Alfonsín=DEMOCRACIA
LOS “K”=AUTORITARISMO
DISTINTAS FORMAS DE GOBERNAR

06 de Abril de 2009 

No les gustó. A los Kirchner no les gusta nada cuando todo se torna visible y espontáneo. Sin embargo, velatorio y sepelio de Raúl Alfonsín constituyeron un fenómeno social que la política no debería despreciar. ¿Qué político está ahora en condiciones de reunir a semejantes multitudes a cambio de nada, ni siquiera de un discurso?

Incapaz de corregir antiguas posiciones, el Gobierno se niega a revisar certezas que pertenecen a un tiempo agotado. Y lo cierto es que el matrimonio presidencial miró siempre a Alfonsín con cierta distancia, porque lo consideraba parte del sistema o de la corporación política que los Kirchner detestan. Vastos sectores sociales percibieron a grandes trazos, es evidente, esa discordia entre lo que se fue y lo que está. Y tomaron partido. 

Alfonsín no fue un tibio y, por el contrario, tuvo convicciones firmes, aun cuando se equivocaba. Más allá de esos arrebatos, su mayor virtud consistió en saber determinar el momento en que el combate debía cesar para permitir la oportunidad del acuerdo. La confrontación permanente, sostenía, abre heridas permanentes. Y ése es, en última instancia, el principio fundamental que lo alejaba de los que gobiernan ahora. Néstor Kirchner cree, por su propia formación, que esas ideas corresponden a una corporación ajena a las necesidades populares. 

Acuerdo o confrontación son también las consecuencias flotantes de otra disidencia más profunda: movimientismo, a cargo de un único líder, o sistema de partidos políticos. Alfonsín era, en efecto, una expresión cabal del sistema de partidos; el sistema, según la descripción despectiva de los Kirchner, pero el único que permite la alternancia democrática y el pleno funcionamiento de la República. Kirchner viene de la cultura del movimiento (así concibió Perón al peronismo), que hace reposar la reflexión y la decisión en un líder casi mesiánico. Sectores importantes del peronismo han comprendido que esa concepción murió con Perón, pero ni Kirchner ni el kirchnerismo están entre ellos. 

Kirchner ignoraba a Alfonsín hasta el extremo de haber pedido disculpas a las organizaciones de derechos humanos en nombre de un Estado que "no hizo nada". Carlos Kunkel argumentó entonces la posición de su presidente con frases hirientes para Alfonsín. No hubo un presidente que haya hecho tanto por la revisión del pasado, en condiciones muy frágiles, como el propio Alfonsín. El ex presidente radical le dio una lección a Kirchner. Le reclamó al bloque de senadores radicales que no se dejara influir, en el tratamiento de un importante proyecto del gobierno kirchnerista, por aquellas injusticias en las arbitrarias tribunas de Kirchner. 

Ahí se escondía otra divergencia seria entre Alfonsín y Kirchner. El ex presidente radical murió convencido de que la Argentina se debe un debate sobre el futuro, después de haber hurgado tanto en su pasado. Kirchner, que llegó al pasado y a la política nacional hace apenas seis años, está seguro de que su permanente invocación a las tragedias que sucedieron es una bandera electoral importante del presente. Futuro y pasado encierran también otro desacuerdo: unión o fragmentación de la sociedad. Kirchner cree en la existencia de dos Argentinas y Alfonsín predicaba una sola. 

Alfonsín perteneció a una generación de políticos que no ignoraba la realidad. Ese mérito no era sólo de él, sino de gran parte de los políticos de su época. Otro contraste con Kirchner, que todavía cree, por ejemplo, que ganará ampliamente en la provincia de Buenos Aires, contra los resultados de todas las encuestas. Decidió, además, que presentará listas propias en Santa Fe y en Córdoba, donde sólo puede perder. Agustín Rossi encabezará la propuesta kirchnerista santafecina y Patricia Vaca Narvaja, Alberto Cantero y Francisco Delich liderarán la cordobesa. 

Las decisiones de Kirchner siempre deben subrayarse con un por ahora. Por ahora es así. Pero si terminara siendo así, una gran dosis de irrealidad reinaría en la cima. O existe ese grado considerable de fantasía en el poder o la decisión persigue sólo el propósito de amargarles la vida electoral a Carlos Reutemann y a Juan Schiaretti. La venganza como doctrina y la doctrina como factor de hartazgo social. 

Es cierto que los giros y maniobras de Kirchner lo han colocado en una perfecta ratonera. Es candidato sin serlo, pero en las últimas horas dejaron trascender que tal vez no lo sea. Una renuncia a su virtual candidatura en la provincia de Buenos Aires, a estas alturas, significaría la notificación implícita de una derrota del Gobierno. Sería el fin de la elección antes de la elección, porque le seguiría una masiva fuga de peronistas hacia las listas de Francisco de Narváez y Felipe Solá. 

El Gobierno confiaba el viernes en que un resurgimiento radical en territorio bonaerense, como secuela de la conmoción social por la muerte de Alfonsín, terminaría debilitando a la oposición. Los radicales no le sacarán votos a Kirchner, sino a todo el antikirchnerismo, deducían. Algunas mezquindades radicales acompañaban esas conclusiones. Pobres lecturas de un vasto hecho social. 

Un aspecto que Alfonsín tuvo siempre en cuenta es el valor de la palabra presidencial, tanto para lo bueno como para lo malo. Ni Néstor ni Cristina Kirchner han entendido nunca que las palabras violentas o injustas, puestas en boca de un presidente, son malas por sí solas, pero además corren el riesgo de despertar las peores pasiones en sus propios seguidores. En Doha, la Presidenta equiparó el "colonialismo" que padecen las islas Malvinas con lo que sucede en Palestina. ¿Quién sería, si no Israel, la potencia "colonialista" en Medio Oriente? 

Nada más injusto que esa afirmación. Israel es, con aciertos y con errores, un país que lucha desde hace 60 años por ser reconocido como tal por sus propios enemigos. Su gobierno suscribe la necesidad de que existan dos Estados, el judío y el palestino, pero sus enemigos no aceptan la existencia de Israel. Ese es el centro del problema, que ya ha cobrado demasiadas vidas inocentes en ambos lados. 

Cristina Kirchner no es antisemita, pero su discurso de Doha les abrió otra vez las puertas a sectores antisemitas que se esconden en el kirchnerismo. Hubo palabras explícitas y casi insoportables en ese sentido. El líder de la comunidad judía argentina, Aldo Donzis, expresó su molestia y su preocupación, que no son nuevas desde que están los Kirchner. 

Kirchner decidió asistir al velatorio de Alfonsín cuando fue informado de que una multitud se había echado a la calle para despedir al presidente muerto. La gente común lo empujó hacia donde no quería ir. Esa es la verdad. Dio también mil vueltas para no toparse con Julio Cobos, vicepresidente a cargo de la presidencia de la Nación. Sólo la casualidad los juntó. Prevaleció la tensión entre ellos. Ese desprecio kirchnerista al republicanismo es lo que confrontó también con el republicanismo de Alfonsín. 

El último combate soterrado y profundo de ideas, estilos y convicciones entre Alfonsín y Kirchner no justifica, con todo, que el Gobierno haya sido tan poco generoso con los funerales de Estado. ¿Por qué no habló en el Congreso el propio Kirchner? ¿Por qué el Gobierno, a cargo del Estado, no preparó un instante en el que todos los ex presidentes de la democracia argentina rindieran homenaje al primero de ellos? La mezquindad y el sectarismo se adueñaron también de algunos sectores radicales, reflejos fácilmente perceptibles en la lista de oradores de la Recoleta. 

Más allá de su larga trayectoria pública, y de sus naturales claroscuros, Alfonsín merecía un homenaje amplio y generoso por un solo momento de su vida. Quien no haya vivido en la Argentina en diciembre de 1983 no conoció lo que significó un instante casi único de felicidad colectiva. Reproducción textual de la inolvidable, como dignísima columna del politólogo Joaquín Morales Sola, en el Diario La Nación de la fecha.
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Comparaciones odiosas

La muerte de Raúl Alfonsín ha provocado toda clase de reflexiones. La mayoría de ellas se han referido a sus valores y a su conducta en relación a los valores y conductas que hoy se exhiben. Otras fueron vinculadas a ese tiempo especial que fue el pasaje de la dictadura a la democracia, un puente de plata en el que todo parecía posible. Muy pocas han persistido en las "claudicaciones" del ex presidente, sobre todo frente a la presión militar de entonces: la importancia mundial del juicio a las Juntas militares y las condenas impuestas siempre han sido relativizadas erróneamente por los hechos que siguieron. Es cierto que el juicio histórico siempre es más certero que la impronta de las emociones del presente. Ocurrió con Alfonsín, ahora, y ya ha pasado en la Argentina con otros hombres de la política o de la cultura que son "redescubiertos" y su paso por la vida ha sido resignificada. 

La ausencia de Alfonsín es aún más potente en comparación con el paisaje político actual. Quizá con él se ha ido una época en la que una constelación de dirigentes políticos discutían ideas y proyectos, desde la derecha y desde la izquierda, aunque de esas polémicas no se hayan plasmado fórmulas de Estado que articulen un país, al que todos los días todos quieren "refundar". La pobreza de la discusión actual y las volátiles conductas de adhesión a ideas y programas, hacen que el ejercicio actual del sistema político sea simplemente una escalera para alcanzar algunos de los peldaños del poder. La debilidad del sistema partidario –y de las conductas de sus actores– hace que la actividad política se haya convertido hoy en una patética distribuidora de candidaturas, en la que la especulación y el impacto mediático de las figuras que se coopten es más importante que sus ideas y sus conductas. Ricardo Kirschbaum, Editor General del diario Clarín.
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El último adiós a los grandes líderes 

La multitudinaria despedida brindada a Raúl Alfonsín en su entierro tiene pocos precedentes. Solo Yrigoyen, Perón, Evita e Illia concitaron esa emoción y congoja al momento de su muerte.  

¿Qué puede haber en común entre quienes lloran a Alfonsín y los que lloraron a Yrigoyen, a Evita, a Perón y a Illia? Mucho más de lo que los amantes de la división de los argentinos estarían dispuestos a admitir. La similitud de las imágenes centradas en aquel Salón Azul del Parlamento invita a un recorrido sobre el protagonista indiscutido de estos días de duelo: el pueblo argentino movido por su dolor, por sus ganas de homenajear, ajeno a las correcciones o incorrecciones de la política. Son los que no van para la foto o para la tele, ni para soltar frases trilladas que nadie escucha. Son los que con su presente silencioso les enseñan a sus hijos cómo se agradece el valor de la memoria. 

El primer gran duelo popular del siglo XX fue sin duda el que concitó la muerte de Hipólito Yrigoyen... Al día siguiente una multitudinaria manifestación que cubre decenas y decenas de cuadras lleva a pulso el ataúd que contiene los restos del viejo líder hasta el cementerio de la Recoleta, donde fue depositado en el panteón de los Caídos de la Revolución del 90. Se hacía justicia con el caudillo y aquella multitudinaria despedida tenía un sano sabor a desagravio, de pedido tardío de disculpas por no haber estado allí tres años antes para defenderlo de los "salvadores de la patria" que estaban sumiendo al país en la década infame.

Para mediados de 1952, en todo el país se multiplicaban los altares, las capillitas para rezar por la salud de Evita. Un ambiente de desolación y tristeza comenzaba a invadir los barrios populares mientras manos anónimas pintaban sobre una pared "Viva el cáncer". Eran manos que venían de otros barrios, donde le deseaban larga vida al cáncer y corta vida a su odiada enemiga. Y el cáncer vivió y Evita empezó a morirse aquella fría mañana del 26 de julio de 1952, cuando le dijo a su mucama Hilda Cabrera de Ferrari. "Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar". A las cinco de la tarde entró en coma y a las veinte y veinticinco, Evita se fue de este mundo. A las 21.36, una voz destinada a pasar a la historia, la del locutor oficial Jorge Furnot, le confirmaba al mundo la noticia a través de la cadena nacional: "Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación". El país quedó paralizado. El gobierno decretó duelo nacional por diez días. La CGT dispuso un paro general por 72 horas. Aquel sábado 26 de julio, la ciudad se vistió de negro. Los faroles fueron encrespados y enlutados, las calles quedaron casi desiertas y recién comenzaron a llenarse cuando se decidió el lugar donde se la velaría y hacia allí, hacia la "Secretaría", fueron enfilando las multitudes.  

Las colas para acceder a la capilla ardiente se contaban por kilómetros y estaban pobladas por hombres, mujeres y niños, abuelos y abuelas. Lloraban como sólo se llora ante la muerte de un familiar muy cercano. No había consuelo. Las zonas aledañas al velatorio se fueron inundando de coronas y humildes ramitos y las flores comenzaron a escasear hasta acabarse. No había más flores en la Argentina y hubo que traerlas de Uruguay y de Chile. Frente al ataúd de Evita se sucedían los desmayos, la gente caía entre sollozos y era atendida por las enfermeras de la Fundación y la Cruz Roja. Aquellos miles ignoraban que el cuerpo de Evita no descansaría en paz por muchos años. 

El 1° de julio de 1974 amaneció nublado; no era un día peronista. Los partes médicos alertaban sobre el inminente final para la vida del hombre que había manejado la política argentina a su antojo desde 1945. Para mucha gente era el hombre que transformó la Argentina de país agrario en industrial, de sociedad injusta en paraíso de la justicia social. Para otros menos pero no pocos, era un dictador autoritario y demagogo que terminó con la disciplina social y les dio poder a los "cabecitas negras". Lo cierto era que la política nacional llevaba su sello y como bien decía él mismo, en la Argentina todos eran peronistas, los había peronistas y antiperonistas, pero todos tenían ese componente. …..

La Argentina fue un país de colas. Los ricos las hacían para comprar dólares, los pobres para comprar fideos y para darle el último saludo a su líder. Había algo distinto al entierro de Evita. No era tan evidente la división entre las dos Argentinas, la que brindaba con champagne porque se había muerto "esa mujer" y la que lloraba a su abanderada. La sensación era distinta porque el peronismo había ampliado su base electoral por izquierda, pero también por derecha. No eran pocos los conservadores que habían confiado a Perón la misión de pacificador de la Argentina, de última carta para frenar al "comunismo". Así que no tenían mucho para festejar y sin sumarse al dolor popular no exhibían ni pública ni privadamente su satisfacción reparadora de viejos rencores……

El año 1983 arrancó triste para los argentinos amantes de la democracia: el 18 de enero moría el doctor Arturo Illia. Su velatorio fue una cita obligada para los luchadores contra la dictadura que arrojaron a la calle las hipócritas coronas enviadas por la asesina Junta Militar gobernante. Miles de personas, radicales, peronistas, socialistas, ciudadanos, dijeron presente aquella tarde cuando el cortejo pasó frente al Congreso de la Nación que pronto dejaría de ser el edificio ocioso clausurado por el autoritarismo golpista. Allí se confundían los que se habían equivocado feo allá por el 66 avalando la hipótesis golpista de la "tortuga" y los que siempre habían confiado en aquel hombre decente y eficiente que tan molesto les resultaba a los dueños del poder.  

Los duelos unen y sobre ellos no vale la pena filosofar demasiado sino contemplar respetuosamente y aprender de esas multitudes, nuestra gente recordada a la hora de las encuestas y los votos y olvidada a la hora de las soluciones cotidianas y estructurales. Subestimados, ninguneados, allí estuvieron, allí están con su silencio y su presencia, mucho más concientes, memoriosos y dolidos, de lo que los "habitualmente bien informados" puedan llegar a comprender jamás. Felipe Pigna, historiador. Reproducción parcial y textual de su columna en el diario Clarín de 05.04.09
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Entierros con significancia

Entierros presidenciales que significan algo. Aunque en apariencia parecidas, las exequias multitudinarias de los presidentes Perón y Alfonsín llevan implícitos mensajes muy diferentes

El cuerpo inerte de un estadista venerado con la banda presidencial cruzada sobre su pecho. El Salón Azul del Congreso Nacional acongojado por una capilla ardiente transitada sin cesar por ignotos y connotados, igual de dolientes. Las cámaras de la televisión apuntan hacia el cajón abierto, escoltado por los granaderos. En la Plaza de los Congresos hay banderas y caras surcadas por las lágrimas; adentro del Palacio los hombres políticos despiden al líder. La avenida Callao, con colas interminables, y luego el ataúd sobre una cureña militar, vivado al atravesar la ciudad, rumbo hacia su última morada.  

Hay mal tiempo, es feriado y en otro lado, a la selección argentina de fútbol no le va bien.

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Dicen que la historia nunca se repite. Pero lo escrito hasta el párrafo anterior se ajusta de igual manera a los duelos populares por las muertes de los presidentes Juan Domingo Perón y Raúl Ricardo Alfonsín, casi calcados, pero distanciados temporalmente uno del otro nada menos que 35 años.  

Hay, con todo, algunas pequeñas diferencias: ayer la Argentina empataba con la entonces Alemania Democrática 1 a 1, pero igual no le alcanzaba para pasar a la segunda fase del Mundial 74, y hoy la cosa todavía no es tan grave en las eliminatorias para Sudáfrica 2010, aunque el resultado de 6 a 1 con Bolivia sea más bochornoso. Tampoco en estos días llovió tan copiosamente como en el 74 (ni como en 1952, cuando murió Eva Perón). 

Pero también hubo algunas diferencias más importantes: aquel otro entierro presidencial fue transmitido en cadena nacional, en blanco y negro, y con música sacra durante más de cuatro días que no fueron laborales. La TV no era en color ni había señales de cables capitalinas ni Internet (con toda la ecléctica diversidad que hoy garantizan), y, para colmo, al oscuro peronismo residual que quedaba a cargo (Isabel Perón al Gobierno; López Rega al poder) se le antojó imponer a los medios gráficos y audiovisuales la obligación de publicar exclusivamente notas relacionadas con el magno fallecimiento.  

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Además de que ninguno de los dos estadistas mencionados pudieron terminar su mandato, cierta inercia en la política comunicacional también asemeja un tanto el breve último gobierno de Perón (casi nueve meses, desde el 12 de octubre de 1973 hasta su muerte, el 1° de julio de 1974) con la gestión trunca de Raúl Alfonsín (cinco años y siete meses, desde el 10 de diciembre de 1983 hasta la entrega adelantada del poder, el 8 de julio de 1989).  

En efecto, cuando Perón accedió a su tercera presidencia se encontró con un hecho consumado, pero al que no pudo haber sido del todo ajeno: la intervención de los canales privados de televisión por parte del presidente provisional Raúl Alberto Lastiri, a la sazón yerno de José López Rega, verdadero mentor de esa decisión.  

Sin embargo, el caudillo justicialista no movió un solo dedo para profundizar la estatización de las emisoras mientras el poder de la Argentina pasó formalmente por sus manos. En cambio, apenas 22 días después de su muerte, los canales 9 y 11 fueron tomados violentamente y el 1° de agosto la Presidenta bendijo la expropiación de esas emisoras y de Canal 13.  

Alfonsín, por su parte, había prometido en su plataforma preelectoral la "derogación inmediata" de la ley de radiodifusión, la creación de una comisión bicameral que entendiera en el tema de los medios de comunicación y la formación de un Ente Público No Gubernamental que manejase las ondas estatales. Sin duda, excelentes propuestas, pero que no fueron implementadas en ningún momento de su mandato. Peor aún, debió acatar con disgusto la decisión de la Justicia que obligaba a entregar la señal de Canal 9 a Alejandro Romay, ganador de la licitación realizada un año antes por los militares. También resistió los sostenidos embates de las cámaras empresarias periodísticas que estaban impedidas de poseer radios y canales de TV por culpa de una limitación impuesta por los uniformados, que Carlos Menem derogó tan pronto llegó al poder, en 1989.  

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En lo que no se parecen, afortunadamente, para nada los entierros de Perón y Alfonsín es en la lectura colectiva que en ambas épocas se hizo sobre el significado de esas muertes, más allá de la común congoja.  

Había, claro, mayor dramatismo entonces que en el presente porque quien moría era el presidente en ejercicio y su deceso abría un ominoso interrogante sobre el destino negro que se cerniría sobre la Argentina, cuando se constatara en los hechos que su empequeñecida viuda, y sucesora institucional, no podría dominar las riendas del país. La desaparición física del garante de la frágil paz entre los sectores enconados de su movimiento les facilitaba despedazarse a gusto. Pronto los Montoneros anunciarían su regreso a la clandestinidad, donde ya accionaban salvajemente otras bandas terroristas, y la organización criminal paraestatal Triple A enviaría inquietantes ultimátum a una larga lista de artistas para que se fueran del país y llenaría las zanjas de muertos acribillados a balazos. Eran desprolijos borradores de lo que, a partir de 1976, se convertiría en la aún más atroz máquina de matar del terrorismo de Estado.  

Durante el último gobierno de Perón, Raúl Alfonsín fue diputado nacional, en tanto que en el transcurso de su presidencia, en 1987, le fueron cortadas las manos al cadáver del fundador del PJ, espeluznante ultraje jamás esclarecido.

No es Raúl Alfonsín el primer presidente constitucional muerto durante la democracia recuperada en 1983, aunque sí el más venerado popularmente tras su último aliento (Arturo Frondizi falleció en 1995, pero la gente no salió a la calle ni se le rindieron honores de presidente en ejercicio como a Alfonsín).

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La diferencia sustancial entre el entierro de Perón y el de Alfonsín es que aquél llevaba implícito un significado aciago y abría un abismo bajo nuestros pies. En cambio, el del presidente radical vino a refrescarnos los mejores valores del sistema democrático, un tanto chamuscados últimamente (la tolerancia, la búsqueda de consensos, la austeridad republicana, el respeto por las instituciones) en un momento de crecientes asperezas, hegemonismo gubernamental, debilitamiento constitucional y dispersión de la oposición. Y también fue muy saludable que la televisión, habitualmente transitada por escándalos menores y escatologías, archivara por unos días su marcado desinterés por la política y se dejara revitalizar por algunos de aquellos luminosos ideales. Si intentamos perseverar por ese lado, sin duda nos aguarda un futuro mejor. Pablo Sirvén, psirven@lanacion.com.ar, en su columna del Diario La Nación del 05.04.09.