15 de Octubre de 2008
Un
día, de pronto, todo cambia. El mundo era una nube de
algodones, la vida un lecho y un lechón, el futuro una virgen
perniabierta hasta que, trácate plun, se desmorona: los
poderosos bancos quiebran, los poderosos gobiernos se
acobardan, sus poderosos súbditos se acobardan más y aquí, en
las lejanas pampas impotentes, el dólar sube, la soja baja,
los años venturosos pasan de promesa a recuerdo.
El mundo –no la Argentina, el mundo, y la Argentina
también, mal que nos pese– ha pasado a ser otro, de una forma
que todavía no sabemos. Es curioso: toda esa gente que cobra
fortunas para prever qué puede suceder –analistas, banqueros,
funcionarios, políticos– no tuvo ni idea. Parece un chiste
pensar que hace sólo tres meses las fuerzas vivas de la patria
se sacaban los ojos por una plata que estaba por existir pero
que al fin nunca existió. Se peleaban por las especulaciones
sobre un superávit producido por la especulación en la bolsa
de Chicago: pregúntenles ahora. Si sólo hubieran sido capaces
de hacer su trabajo y predecir el curso de los
acontecimientos, nos habríamos ahorrado tantos bloopers.
Nos consuela el sempiterno mal de muchos: que en USA
tampoco se dieron cuenta. Esta crisis demuestra, entre otras
cosas, la incapacidad e impotencia de los poderes más
potentes. Si el gobierno de los Estados Unidos hubiera
previsto la situación, si hubiese sabido cómo, ¿no habría
tratado siquiera de postergar el derrumbe un par de meses,
para que no terminara de arruinarles las elecciones y la
historia? Siempre me impresiona ver qué poco manejan los
que manejan el mundo –y nunca sé si alegrarme o trincarme de
miedo.
Pero claro: desde el sorpresón todos los que tendrían que
haber anticipado la jugada andan a la caza de causas, peroran,
tonitruenan: cuántas veces hemos leído en estos días que la
crisis viene de las subprimes, las famosas hipotecas que les
hicieron a los pobres y los pobres, pobres, no pudieron
pagarlas. A quién se le ocurre prestarle dinero a esa gente,
dicen, y hasta se autocritican: y sí, los bancos tenían
demasiada voluntad de hacer negocios y se extralimitaron.
Yo estuve leyendo en estos días un librito que me hizo pensar
en otras cosas. Se llama Richistan (Crown, 2007) y lo escribió
un señor Robert Frank con mucha información y buena prosa.
Richistan es la sociología de un país –no muy– imaginario
formado por los americanos que tienen más de un millón de
dólares en valores: eran menos de cuatro millones de personas
en 1995, y en 2005 eran nueve millones. No hay país en el
mundo, cuenta Frank, que se haya desarrollado tanto como
Richistán en los últimos años. Pero allí también hay clases y
sus luchas; de hecho, Frank se ocupa sobre todo del Medio y
Alto Richistán: esos dos millones de personas que tienen –o
tenían– más de diez millones de dólares y un tercio de la
riqueza americana.
El libro cuenta, entre otras cosas, el proceso de
concentración de la riqueza en Estados Unidos en las últimas
décadas. En la etapa anterior de gran crecimiento, los 50 y
60, la plata se repartió mucho más porque incluso allí se
había instalado cierta ideología que condenaba la riqueza
extrema: otro resultado de la guerra fría y los estados de
bienestar. Entonces el uno por ciento más rico pasó de poseer
la mitad de la riqueza del país en los años 30 a un quinto en
los 70. Hasta que, con el triunfo reaganista, el apogeo
liberal y la expansión de los mercados tecno y financiero,
empezó a surgir una nueva clase supermillonaria, el porcentaje
llegó al tercio y la riqueza extrema volvió a ser un valor
aplaudido.
Para eso fueron necesarios, por un lado, unos gobiernos que
bajaron a la mitad los impuestos de los ricos y, por otro, un
sistema basado en la prestidigitación financiera: la invención
constante de nuevos trucos para postular un dinero virtual,
números en las supercomputadoras –que todos aceptaban como
ciertos. Mientras consiguieron que el mundo les creyera se la
pasaron bomba: esos dibujos les servían para comprar rolls
royces, islas, rubias, senadores.
En el libro no hay condena moral. Frank es un periodista
del Wall Street Journal y no juzga a sus ricos, pero cuenta
sus vidas con detalle y fruición. Cuenta sobre sus casas de
miles de metros cuadrados con piletas cubiertas, canchas de
básquet, cines, golfs, sus jets privados, sus yates de dos
cuadras, sus batallones de sirvientes, sus niños malcriados,
sus fiestas de millones, sus cuadros de decenas de millones,
sus peleas entre viejos y nuevos ricos, sus pequeñas miserias.
Frank cuenta, incluso, para demostrar que el dinero no hace
toda la felicidad, la historia de esos grupos de autoayuda
donde no entra nadie que tenga menos de diez millones, así
todos pueden discutir sus problemas económicos, amorosos,
familiares o sanitarios entre personas bien. Y cuenta también
cómo, con campañas políticas cada vez más caras, crece la
influencia de los que pueden pagarlas.
El libro es un desfile de barbaridades. En este mundo –y en
casi cualquier otro– los gastos de esos señores serían
obscenos aún si no fueran dañinos. Pero además lo son: para
empezar, es obvio que la torta es una sola, y no es tan
difícil pensar que, si un señor puede gastar un millón de
dólares en su cena de cumpleaños y un millón de señores no
pueden gastar un dólar en su cena de hoy, ambos excesos están
relacionados.
Pero, además, Richistán parece otro caso claro de esputo
ascensional: que estos riquísimos escupieron, todos juntos,
para arriba; explotaron tanto su propio sistema que terminaron
explotándolo. Los richistanos viven –vivieron– de las burbujas
que están estallando en estos días. Son muy ricos, pero no era
fácil mantener su tren de vida: como endeudarse era negocio,
ellos fueron los que más se endeudaron. Frank dice que el uno
por ciento más rico de USA se endeudó por 383.000 millones en
estos diez años, y que el cinco por ciento más rico concentra
un cuarto de la deuda total del país.
Fue, sin duda, una buena colaboración con el desastre.
Hicieron más: Robert Frank cita el libro de otro Frank, Robert
H. –Fiebre de lujo– que dice que el nivel de consumo de los
richistanos instaló un nuevo paradigma para las familias de
clase media, que las lanzó a trabajar más horas y pedir más
créditos. Frank cuenta que en 1988, cuando compró una parrilla
eléctrica, le costó 90 dólares y que en 2005, cuando quiso
cambiarla, se encontró con la Viking-Frontgate Professional de
dos metros de acero por 5.000 dólares. “La existencia de
ofertas como ésta hace que comprar una parrilla de 1.000
dólares sea casi una humillación. Cuanta más gente compra esas
parrillas, el marco de referencia de lo que el resto de
nosotros considera una parrilla aceptable va a seguir
subiendo…” Ese efecto derrame del consumo deseable produce un
efecto derrame de la deuda: siguiendo el ejemplo de los
riquísimos, más y más gente se lanza a consumir lo que no
puede, y al final todo estalla.
Richistán está estallando en estos días, pero hay grupos que
siempre caen parados. Ellos crearon este orden económico y lo
exprimieron más que nadie. Ahora se les escapa; con el poder
que les queda intentaron convencer al resto del mundo de que
la crisis es culpa de esos pobres que no pudieron pagar sus
hipotecas.
Por una vez, quizás estén perdiendo esa pelea. Es un trip ver,
en los debates electorales USA, a los próximos dueños del
mundo libre peleándose para ver quién condena con más énfasis
la libertad del mercado, quién promete más vigilancia y más
castigo. Y, peor, ver al señor Bush nacionalizando bancos. Se
viene, en el mundo, una etapa más estatista. Yo creo –lo he
escrito bastante– que lo mejor que hizo el gobierno K. fue
recuperar una mínima dosis de Estado en la Argentina. Ahora la
Presidenta se jacta de ello, y tendría razón si no tuviera un
problema: para que un Estado funcione, para que los ciudadanos
lo acepten y demanden, ese Estado tiene que ser o parecer
limpito y justo.
No es el caso: el INDEC, el presupuesto a discreción, el
manejo de los fondos nacionales, los juicios y sospechas, las
balas y valijas, las grandes medidas inconsultas hacen que
éste no lo parezca –y probablemente no lo sea. Será, supongo,
otra oportunidad perdida. La Presidenta, mientras tanto, ve
una oportunidad en la crisis porque “nos mantuvimos más o
menos fuera del sistema financiero global”: es una definición
curiosa de un país agroexportador que vive de lo que le compra
un mundo que le va a comprar y pagar mucho menos. Ya dicen que
al Estado van a ingresar 3.000 millones de dólares menos en
retenciones campestres, casi un 30 por ciento del total. Lo
que no han calculado todavía es cuánta plata va a dejar de
entrar en el circuito económico por la caída de exportaciones.
Y lo que no han hecho todavía es empezar a discutir medidas
serias: falta la asunción oficial del problema. Aunque ya
dijeron que no iban a pagar los 500 pesos que venían
prometiendo a los trabajadores y están gastando reservas a lo
bobo para frenar el dólar y basta salir a la calle para que te
cuenten que la moneda no circula, que nadie compra nada, que
todo está parado: que la vida se está volviendo mucho más dura
para casi todos.
Así estamos. Dentro de décadas se dirá que esta crisis fue
el principio de algo. Entonces, claro, van a saber de qué.
Ahora, en la incertidumbre, sólo sabemos que va a haber que
remarla, y que sería tan bueno empezar a pensar hacia dónde.
Reproducción textual de la columna de Martín Caparrós en
critica de la Argentina
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