Elecciones y farsa
Si algún
rasgo patético llegara a guardar la memoria colectiva de la
marcha hacia las elecciones legislativas que se avecinan,
seguramente ése será el de lo grotesco. Una atmósfera
circense y burda se ha adueñado del curso, seguido por un
proceso político en el que parecen predominar un
sentimentalismo pringoso y una elocuencia barata,
acomodaticia y divorciada de toda responsabilidad
conceptual.
Cuando falta poco más de un mes
para el 28 de junio, las cloacas de la descalificación del
adversario ya están saturadas. Los planteos apocalípticos,
la auto ponderación llevada a las alturas de lo patológico,
un romanticismo barato que no vacila en recurrir al llanto,
el besuqueo, las referencias a diputados y senadores propios
concebidos como leones y a los hombres y mujeres de las
propias filas como hijos destetados que empiezan a caminar
por su cuenta, conforman la trama de los procedimientos
dominantes, que ponen en juego quienes se disputan los
cargos por cubrir. A todo ello
se suma un periodismo verborrágico que, con muy contadas y
notables excepciones, convoca a los candidatos tanto a las
pantallas televisivas como a los micrófonos radiales para
someterlos a entrevistas sin sustancia cívica en las que los
postulantes despliegan, casi siempre, un repertorio de ideas
anémicas y lugares comunes destinados a operar como
sucedáneos de una cultura política tan indispensable como
faltante. No aspiran a orientar a la ciudadanía, sino a
justificarse ante ella.
Un proyecto serio de país no es
exclusivamente un proyecto de poder. Es muy posible que
las próximas elecciones contribuyan a acotar la suficiencia
de quienes han reducido el ejercicio de la democracia a la
instrumentación arbitraria de las instituciones de la
República. Pero a ese primer paso deberá seguirle una
inteligente y sólida articulación, por parte de la
oposición, tanto dentro como fuera del Parlamento, entre la
coyuntura y el mediano y largo plazo. Si el Estado no llega
a ser reconstruido, el país seguirá estando más cerca de un
conglomerado que de una nación consistente.
Es preciso advertirlo: la apatía
colectiva ante el discurso político no fue revertida. Lo
circense busca esa reversión desesperadamente. Quiere
capitalizar como sea la desorientación pública. Para ello,
renueva sus recursos sin cesar. Hasta los furibundos de hace
unas horas ensayan modulaciones serenas, susurrantes,
mesuradas. Los sondeos de opinión aconsejan explorar los
medios tonos, simular equilibrio, refrenar las explosiones
temperamentales.
¿Hasta
cuándo perdurará esta disociación entre política y
conocimiento? ¿Quiénes los reconciliarán en una sociedad
atenazada por la pobreza, el delito, la mala educación, la
explotación prostibularia de la ley? Es así: tenemos un
Estado omnipresente y, a la vez, totalmente desdibujado.
Activísimo donde no debería serlo y replegado donde más se
lo necesita. Es el juego del revés. El juego del revés en
una Argentina que, a medida que el tiempo pasa, pareciera
retroceder, con fervor carnavalesco, hacia lo peor del siglo
XIX. Como si el porvenir quedara en el pasado.
Pongámonos de acuerdo: no hay
destino, hay historia. Nada ha sido escrito de una vez para
siempre. Pero, para probarlo, es preciso que la pluma que
escribe la historia empiece a estar en manos decididas a
devolverle la palabra a la Constitución.
Santiago
Kovadloff, filosofo, en su nota para el diario La Nación.