05 de Septiembre de 2008
Clase-media del mundo
Se acabaron los dorados lauros, Bonaedo. Y la
Patria, en puesto 34. Es bueno que los Juegos nos pongan en
nuestro lugar.
De los clarines el clamor se extingue, callan
las trompas sus fragores tristes, tamboriles y pífanos
amainan, fallecen en el éter los redobles: la gloria del
Olimpo ya es recuerdo. Lo que fue ya no es y, de repente, la
vida es como siempre: se acabaron los dorados lauros, los
sueños de victoria, las victorias con sueño, la tele a
contraturno, Bonadeo. Y allí quedó la Patria, en meritorio
puesto 34. Es bueno que unos Juegos nos pongan, con tanta
autoridad, en nuestro lugar. Es curioso que tengamos un
lugar.
Se ha discutido bastante, últimamente, en este diario, sobre
nuestra nunca bien ponderada clasemedia. Algunos dicen que
es lo mejor que tenemos, otros que es lo peor que tenemos,
alguien que es lo peor y lo mejor que tenemos, hubo incluso
quien dijo –o debería haber dicho– que es lo más mediocre
que tenemos y que somos. Pero ninguno ha tenido en cuenta
que somos un país tan clasemedia.
Ése es nuestro lugar, y las cifras lo muestran claramente.
La más completa es el Índice de Desarrollo Humano de las
Naciones Unidas, que combina variables de la economía, la
política, la salud, la educación, la igualdad de género. En
el último informe, la Argentina aparecía en el puesto 38,
entre Polonia y los Emiratos Árabes Unidos, a sólo cuatro
puestos del 34 olímpico. Otros datos son más imprecisos: el
Producto Bruto per cápita nos pone, según el Banco Mundial,
en el puesto 46, pero el FMI dice que 57. Con la esperanza
de vida –uno de los índice más elocuentes: ¿qué puede ser
más decisivo que vivir o no vivir?– pasa más o menos lo
mismo: distintas mediciones nos sitúan entre el 40 y el 60.
Hay más cifras, más indicadores, pero serían redundantes.
Todos nos ponen en la misma zona: en plena clasemedia del
mundo.
Somos un país clasemedia, o sea: un país que a veces parece
una cosa y a veces otra. Un país que le tiene mucho miedo a
cualquier cambio serio. Un país sin un proyecto distintivo
propio más allá de llegar a fin de mes. Un país que se las
arregla como puede según viene la mano, a veces intentando
alguna industria, a veces criando granos, otras vendiendo
bellezas naturales. Un país que nadie toma en cuenta cuando
se trata de definir políticas globales porque no define
nada. Un país preocupado por el qué dirán –aunque lo más
común es que no digan. Un país que se cree una importancia
que no tiene. Un paisito más grande y torpe que el de al
lado.
Quizá sea bueno ser clasemedia. Tengo amigos a los que les
gusta: ni el sufrimiento de la pobreza verdadera ni las
obligaciones del poder de la riqueza. Una cultura de la
medianía, ni muy muy ni tan tan, un culto del sustito y la
conserva. Pero por supuesto, clasemedia es una definición
vaga: engloba a muchos, de orígenes y trayectorias muy
variadas. Por eso no es lo mismo serlo –como Chile,
Tailandia o Lituania– por haber ascendido trabajosamente
que, como la Argentina, por pura brutalidad de la caída. Si
la clasemedia solía definirse como el reino del quiero y no
puedo, la Argentina es el ejemplo más bruto de aquel que
quiso sin poder. O, peor: del que pareció que podía y, de
pronto, resultó que no.
Alguna vez habrá que terminar de entender cómo era de verdad
aquel país que supusimos rico, henchido de promesas, a
principios del siglo pasado. “La Argentina es el país del
futuro”, dicen que dijo entonces Clemenceau, antes de
rematar que “el problema es que va a seguir siéndolo
siempre”. El presidente francés se equivocó: ya no lo es.
Pero aquella leyenda estaba viva, operaba, convencía, y
algunas cifras muestran que tenía cierta base. En los años
veinte todavía, la Argentina exportaba la misma cantidad de
mercaderías que todo el resto de Sudamérica; sus trenes
movían el 60 por ciento de los bienes y el 57 por ciento de
los pasajeros que circulaban por el continente; su correo
enviaba el 60 por ciento de las cartas y telegramas que se
leían en el continente; sus libros y periódicos usaban el 55
por ciento del papel que se malgastaba en el continente; sus
caminos veían pasar el 58 de los coches que poluían el
continente; sus reservas de oro atesoraban el 72,8 por
ciento de todo el oro del continente –y una sola comparación
como ejemplo: las reservas argentinas actuales, ahora en
dólares, no llegan al 12 por ciento del total sudamericano.
O sea, en síntesis: la actividad económica de la Argentina
era, poco más o menos, la mitad de la actividad de
Sudamérica. Y, obviamente, dejó de serlo.
Desde entonces el país no paró de caer. Las explicaciones
son tan variadas. Ahora está de moda creer que la causa está
en la corrupción de sus gobernantes: “El veneno de las
finanzas argentinas ha sido el uso inescrupuloso y
extravagante del crédito nacional para la promoción de
esquemas calculados para beneficiar más a ciertos individuos
que a la cosa pública”, explicaba la Undécima Edición de la
Encyclopaedia Britannica, publicada en 1910. La cuestión es,
obviamente, mucho más complicada; lo cierto es que la
Argentina fue cayendo lentamente en esa clasemedia anodina y
pavota, esa apariencia sostenida con esfuerzos terribles,
ese pavor constante a la caída, que ahora muestran todos los
indicadores, incluido el puesto 34 en los Juegos Olímpicos.
Todos salvo uno, y ahí está la piedra. El coeficiente de
Gini es el método consagrado para medir la desigualdad
económica. Lo inventó el italiano Corrado Gini y consiste en
una ecuación más o menos complicada que produce un número
entre 0 y 1, donde 0 significa igualdad perfecta –todos
tienen los mismos ingresos– y 1 la perfecta desigualdad –una
sola persona tiene todo. Según las Naciones Unidas, la
Argentina, con un coeficiente de 0,48, está en el puesto 98,
bien abajo, entre Gambia y Burkina Faso. El coeficiente de
Gini es el número que mide la famosa repartición de la
riqueza. En eso –pese a los discursos– ni siquiera estamos
en la clasemedia del mundo. Algunos, quizá, deberían tomar
nota y hablar, o dejar de hablar de ciertas cosas.
29 -08-08 Diario Critica de la
argentina, reproducción de la columna
der Martín Caparrós.
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