatario la recibió con no poco
escepticismo: "Con la obra pública vamos a cambiar el humor
de la gente".
Como para
sacar de dudas al funcionario municipal, Kirchner procuró
disipar de cuajo su perplejidad, aunque acentuando la del
resto del país: "No te hagas problemas. Este programa lo
monitoreo yo".
Esas
palabras pueden, tal vez, infundir confianza a los
beneficiarios directos de un plan de inversiones públicas
directamente relacionadas con las elecciones de octubre
próximo. En nada calman, si no por el contrario, la
preocupación de quienes se resisten a aceptar en silencio
las graves desviaciones que se están infiriendo al sistema
democrático y republicano de la Constitución.
Miles de
millones de pesos que se van distribuyendo con celeridad en
obras públicas y en viviendas, sin planes debidamente
estudiados y debatidos en público. No importa, todo se hace
con el cálculo preciso de que los resultados resulten
visibles antes de los comicios de octubre. La política
fiscal está, pues, al servicio de un gobierno y no del
Estado y de los intereses permanentes de la sociedad.
Nadie en
el oficialismo se toma la molestia de disimular que aquella
política procura obtener las mayores ventajas posibles, en
particular en el Gran Buenos Aires, a fin de compensar las
pérdidas que se descuentan para los candidatos afines al
kirchnerismo en otros ámbitos del país. Se apela en esa
dirección a cualquier recurso, incluso con el abandono a su
suerte de los municipios que se encuentran en manos de
ciudadanos dispuestos a plantarse con dignidad frente al
poder central y al poder provincial.
Lo que el
Gobierno puede ganar por un lado va a perderlo por otros.
Franjas cada vez más amplias de la opinión pública han
adquirido conciencia del significado de una política social
y económica errabunda. Es, por añadidura, una política
insensible a la angustiosa dimensión de inseguridad en la
que se debaten los ciudadanos. Nada se diga, por lo demás,
de ensañamientos como los que se prodigan contra el campo.
La
política patrimonialista del populismo ha sido condenada por
pensadores ilustres del siglo XX. En El ogro filantrópico,
Octavio Paz ha dicho que el patrimonialismo es la vida
privada incrustada en la vida pública de los países, porque
no lleva sino a una confusión perversa de intereses que a la
larga termina mal para todos. Y ha observado, también, que
la tragedia de la izquierda, cuya razón de ser era la
altivez del espíritu crítico que la había llevado a nacer,
es terminar en un populismo en el que olvida su vocación
original y vende su herencia por el plato de lentejas de un
sistema cerrado, la ideología.
Es
tal la confusión suscitada por la política reinante que es
difícil discernir en la Argentina qué resulta más gravoso
para la conveniencia ciudadana: si el privilegio dispensado
al mezquino interés de quienes ejercen el poder o el
predominio de los arrestos ideológicos de una concepción
anacrónica y fracasada de una política como la que está a la
vista. Reproducción
textual del editorial del diario La Nación del 31.01.2009