05 de Septiembre de 2008
El Estado, impasible frente a este avance
Ni Dashiell Hammett podría haber imaginado un
comienzo de novela así! En un desolado baldío de extramuros,
un vecino descubre tres cadáveres acribillados. Corresponden
a tres ciudadanos ejemplares. Buenos padres de familia que
cuentan con sólidos ingresos y modernos autos. Viven en
Pilar o en otros barrios de la clase media acomodada. El
hallazgo tiene todos los ingredientes para convertirse en un
"caso" que fascine a la opinión pública: truculencia,
misterio y unas víctimas con las cuales la opinión pública
biempensante puede sentirse identificada: los ejecutados no
son unos ladroncitos cualquiera; el triple crimen no parece
un ajuste de cuentas entre hampones, sino que salpica a
"gente como nosotros". Después se sabrán otras cosas. Como
en un thriller...
Pero esta novela argentina no sucede en el
Poisonville de Cosecha roja. No hay un detective privado que
resuelva el misterio. El investigador es el Estado. Por lo
tanto, falla una de las reglas del género, la que prescribe
que un crimen siempre debe ser resuelto.
Ojalá me equivoque, pero, ¿se resuelve algún
crimen en la Argentina? El propio gobernador de la provincia
pareció aliviado cuando dijo que el de General Rodríguez "es
un crimen de la mafia", como diciendo: "No nos compete". O
"nos supera". Por cierto que le compete, pues ¿hay algo más
preocupante para la sociedad que la impunidad del crimen
organizado?
Con el episodio de General Rodríguez nos
desayunamos de que la narcomafia opera hace tiempo en el
país. De que los barones del crimen internacional entran y
salen como Pancho por su casa. Conforme lo han difundido
profusamente en TV los opinadores "mafioespecialistas" que
de inmediato proliferaron como hongos, la Argentina pasó de
ser un país de tránsito para el narcotráfico a ser un país
de cultivo. Como corresponde a nuestra nunca bien ponderada
velocidad idiomática, se creó un neologismo: el "sicariato",
país del sicario, es decir, paraíso del crimen por encargo.
En eso se habría convertido la Argentina.
Estas y otras escalofriantes revelaciones no
parecieron alarmar demasiado al ministro de Justicia,
convencido como está de que el Estado ya ha asestado fuertes
golpes a la mafia. ¿Qué golpes? De paso, mientras
escuchábamos sus opiniones sobre tráfico ilegal de
medicamentos y otros horrendos delitos, nos hemos desayunado
con que, para el ministro, el "paco" no es una droga
peligrosa. De hecho, el ministro de Justicia ni siquiera
está seguro de que el "paco" exista ya que "no se sabe bien
de qué sustancia está hecho".
Pero, entonces, ¿qué aspiran a la vista de
cualquiera miles de chicos de la calle? ¿Una lavanda
aftershave ?
Entre las actividades de Forza, uno de los
tres asesinados en el baldío de General Rodríguez, estaba la
gestión de un laboratorio que supuestamente falsificaba
medicamentos, establecimiento que donó 200.000 pesos a la
campaña electoral de la Presidenta. Una opinión pública ya
sensibilizada por episodios como la valija de Antonini,
sobre el que aún estamos esperando explicaciones, o por
tantos otros casos de corrupción denunciados y nunca
dilucidados, ha registrado, atónita, este nuevo eslabón de
una turbia cadena ya muy larga.
Pero no es a las actividades de una de las
víctimas del triple crimen a lo que quiero referirme, sino a
la situación que el homicidio desnuda: el Estado está
abdicando su obligación de garantizar la seguridad de sus
ciudadanos. Es cierto que el narcotráfico es una lacra
mundial, y por lo tanto sería ingenuo despotricar por que
este flagelo salpica nuestras costas. Es cierto que el
narcopoder es un jinete del Apocalipsis que se pasea
rampante por el universo mundo. Sin embargo, una cosa es
admitir la magnitud de un problema y otra es consentir la
inacción ante él.
El crecimiento de la criminalidad suma a
demasiados connacionales en el terror. Por grave que sea el
problema, aún peor es comprobar que no basta con lo que hace
el Estado para afrontarlo.
¿Ha creado el Estado cuerpos especiales de
seguridad para enfrentar nuevas formas de delito? ¿Qué
refuerzos presupuestarios destina el Estado a ese combate?
¿Ha inaugurado nuevas cárceles a tono con los avances
mundiales en seguridad penitenciaria? ¿Utiliza -y cómo, si
lo hace- los avances de la tecnología virtual para proteger
a la población? ¿Se han abierto y/o diseñado escuelas y
universidades que estudien estas cuestiones? En tal caso, ¿
cuándo esos profesionales estarán en actividad? ¿Es cierto
que para el Estado es más importante perseguir el tránsito
de narcóticos (o sus sustancias preparatorias) que su acopio
o su fabricación?
Mientras redacto este artículo, un título en
los diarios me llama la atención. Informa que se nombrarán
magistrados especializados en la lucha contra el crimen
organizado y el narcotráfico, que se prepararán cuerpos de
seguridad dotados de tecnología ultrasofisticada y que está
a la firma un acuerdo nacional que suscribirán jueces,
gobernadores, alcaldes, funcionarios, políticos y
organizaciones sociales para hacer frente, todos juntos, a
la lacra criminal. Pero esto sucede... ¡en México!
Hace ya un cuarto de siglo que la Argentina
dejó atrás la pesadilla de la dictadura. Los policías que
hoy combaten el delito en las calles del país estaban en el
vientre de la madre o jugando con sonajeros cuando Bignone
le puso la banda a Alfonsín. Hemos tenido tiempo de sobra no
sólo para depurar las fuerzas de seguridad, sino para crear
otras, desde cero. Unas fuerzas de seguridad democráticas,
que batallen con eficacia contra el crimen.
Nada parece haberse hecho. En cambio,
proliferan torvas memorias que a cada momento interfieren en
el que debería ser un objetivo prioritario del Estado:
proteger a la población. Hubo, en los albores de la
democracia, un comisario llamado Juan Pirker, jefe de la
Federal, que se puso a la tarea. Un policía ejemplar.
Concitó el apoyo de la sociedad, que lo acompañó en lo que
parecía una cruzada. Lamentablemente, aquel hombre se
inmoló. Su salud no soportó la magnitud del reto. Un infarto
masivo lo abatió sobre su despacho.
El Gran Buenos Aires es hoy una llaga que
causa vergüenza a cualquier argentino bien nacido, porque
allí pobreza y crimen se entrelazan. Mientras que la
cantidad de villas miseria del segundo cordón ha crecido
cuatro veces desde 2003, en uno de sus partidos
emblemáticos, San Martín, se produce un robo cada cuarenta
segundos.
Todo Estado de Derecho tiene dos deberes
convergentes e irrenunciables: investigar y castigar los
crímenes cometidos por fuerzas de seguridad en el pasado y
controlar cualquier extralimitación en la represión actual
del crimen. Pero incentivar climas de sospecha y hostilidad
hacia los cuerpos de seguridad de un Estado de Derecho,
basándose en el pasado, es un suicidio. No comprender la
demanda de seguridad que hoy formula la población, sea cual
fuere su condición social, es un error político garrafal. La
protección ante el crimen no es de derecha ni de izquierda.
Es un anhelo de cualquier comunidad. Tan legítimo y
acuciante como la protesta contra la inequidad del ingreso o
la ofensa de la pobreza.
El triple homicidio de General. Rodríguez y
sus detalles macabros serán leídos por los medios de
comunicación como un relato espeluznante. Es inevitable,
porque la realidad, como siempre, es más imaginativa que
cualquier ficción. Pero detrás del lívido rostro de esta
novela policial de la realidad, existe un asunto de Estado.
La mafia le dejó al asesinado Forza, en la puerta de su
farmacia, una silla de ruedas, como tétrica advertencia de
que le iban a tirar a las piernas. Le tiraron a la cabeza.
Francis Ford Coppola estuvo varios meses en
Buenos Aires, caminando por sus calles, metiéndose en todos
los rincones de la ciudad mientras preparaba y luego filmaba
una película que aún nadie ha visto, pero que él tituló
Tetro . El país del desolado baldío de General Rodríguez
es un tétrico escenario criminoso. Ford Coppola, como gran
artista de este tiempo, descifra la realidad mejor que
cualquier funcionario o sociólogo de época. El leyó una
Argentina que es tétrica.
Alvaro Abós
su columna del 29-08-08 ,diario La Nación , reproducción textual
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