15 de Agosto de 2009
Secretos y milagros de una mujer desesperada
Susana, en su casa de San Isidro,
donde entre julio y agosto de 2004 esperó la resolución del
secuestro de su hijo y vivió 21 días de infierno
Un tipo calmo y bien vestido se
bajó del auto que le habían cruzado a la rubia en la calle,
se le acercó educadamente y le mostró la culata del revólver
que llevaba en la cintura. "Tranquila ?le susurró sin
emociones?. Tranquila porque si no te mato un hijo." Susana
Chaia de Garnil venía del banco con dos de sus chicos y una
empleada, y se dio cuenta de que le estaban haciendo una
típica "salidera" y de que no tenía más alternativa que
obedecer. Entregó la plata que había extraído de su cuenta y
también las llaves del coche. El asaltante educado le avisó
que arrojaría el llavero en la esquina y se fue por donde
había llegado.
Susana es una médica ginecóloga y una
rubia destacada, pero no tiene propiedades ni fortuna. Vivía
y vive todavía en una buena casa de la zona norte, en un
barrio donde residen familias mucho más pudientes en
mansiones mucho más lujosas. Pero el sino de la violencia la
perseguía particularmente a ella.
Un mediodía de domingo, algunos años
después, Susana frenó su Peugeot 405 en una esquina de San
Isidro con la intención de meterse en un Banelco, y otro
sujeto se le fue encima. Esta vez no se trataba de un
profesional educado: venía nervioso y la amenazaba con el
fondo de una botella rota. La rubia empezó a gritar y a
forcejear mientras el asaltante se le metía adentro y le
rozaba la cara y el cuello con el vidrio dentado. Tuvo que
hacerse luego tres cirugías para recuperar la fisonomía
original. Pero en ese momento no estaba para pensar en
cuestiones estéticas: se arrojó del auto sangrando y pegando
gritos de auxilio. El delincuente hizo veinte metros con el
Peugeot, se le apagó el motor y forzó tanto el encendido que
lo quemó. Después se apeó y echó a correr, y unos vecinos lo
persiguieron, lo atraparon y lo redujeron.
Fue horrible ir a la Fiscalía de San
Isidro a identificarlo a través de una mirilla. Aquel barrio
donde sus tres hijos habían crecido jugando en las
callecitas y andando libremente en bicicleta ya no era el
mismo. A su marido Carlos, que también es médico y trabaja
de ecografista, le quedó muy en claro ese cambio una mañana
cuando salió a correr con dos amigos y éstos le iban
señalando una por una las casas y los robos y asaltos
tremendos que habían sufrido. Era un mapa de pánico y
humillaciones.
Con todos estos antecedentes,
Susana Chaia se negaba, sin embargo, a tener miedo. Ella y
su marido eran dos médicos duchos en tratar con el
sufrimiento y habían criado a sus hijos lejos de la
hipocondría y la paranoia. Esa sana despreocupación signó el
25 de julio de 2004, cuando después de celebrar con flores
su "aniversario de novios" y de ver todos juntos la final de
la Copa América, Susana le propuso a su hijo Nicolás que la
acompañara a misa de siete y media. Nico tenía 18 años, y
Susana pensó: "Si me dice que no tiene ganas, no voy". Pero
Nico, sin sospechar que un simple desgano lo hubiera
salvado, aceptó el convite.
Salieron juntos de La Horqueta y
fueron interceptados a pocas cuadras. Un desconocido vino de
atrás, le abrió la puerta a Nicolás, que iba al volante, y
le ordenó con voz dura: "Bajate". El chico murmuró
"tranquila, mamá", y obedeció. El auto tenía caja automática
y siguió adelante con Susana adentro, que miraba
desconcertada la maniobra de los raptores sin saber que lo
eran. El auto chocó contra una pared y se detuvo, y entonces
la rubia se bajó y comprobó que no era un asalto sino un
secuestro y que se habían llevado a su hijo. Fue el momento
más triste de toda su vida. Se enroscó llorando y gritando,
y miró al cielo y le recriminó a Dios: "¿Cómo permitiste
esto? ¡Si encima íbamos a misa, Dios!".
Llegó el marido y la policía, y
tres horas más tarde, recibieron la primera llamada: "Si
querés volver a verlo tenés que darnos 300.000 pesos". El
padre de Nico respondía lo que pensaba: que se habían
equivocado, que ellos eran médicos asalariados y no
empresarios fuertes, y que no disponían de semejante suma. A
los secuestradores les importaban un bledo esos
lloriqueantes argumentos económicos.
La pesadilla
Al día siguiente se instalaron en
la casa dos policías, dos psicólogas y un negociador de la
brigada antisecuestros. Y cuatro matrimonios amigos armaron
un esquema de rotación horaria para acompañar siempre a la
familia. Susana tomaba todo el tiempo Alplax. Cuando se le
iba el efecto del tranquilizante comenzaba a temblar como
una hoja. Pensaba día y noche, obsesivamente, en la suerte
de su hijo, que a varios kilómetros de su casa yacía
acostado, esposado a una cama y en compañía de dos parcos
"cuidadores".
Cuando la prensa se dio cuenta de
lo que ocurría, montó guardia en la calle, y cientos de
personas comunes comenzaron a llegar a la calle Julián
Navarro para dejar cartas de apoyo y consuelo, estampitas e
imágenes.
Al principio, Susana pensaba que
esas adhesiones espontáneas no servían de mucho, pero con el
tiempo se fue dando cuenta de su importancia. Personas de
todas las clases sociales le ofrecían sus ahorros y armaban
cadenas de rezos, y le escribían con un amor desbordado
buscando alguna clase de alivio en la vigilia. La sociedad
entera se estaba moviendo: la indiferencia hubiera sido
mucho más devastadora para los Garnil y para cualquiera.
En la tormenta, Susana se aferró
a esos gestos y también a la imagen de una Virgen. Formaron
con esa imagen, con una foto de Nico y con las cartas una
especie de santuario en el living, donde ocurrió la mayor
parte de este drama y donde ahora estamos conversando.
"Nunca más pude reclamarle a Dios -me dice-. Dios no
violenta la libertad. En aquellos días rezamos mucho y todos
juntos. Venían sacerdotes y se hacían misas en muchas
iglesias de la zona." Me está a punto de contar algo
increíble. Después de varias negociaciones dramáticas,
mientras los Garnil vendían el auto y armaban con sus amigos
una vaca para el rescate, y a lo largo de aquellos días
interminables de encierro e incertidumbres, la idea de que
ya habían asesinado a Nico taladraba la estoica racionalidad
de sus padres.
Un día Susana sintió que
desfallecía. "Yo estaba sentada en este mismo sofá hablando
con un amigo, y recuerdo que le dije: «Basta, me muero,
basta. Necesito dormir hasta que aparezca»". En ese preciso
momento se abrió la puerta y el negociador irrumpió con un
papel en la mano: "¿Esta es la letra de Nico?", le preguntó
de modo apremiante. Sí, era su letra. Los secuestradores
habían dejado una prueba de vida en la iglesia de Santa
Rita. "¡Esta es la Virgen!", dijo Susana y se arrodilló. Un
rayito de sol pegó en un espejo y el reflejo rebotó en un
vidrio interno y alrededor de la Virgen se formó un aura de
luz. Susana le sacó una foto al extraño fenómeno lumínico.
Todavía la tiene y me la muestra. Intuye que desde mi
escepticismo no puedo pensar en algo más que en una
impresionante casualidad, pero no nos decimos nada.
En su cautiverio, Nicolás trataba
de recordar cosas graciosas, anécdotas o viajes, e intentaba
alejar de su mente los primeros miedos: "A ver si entran y
me cortan un dedo", se alarmaba recordando un caso reciente
que había visto en televisión. Ya en la segunda semana
empezó a confiar: "No van a matarme", se decía. Le dejaban
escuchar música en la FM de la 98.3, y le traían diarios.
Saber que su madre estaba tan angustiada lo angustiaba
terriblemente.
Susana se levantó una mañana,
escribió una carta y después de algunos cabildeos con el
negociador, que eligió la oportunidad mediática, ella salió
a la vereda. Todas las cámaras y los micrófonos la
apuntaban. El país contenía el aliento. La rubia no pudo
hablar demasiado. Sólo dijo: "Estoy de rodillas ante
ustedes". Se refería a los hombres que habían raptado a
Nico. La carta era conmovedora y, al escucharla, uno de los
carceleros de Nicolás se le acercó: "Cuando vuelvas, decile
a tu vieja que nos perdone".
Había banderas blancas en todo el
barrio y un desfile de personajes preocupados.
Por ejemplo, el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez
Esquivel, que se acercó a solidarizarse rompiendo el viejo
axioma según el cual una víctima de un secuestro no entra en
el radar de los derechos humanos.
Dos semanas y media después de la
captura, comenzó el proceso del pago. Tras algunos amagos,
le indicaron a Carlos que pusiera la plata en un bolso y se
tomara un tren en el horario pico. Los vagones iban
abarrotados y el padre de Nicolás viajaba colgado y hablando
a los gritos por teléfono: con tanto ruido apenas podían
escuchar las instrucciones y muchos pasajeros se iban
pasando la voz. Al rato, todo el mundo sabía en ese vagón
que se estaba pagando un rescate. Si arrojaba en un
descampado el bolso, Carlos se arriesgaba a que varios
desesperados se tiraran a buscarlo.
Tres veces se frustró la entrega
porque los secuestradores eran incapaces de organizarla
bien. Asustadísimos, los Garnil se arrodillaron y rezaron un
rosario para que la Virgen iluminara las mentes de los
raptores y les permitiera encontrar un modo cabal.
Finalmente, la última llamada llegó: tenían que ir en auto
hasta una calle oscura de Boulogne. Carlos condujo con el
corazón en la boca hasta esa coordenada y en un momento oyó
desde la penumbra una voz imperativa: "Tirala". Carlos
arrojó el bolso, siguió de largo y regresó a casa.
Pasó un día entero desde ese
instante hasta que en la medianoche del sábado sonó el
teléfono. Susana vio que Carlos atendía y que gritaba:
"¡Nico! ¡Nico!" Y entonces ella literalmente se derrumbó en
la alfombra.
Lo habían liberado en Ingeniero
Maschwitz. Después de estar atado a una cama durante 21
días, el chico caminaba con dificultad. Estaba sucio y
desgreñado, y asustó a unos vecinos humildes de Garín que al
verlo siguieron de largo creyendo que era un sujeto
peligroso. Nico se puso a llorar, y entonces el vecino se le
acercó. "No se asusten, soy Nicolás Garnil, el chico que
secuestraron en San Isidro -balbuceó el fantasma-. Necesito
que me preste un teléfono." No podían creerlo. La mujer
llamó a La Horqueta y le dijo a Carlos: "Nicolás está
sanito, no tiene golpes ni está lastimado. Quédense
tranquilos: nosotros somos gente de bien".
Nico se fumó un cigarrillo y
luego se dejó llevar en patrullero a la casa de Julián
Navarro. Susana lo abrazó interminablemente; había clima de
algarabía en todos lados. Los canales y las radios
transmitían en directo desde afuera la noticia sensacional,
y los diarios preparaban febrilmente la segunda edición.
Los Garnil salieron al jardín
trasero y estuvieron juntos y abrazados hablando un largo
rato. Una psicóloga de la policía le había dicho a Susana
una verdad que resonaba en su cabeza: "Ojo, traten ahora de
no secuestrarlo ustedes". Era un consejo certero.
Sobreprotegerlo y mantenerlo confinado a una vida de
vigilancias y cuidados era un riesgo enorme. Nico se quedó
esa noche despierto, comentando a solas con su hermana lo
que le había tocado, y anduvo serio unos cuantos días, pero
los Garnil le permitieron que fuera al viaje de egresados a
Bariloche, y cuando regresó de esa fiesta Susana notó que su
hijo era la misma persona de siempre.
Activismo inmediato
Son gente peculiar: aseguran que el
asunto ni siquiera les dejó secuelas. Ni paranoias ni
resentimiento ni cosa parecida. Lo único que cambió fue el
activismo inmediato que, por solidaridad y convicción,
abrazó Susana Chaia, quien despertó las iras del gobierno
nacional al enviarle una durísima carta abierta al entonces
presidente Néstor Kirchner donde le reclamaba políticas
concretas de seguridad.
Las usinas políticas del oficialismo
salieron a estigmatizarla como una mujer de derechas y hasta
hubo una operación sucia para revelar "sus contactos
militares". Esta operación se basaba en que su padre había
sido mayor del Ejército. Pero resulta que lo habían
despedido en 1962, durante la asonada de Azules y Colorados,
y que había muerto hacía más de veinte años. "Tengo algunas
cosas de derecha y algunas de izquierda", me dice Susana,
asombrada todavía con que el tema de la seguridad sea
cruzado en este país por esas añejas categorías y
prejuicios.
También la vincularon con la
individualista y poco compasiva alta burguesía que reclamaba
mano dura contra los pobres. Pero Susana se metió en tarea
social y ayudó a crear la Mesa de Integración para trabajar
en las villas con planes de urbanización y programas
educativos. Conoció gente muy valiosa en La Cava y se
sorprendió al escuchar cómo algunos vecinos de esa villa
querían castigar a la delincuencia con mucho mayor énfasis y
dureza que ella. Es que los pobres no tienen alarmas
ni cercos ni dinero para psicólogos ni atención de la
opinión pública. Los pobres están mucho más indefensos que
nadie frente a la violencia armada.
Cada 15 de agosto, Susana organiza una
cena en su casa. Esa fue la fecha, hace cinco años, en la
que Nico recuperó la libertad y comenzó su segunda vida. Lo
celebran con alegría, como si fuera un cumpleaños. Asisten
el eficaz negociador y los cuatro matrimonios que tanto los
apoyaron en aquellas tres semanas imborrables. No tienen
marcas, traumas ni rencores. Brindan siempre por eso. Pero
Susana no olvida. Cada vez que se entera de un secuestro,
siente un escalofrío, llama a la madre de la víctima y trata
de confortarla con su experiencia. Recuerda íntimamente
aquel rayito de luz que aquel día pegó en un espejo, rebotó
en un vidrio y produjo un aura.
Un aura de esperanza.
EL PERSONAJE
SUSANA CHAIA DE GARNIL
Valiente madre de un chico secuestrado
Familia: tiene 52 años. Está casada con
Carlos Garnil y tiene tres hijos: Agustina (24), Nicolás
(22) y Ramiro (19).
Cartas: escribió dos misivas
conmovedoras. Una que hizo pública para pedirles piedad a
los secuestradores de su hijo Nicolás y otra que, con
posterioridad, envió al entonces presidente Néstor Kirchner,
en la que le decía, entre otras cosas: "Me dolió mucho
escucharlo decir «la Argentina es un país seguro»
inmediatamente después de recibir a amigos nuestros que
fueron a verlo a la Presidencia, en respuesta a una
invitación suya, mientras mi hijo estaba secuestrado. Creo
que usted no puede decir esas palabras, ni dentro ni fuera
de contexto".
Actividades: junto con su marido
formaron un Equipo de Prevención Ciudadana, destinado a
colaborar en la seguridad de la zona norte con políticas
sociales. Trabajaron en la Fundación Blumberg y se apartaron
de ella cuando Juan Carlos, padre de Axel, el joven
estudiante secuestrado y asesinado en marzo de 2004, se
metió en política. Reproducción
textual de la columna en el diario la Nación del 08-08-09
del periodista, Jorge Fernández Díaz