22 de septiembre de 2008
No hay dudas de que la crisis
financiera mundial que hoy sacude a todos los mercados
obligará a una profunda autocrítica por parte de las
autoridades de Estados Unidos, país donde se inició esta vez
el cimbronazo, y de todos los actores económicos que, de una u
otra manera, pueden ser considerados corresponsables de este
descalabro de proporciones probablemente comparable al célebre
crac de 1929.
Nada de esto, sin embargo, debería autorizar a
la presidenta argentina a burlarse de las desgracias ajenas.
Especialmente, porque esas desgracias serán, tarde o temprano,
nuestras propias penurias.
Quizá le asista cierta razón a Cristina
Fernández de Kirchner cuando critica la incapacidad de
importantes consultoras internacionales, que más de una vez
han sido implacables a la hora de diagnosticar la situación
argentina, para predecir la magnitud de la crisis mundial
desatada a partir de la burbuja inmobiliaria en los Estados
Unidos y el colapso del sistema de créditos hipotecarios.
Pero afirmar con jactancia que "mientras el
primer mundo se derrumba como una burbuja, la Argentina sigue
firme" refleja imprudencia e ignorancia.
Si bien es muy factible que las
declaraciones de la presidenta argentina no preocupen
mayormente a las autoridades de los Estados Unidos ni a los
grandes agentes financieros, que hoy tienen problemas mucho
mayores de los cuales preocuparse, aquella frase descoloca a
la primera mandataria y a la Argentina frente a un mundo
económico en el que la interdependencia y las relaciones
globales constituyen características esenciales.
No es, por cierto, la primera vez que la
primera mandataria se deja llevar por raptos emocionales y
termina siendo esclava de sus dichos. No hace mucho, tras
conocerse un crítico informe del Banco Central de España sobre
la economía argentina, invitó a sus autores a preocuparse por
los problemas que sufre el país ibérico y rozó en sus
cuestionamientos a las autoridades políticas de ese país,
ajenas absolutamente al trabajo de la entidad bancaria.
En el caso
de la crisis que ocupa hoy a todo el mundo, resulta
absolutamente ingenuo pensar que la Argentina estará
"desacoplada" -como les gusta decir a los funcionarios y a los
técnicos vinculados al oficialismo- y no sufrirá mayores
consecuencias. Porque ya las está sufriendo, aun cuando no
provengan exclusivamente de los problemas que afligen al
mundo, sino también de las pésimas señales a los mercados que
ha dado el actual Gobierno.
Si hasta hacía poco tiempo se observaba con natural
desconfianza a la Argentina por su recordada cesación de pagos
en 2001 y por actos más recientes, tales como el falseamiento
de las estadísticas del Indec sobre el costo de la vida y la
consecuente estafa a bonistas que poseen títulos públicos
ajustables por ese índice, hoy, en momentos en que los
capitales buscan destinos seguros y de mínimo riesgo, el grado
de aversión al riesgo argentino es creciente. No hacen falta
demasiados argumentos para exponer esta situación: el índice
de riesgo país ronda hoy los 900 puntos básicos.
A esto hay que sumar el efecto que la muy probable recesión en
los Estados Unidos provocará en otros países como China e
India, las otras locomotoras de la economía mundial, con la
consecuente probable caída en los precios internacionales de
materias primas, como la soja, de las que se nutre el
superávit comercial argentino. Las dificultades que tendrá la
Argentina para conseguir financiamiento externo y los
problemas para hacer frente a los compromisos están hoy en
boca de economistas sin distinción de ideologías.
Más allá de las dificultades que hoy atraviesa el mundo
financiero internacional como fruto de sus graves
equivocaciones, el aislamiento internacional del país a nada
bueno nos conducirá. Tampoco la imprudencia verbal.
Reproducción textual del editorial del 20-09-2008 del Diario
La Nación. |