1º de Junio de 2009
Rucci vuelve
No acuerdo con
ejecuciones, de cualquier tipo que sean: la muerte de Rucci
también me parece un episodio lamentable. Pero me sorprende
cómo lo están transformando en un referente de no se sabe
qué.
![](http://www.peronvencealtiempo.com.ar/joseignaciorucci/imagenes/slides/rucci%2024.jpg)
Estoy
rotundamente en contra de la pena de muerte: creo que está
mal, creo que no sirve para nada de lo que dice servir, creo
que es tan humana que es de esas cosas que llamamos
inhumanas. No acuerdo con ejecuciones, de cualquier tipo que
sean: la muerte de Rucci también me parece un episodio
lamentable. Pero me sorprende cómo están transformando a
José Ignacio Rucci en un referente de no se sabe qué.
Primero fue el libro de Reato, con esas revelaciones que
cualquiera podría haber leído, diez o doce años antes, en
otros libros –o saber, sin leer nada. Después toda una
sucesión de discursos, homenajes, reinvindicaciones del
mártir sindical por parte de los gremios oficiales,
políticos varios, la señora presidenta. Y, ahora, la
aparición de una eventual candidata a diputada, su hija,
cuyo mérito mayor es ser su hija y que enarbola, al menor
descuido, la imagen de su padre.
José
Ignacio Rucci estaba casi olvidado hasta que el retorno K de
los setentas lo recuperó. Durante años todo lo que se dijo
sobre esos años tenía que ver con la condena de los crímenes
del Estado y el recuerdo de sus muertos. Hasta el
kirchnerismo, la transformación de los militantes
revolucionarios de los setentas en desaparecidos les había
dado la inmunidad que tienen las víctimas. Ya no se discutía
qué habían querido hacer sino qué les habían hecho: no eran
sujetos políticos sino objetos de la barbarie de los
militares –y, por lo tanto, nadie tenía derecho a
cuestionarlos. El kirchnerismo recuperó, en el discurso,
ecos débiles de algunas de sus consignas –pueblo por
movilización popular, redistribución de la riqueza por
socialismo– y, aunque sólo las usa como slogans baratos, las
vuelve a convertir en lo que eran: política, formas de ver y
hacer el mundo. Entonces aquellas víctimas intocables se
vuelven tocables –se vuelven agentes políticos de nuevo– y
se arma la discusión sobre ellos en los términos de
cualquier discusión política. Por eso pudo aparecer sobre el
tapete otra víctima –que también tiene la legitimidad de la
muerte– pero opuesta: el líder sindical del peronismo
ortodoxo, que todos habían tratado de olvidar por incómodo,
vuelve al tablero. Contra el supuesto montonerismo
kirchnerista cierto peronismo recuperó la figura de su
mártir, el jefe de la CGT setentista, para oponérsela.
Para
eso, por supuesto, tuvieron que modificarlo. El Rucci
histórico no sirve para mucho en este momento, y hay que
inventarse uno: el demócrata, el pacífico, el honesto, el
dirigente probo. En la realidad, José Ignacio Rucci fue uno
de los tres grandes representantes –junto con Augusto Vandor
y Lorenzo Miguel– de aquello que solían llamar “burocracia
sindical”: una forma de conducir a los obreros basada en la
colaboración constante con el poder y la intimidación
constante a sus propias bases, en los buenos negocios y los
grupos de choque.
Así que
me puse a buscar en La voluntad, un libro sobre la época,
material sobre Rucci y encontré, para empezar, una cita que
me atrajo por la profusión de nombres que todavía duran. Era
marzo de 1971 y Córdoba estaba a punto de estallar otra vez
por protestas sindicales; gobernaba el país el general
Levingston pero pronto lo derrocaría su comandante en jefe,
el general Lanusse:
“El
lunes 8 el ministro de Economía del gobierno, Aldo Ferrer,
amenazó con renunciar: su jefe había anunciado el día
anterior que el máximo aumento salarial que podría surgir de
las negociaciones colectivas sería del 19 por ciento. Ferrer
se había comprometido con el secretario general de la CGT,
José Ignacio Rucci, a conseguirle un 23 por ciento; al día
siguiente, Rucci le explicó al secretario de Lanusse, el
coronel Cornicelli, que si los líderes sindicales, ‘los
mejores aliados que tienen el gobierno y las Fuerzas
Armadas’, no podían satisfacer las expectativas de sus
bases, corrían el riesgo de que los reemplazaran figuras más
radicales y, dijo, ellos y los jefes militares ‘podían
terminar frente al mismo paredón de fusilamiento’. Lanusse,
preocupado, ordenó a su secretario que se reuniera con el
asesor legal de la CGT, Antonio Cafiero, para ver qué
solución podían encontrar.”
Los
líderes sindicales como Rucci se definían, en plena
dictadura militar, como “los mejores aliados que tienen el
gobierno y las Fuerzas Armadas” –y siempre lo fueron.
Discutían con un señor que entonces trabajaba para los
militares y ahora para este gobierno, Aldo Ferrer, y los
asesoraba el incombustible don Antonio. Aquellos líderes
sindicales no sólo compartían con los militares ciertos
objetivos –mantener a raya a las “figuras más radicales”–
sino también ciertos métodos.
La
burocracia sindical siempre tuvo matones a sueldo: quién
mató a Rosendo fue el primer gran relato de esa historia. En
1973 Rucci y Miguel habían organizado un grupo de choque que
se llamaba Juventud Sindical Peronista, que produjo –el 9 de
junio de 1973– el primer muerto de aquella democracia cuando
sus patotas fueron a romper un acto en la plaza Las Heras
que recordaba la insurrección del general Valle. Pero eso
fue poco al lado de lo que pasó diez días después: el 20 de
junio, José Ignacio Rucci fue uno de los cinco responsables
de la recepción de Perón en Ezeiza, que terminó con docenas
de personas muertas por los organizadores. El jefe de su
custodia, el “Negro” Corea, dirigió aquella tarde a los
matones que torturaron con picanas eléctricas a varios de
sus prisioneros JP en el hotel Internacional del aeropuerto.
Dije: torturaron con picanas eléctricas.
Y así de
seguido. Unos días más tarde, Rucci movilizó su sindicato
para voltear el gobierno –democráticamente elegido– de
Héctor Cámpora. Y, en otra clara muestra de su tolerancia,
unas semanas más tarde algunos de sus muchachos trataron de
quemar Clarín. La historia empezó cuando el ERP-22 de agosto
secuestró al apoderado general del diario, Bernardo Sofovich,
y lo liberó a cambio de que publicara tres solicitadas en su
edición del 10 de septiembre. Ese mismo lunes a la tarde,
mientras Sofovich daba una conferencia de prensa en el
tercer piso del diario, unos cuarenta hombres, todos con
distintivos celeste y blanco y una V en la escarapela,
entraron por la calle Piedras y coparon el edificio: lo
ametrallaron, destruyeron parte de las instalaciones con
granadas, robaron plata de las cajas y trataron de quemar
las rotativas. “Vamos a terminar con este reducto de
zurdos”, les gritaban a los periodistas y empleados del
diario. Una decena de personas recibieron heridas de bala o
quemaduras. En su retirada, los asaltantes se tirotearon con
unos patrulleros que llegaban. Uno de los atacantes,
Lisandro Borjas, quedó herido en las piernas. Mientras la
policía se lo llevaba al hospital Rawson, les pidió a los
vecinos:
–Avísenles a Rucci, Lorenzo o Rogelio que estoy vivo...
Poco
después los montoneros mataron a Rucci, y es injustificable,
y dos días después los de Rucci se vengaron matando al
montonero Enrique Grynberg, y también. Pero si haber sido
muertos por el Estado no hace mejores o peores a los
militantes revolucionarios, haber sido muerto por esos
militantes no hace mejor o peor a un sindicalista patronal.
Ser víctima de un homicidio no cambia nada más que eso: la
forma de la muerte. Pero una muerte inesperada, injusta,
bien manejada puede hacer maravillas con cualquier
biografía. Antonio Cafiero –todavía– dijo el año pasado que
Rucci es “un genuino mártir del movimiento sindical
argentino” y que “su ejemplo sigue siendo la antorcha que
ilumina el camino argentino”.
Es
probable que tenga razón. Este Rucci que se inventaron ahora
permite que Aníbal Fernández corra a la hija con el fantasma
del padre y le diga que “si él la viera con Macri y De
Narváez se arrancaría los pelos”. El Rucci histórico, en
cambio, el que acordaba con los patrones y se ofrecía a los
militares para frenar a los “bichos colorados” y comandaba
patotas, explica y justifica que su hija quiera ser
candidata de un peronismo hecho a fuerza de empresarios
conservadores y millones de dólares, su mejor sucesión.
Martín Caparrós, en su
columna para el diario .