09 de Junio de 2009
Nuestro oscuro país: Se fuerzan
los límites del sistema democrático
Un
vicepresidente que no se identifica con el gobierno al que
representa.
Un gobernador e intendentes
municipales que, sin renunciar a sus funciones, se postulan
como candidatos a legisladores, lo que da a entender que, si
llegaran a ser elegidos, tal vez no asumirían sus bancas.
Un ex
presidente que, en los hechos, concentra poco menos que la
suma del poder público, pero que advierte con énfasis
profético sobre los males que destruirían la democracia si
la oposición ganara más espacio parlamentario.
Una presidenta que ha delegado la médula de
sus atribuciones en quien no fue elegido para encarnarlas y
que, sin embargo, no vacila en acusar a sus adversarios de
empeñarse en quebrantar el orden constitucional.
Fantasmagóricos ministros y
secretarios de Estado que no tienen responsabilidad propia
en el ejercicio de sus funciones.
Una
política exterior que no parece conocer otro desvelo que el
de afianzar sus vínculos con Venezuela.
Una política interior que ha hecho del
federalismo un mercado de prebendas.
Un
Gobierno que arrastra, desde hace ya más de un año, un
conflicto con los productores del campo, sin dar muestras de
querer solucionarlo.
Protestas agropecuarias que rebasan el cauce legal, como la
muy reciente de Lobería, en la que algunos chacareros se
comportaron como marginales ante un gobernador que, para
probar su popularidad, se presentó en el lugar, custodiado
por trescientos agentes de policía.
Una
Argentina que, mientras se acerca a sus dos siglos de vida,
acentúa, para celebrarlos, la posibilidad de terminar
importando trigo y carne, en lugar de exportarlos.
Una Argentina, en suma, que
habiendo sido ejemplar en el orden educativo, hoy cuenta con
maestros maniatados por salarios indignos, mientras que se
los priva de la indispensable capacitación. Y con maestras
amenazadas y golpeadas por sus alumnos que, para poder
enseñar, reclaman protección a la Justicia.
Tal es
la trama de este laberinto de pesares que hacen del nuestro
un oscuro país. A semejante decadencia han contribuido
generaciones sucesivas de dirigentes que, a la luz de
nuestras desgracias, parecen hermanados por una misma
incultura republicana; ineptas, todas ellas, para dar
sustento perdurable a un ideal de crecimiento y equidad
social capaz de traducirse en políticas públicas de veras
progresistas.
De
este escenario de arbitrariedades, bajezas de toda laya y
pobrezas discursivas con las que podría componerse una
antología mayor del desatino, sólo se empezará a salir de la
mano de quienes, desde un Parlamento razonablemente
renovado, contribuyan a hacer de la ley un axioma no
negociable.
La
ley son esas columnas de Hércules que acotan la desmesura,
las arbitrariedades de un poder que se quiere ilimitado. Y
lo hacen mediante un señalamiento formulado en nombre de la
prudencia que requiere el bien común: nec plus ultra ("no
más allá"). Cuando se desconoce el límite que la ley fija a
la intención despótica, se cae en la incivilidad, que es la
configuración social que asume el desenfreno.
Es el turno,
entonces, de las conductas que degradan la convivencia y
convierten lo político en obligado vasallaje a las
imposiciones del transgresor más hábil y más fuerte.
Hacia ese horizonte sombrío de
creciente ilegalidad se ha ido deslizando nuestro país. Allí
lo tenemos hoy, chapoteando en su inoperancia, en su
inconsistencia jurídica, en su descrédito internacional y en
su desorientación interna.
No
hay nada más lamentable en las gestiones desplegadas por los
dos últimos gobiernos que el hecho de que se hayan sumado,
con inocultable vehemencia, a las filas de quienes, antes
que ellos, se convirtieron en sepultureros de la ley.
Pero, aun así, en este escenario
convulsionado por las descalificaciones y los enconos en los
que parece encontrar su deleite más intenso la dirigencia
política, la gente de a pie, la ciudadanía, hace saber,
invariablemente, a quien esté dispuesto a oírlo, que el
ideal de una vida regida por la Constitución nacional está
en el centro de sus aspiraciones
cívicas.
Nadie en
sus cabales adhiere ya, en esta aleccionada Argentina de
comienzos del siglo XXI, a la arcaica expectativa de ver
quebrantado el orden constitucional. Y por eso, las
distorsiones que desde el poder se introducen en ese orden
indispensable inquietan a un pueblo que sabe que no tiene
porvenir innovador fuera de la ley.
En esta
democracia, tan necesaria como desvaída y turbulenta, el
cumplimiento íntegro de su mandato, por parte de la
presidenta de la República, constituye una esperanza unánime
de los argentinos y por él velamos todos, incluso, y ante
todo, los que no coincidimos con el curso impreso a su
gestión.
Mientras
tanto, el Gobierno debe prepararse para aceptar la valla
que, en el marco parlamentario, pueda imponer a sus
pretensiones el espíritu de la ley. Tendrá que aprender la
más ardua de las lecciones a las que podría verse enfrentada
su natural propensión a la autosuficiencia y la soberbia: a
escuchar, a debatir, a concertar.
Para el
Parlamento, a su vez, ello podría significar el inicio de un
ciclo de rehabilitación moral, no sólo operativa.
Muchos son aún los que sostienen que la Argentina debe tocar
fondo para empezar a recuperarse. Desconfío de la fecundidad
de los procesos históricos que demandan un Apocalipsis para
que se produzca luego un venturoso resurgimiento.
Esta
creencia se inspira en una lógica vetusta y varias veces
remozada por los sucesivos seudoprogresismos. Lejos de ello,
de lo que se trata, a mi entender, es de evitar que el mal
siga profundizándose. Y para que así ocurra lo requerido
hoy, a lo que todo indica, es la rápida reconstrucción de
los partidos políticos. De ellos, de lo que no supieron ser
cuando tanta falta hacía que lo fueran, de su penosa
descomposición ulterior, resulta, en gran medida, esta
declinación dramática de los espacios participativos
apropiados para contrarrestar la errancia social. Errancia
que, con frecuencia, pasa de la protesta a la violencia para
descubrir, más tarde o más temprano, que ella de nada sirve
como cauce transformador de su disconformidad. La democracia
directa, el disenso ejercido y manifestado con prescindencia
de las mediaciones e investiduras correspondientes, culmina
siempre en eso que tanto abunda hoy: la preeminencia del
garrote sobre la palabra. Y es innegable que la fragilidad
institucional de la Argentina alienta el descrédito de los
mecanismos representativos. Por eso, lo que el país pide a
sus gobernantes es que no sigan homologando su tarea al
empecinamiento con que tratan de sostener sus ambiciones
personales. Y se lo está pidiendo porque de ese
reduccionismo, y no de otra parte, es de donde puede brotar
la prenunciada catástrofe con la que el oficialismo amenaza
en caso de perder la mayoría parlamentaria. Dígase, de paso,
por si no se lo ha advertido, que identificar la salud del
sistema democrático con la hegemonía siempre invicta de los
criterios propios ya es estar fuera del sistema democrático.
Estamos, en fin, ante una Argentina que no deja de mostrarse
a merced de las jaurías hambrientas que se disputan el
monopolio de los recursos del Estado y los aportes privados.
Para reorientarse, para refortalecerse, tendrá que optar por
un marco institucional más sólido y sano. Sólo entonces
nuestro país empezará a dejar de ser un celebrante del
pasado, un devoto de la repetición y de la obsecuencia con
el delito.
Santiago Kovadloff, reproducción textual de su comentario en
el diario La Nación.