06 de Julio de 2009
Los Kirchner, como Luis XVI
La realidad y la soberbia
Filosóficamente, la realidad admite infinitas lecturas. No
así desde un punto de vista político. Menos aún en vísperas
de elecciones. Quien no acierte en el diagnóstico relativo a
la demanda social, perderá puntaje en la carrera hacia el
poder. Lo acumulará, en cambio, quien sepa captar el humor
colectivo dominante, los reclamos y expectativas
prevalecientes en su comunidad. A buen entendedor, más y más
votos.
A principios de la década en curso,
Néstor Kirchner supo
advertir qué era indispensable hacer para ganar respaldo
colectivo. Lo supo incluso su mujer cuando prometió, en la
última campaña presidencial, que llevaría a cabo, si se
imponía, las transformaciones necesarias por él
desatendidas. Ahora, a fines de la década en cuestión, ni él
ni ella disciernen el camino que deben seguir para retener y
ampliar el apoyo recibido. En las elecciones legislativas
del 28 de junio, el saber kirchnerista ha mostrado su
insuficiencia; la intuición, hasta allí certera, su actual
precariedad. Es ésta una realidad que, teniendo en cuenta lo
sucedido, coloca a los Kirchner ante un desafío: tener que
aprender. Pero, a lo que todo indica, ellos sólo están
dispuestos a enseñar. Aprender no es cambiar de estrategia.
Aprender significa cambiar de criterio. Implica una
transformación sustantiva; extraer lecciones de los
desaciertos cometidos que alejan de la repetición y
promueven la innovación. Aprender implica pasar,
previamente, por un duelo. Por la humildad de un duelo.
Capitalizar el dolor de un profundo desacierto.
Lo que la gente ha demostrado con su voto mayoritario es que
no quiere que se le mienta. Quiere que se sepa que los
hechos por ella protagonizados no toleran el maltrato que
les dispensa la demagogia. Que si los precios de los
productos suben, el Gobierno diga que tal cosa sucede. Que
si padece la inseguridad pública no pretenda que no la
sufre. Lo que la gente quiere es que las palabras de los
políticos no se conviertan en dardos ofensivos cuando
intentan probarle que no padece lo que le pasa. Por eso,
cuando llega la hora de votar, allí donde hacerlo es
posible, la disconformidad con el abuso y la injusticia se
hace oír de manera contundente. Entonces, como diría el
general, "truena el escarmiento". Es lo que ocurrió en estas
elecciones legislativas. Sin embargo, el registro de lo
sucedido, por parte del oficialismo, desmiente esta
evidencia y la convierte en mera impresión; más todavía, en
puro espejismo. Nada ha cambiado, a juicio de la Presidenta,
allí donde sí ha habido cambios fundamentales a juicio de
una mayoría. A nadie, sin embargo, puede sorprender esta
actitud negadora. En todo caso, cabe lamentarla, pero a esta
altura de la actuación de la pareja gobernante ya podemos
asegurar que es característica.
¿Qué pide hoy la realidad política argentina? Ductilidad,
interlocución, mesura, aptitud para el acuerdo. Un cambio de
conducta, por parte del Gobierno, que evidencie disposición
a escuchar a quienes se han ganado, en las urnas, el derecho
a ser oídos. Pero el discurso pronunciado por la presidenta
de la Nación, el lunes último, amortigua hasta la
intrascendencia esa expectativa. Fue patético.
Resulta que después de haber escuchado a Galileo, nos
vinieron a decir que la Tierra está inmóvil. Aun
desatendida, la realidad insiste en darse a conocer. Es de
temer que si la derrota vuelve a alcanzar al oficialismo en
las elecciones presidenciales del año 2011, sus
representantes terminarán su gestión persuadidos, como
pretenden hacer creer que lo están hoy, de que no los han
derrotado, sino que todo es obra de un hechizo que
corresponde desbaratar mediante alquimia aritmética. El
Gobierno está empeñado en afirmar que hay horas, sobre todo
las adversas, en las que la realidad no debe enseñar nada.
Que lo que hay que hacer en ellas es torcerle el cuello a la
realidad. Y me pregunto: ¿hay alguna distancia entre lo que
se hace con
el Indec
y lo que se hace con lo que indican los
cómputos de la última votación? No hubo fraude esta vez, es
cierto. Pero hubo y hay, por parte del oficialismo, una
estremecedora decisión de manipular a su favor todo aquello
que el consenso público le presenta como opuesto a sus
deseos.
La historia y la literatura abundan en ejemplos similares a
lo que sucede con el oficialismo e ilustran, una y otra, las
consecuencias que ello a veces acarrea. Cuenta Suetonio,
historiador latino, que el adivino Espúrina había advertido
a Julio César que el 15 de marzo que se avecinaba entrañaba
para él una desgracia. Llegado el día y habiendo
transcurrido sin sobresaltos buena parte de él, Julio César
se burló de Espúrina. A ello respondió el adivino que había
llegado, en efecto, el 15 de marzo, pero que aún no había
terminado. Horas más tarde, los conjurados acabaron con
César.
"Hoy nada ha sucedido", escribió a su vez Luis XVI, rey de
Francia, en su diario, el 14 de julio de 1789. Y el monarca
memorable del cuento de Hans Christian Andersen se paseó
desnudo ante la obsecuencia y el servilismo de su corte que,
temiendo contrariarlo, elogió hasta el cansancio las
vestimentas imaginarias que el rey decía lucir.
Si negarse a ver lo que sucede siempre es riesgoso para
cualquiera, no menos lo es para un político. Cristina
Fernández reniega de la realidad y de los desaciertos que su
gobierno ha cometido, así como de la errónea lectura que su
esposo ha hecho de los acontecimientos y de la sensibilidad
social. La soberbia enferma la percepción. Aun en
circunstancias como las actuales, presidiendo desde ahora un
gobierno debilitado, es muy improbable que los Kirchner
atenúen su jactancia. Cambiarán sus tácticas, si es
necesario, y aun algunos de sus ministros y secretarios,
pero no irán más allá del retoque. Si han pretendido ocultar
una pandemia por razones electorales y han subestimado los
consejos de una sólida funcionaria del campo de la salud,
¿por qué desenmascararían la verdad de unos acontecimientos
políticos que también les son adversos? Ese pertinaz apego
al encubrimiento sólo promueve más y más ceguera. Y esa
ceguera se ha visto reflejada en las palabras que el lunes
pronunció
la Presidenta,
a modo de evaluación de lo sucedido el domingo anterior.
Allí, en ese discurso, el espacio de la oposición quedó
establecido. Si el desgobierno sobreviene, se anticipó a los
vencedores, será por su culpa. ¿Podrá haber diálogo donde
reinan las amenazas? Admitámoslo: el panorama es incierto.
La advertencia oficial fue clara y la experiencia ganada en
estos años permite prever cómo procederá el Gobierno en un
Parlamento donde la oposición estará en condiciones de
exigir que la palabra se desplace de la autosuficiencia a la
interdependencia. Buscar consensos con las fuerzas
opositoras equivale, para ellos, a admitir que existen.
Preocupa verificar hasta dónde ha llegado el espesor del
soliloquio en quienes se empecinan en hacer creer que son
capaces de dialogar. ¡Qué desconcertantes resultan estas dos
figuras para las cuales la oposición nada significa ni nada,
absolutamente nada, puede aportar a un mejor conocimiento de
las cosas! La realidad tiene, para ellas, siempre, la
penúltima palabra. La última la tienen ellas.
La unidad programática que la oposición debe alcanzar urge
hoy aún más que ayer. Su consistencia debe ser tan
pronunciada como su flexibilidad para tender puentes hacia
un oficialismo renuente a aprender de la experiencia. Es
necesario que así sea ante un panorama tan complejo.
Esa
oposición convergente en sus propuestas legislativas
fundamentales debe vertebrarse cuanto antes. Si ello ocurre,
el mensaje a la sociedad será auspicioso. Indicará que la
moderación, la aptitud para el intercambio de ideas y el
consenso han podido más que el encono, la suspicacia y la
recíproca descalificación entre las partes. Se le estará
diciendo a la comunidad que hay conciencia de las
necesidades que la República no puede seguir desoyendo sin
debilitar su estructura democrática: de la salud a la
educación, del medio ambiente a la producción, del
federalismo a la política exterior, de la seguridad a la
justicia social.
Santiago Kovadloff, para La Nación.