20 de Abril de 2009
Una
manga de argentinos
¿Saben por qué se matan, argentinos? Porque son
una manga de pelotudos. Porque se creen los más vivos, los
supermanes, los invulnerables.
![](http://www.criticadigital.com/fotos/caparros_1.jpg)
¿Saben por qué se matan, argentinos? Porque son una manga de
pelotudos. Porque se creen los más vivos, los supermanes,
los invulnerables. Porque se creen que, como este país
maravilloso, están condenados al éxito y que, por más
boludeces que hagan, van a terminar bien. Porque son
incapaces de pensar –entre otras cosas– las consecuencias de
sus actos. Así que se lanzan a la muerte con el placer de
los idiotas. Háganlo, diviértanse. A nadie se puede privar
del derecho de agarrar su cochecito recién lavado, levemente
tuneado, abonado en incómodas cuotas o contado rabioso,
preparado para producir muecas de envidia en el vecino y
jadeos de deseo en las ninfetas, y reventarlo contra un
poste a 200 por hora: hacerse moco a 200 por hora, un
destino bien macho y argentino. Pero traten de matarse
solos. Si lo lograran, saludos y buen viaje. El problema es
que, en general, se las arreglan para enganchar a algún
incauto y, entonces, pasan de suicidas a asesinos. ¿Y saben
por qué matan, argentinos? Porque son una manga de
pelotudos. Porque se creen los más vivos, los supermanes, y
al resto que lo parta un rayo. Porque se creen que, como
este país maravilloso, están condenados al éxito y que, por
más boludeces que hagan, van a terminar bien. Porque son
incapaces de pensar las consecuencias de sus actos
–argentinos.
Hay más razones, por supuesto. Se puede hablar del parque
automotor deteriorado –lógicamente deteriorado en un país
deteriorado que no ofrece las condiciones necesarias de
seguridad.
Se puede hablar de las rutas deterioradas
–pero, por suerte, privatizadas y cobrando peajes y
subsidios– que no ofrecen las condiciones necesarias de
seguridad. Se puede hablar del Estado deteriorado que nos
enseña que se puede hacer casi cualquier cosa porque, en
última instancia, es probable que todo termine en una coima.
Se puede hablar del Estado deteriorado que no enseña qué sí
se puede hacer, y por qué habría que hacerlo. Se puede
hablar, pero si tuviéramos en cuenta todo eso y actuáramos
en consecuencia, las consecuencias de todo eso darían otras
cuentas.
Las cuentas de muertos en las rutas y calles argentinas son
aterradoras. Los accidentes son la primera causa de
muerte de menores de 45 años –la primera causa de muerte
de los jóvenes en la Argentina– y siguen progresando.
Pero las cifras son sólo la confirmación de lo que se ve
todos los días: cuando voy por una ruta y el idiota de turno
me pega el coche atrás y me torea porque considera que ir,
como suelo ir, a la velocidad permitida es una pérdida de
tiempo y una estupidez y una muestra de mi innegable
cobardía, o cuando un energúmeno autopistero me pasa como
una exhalación por la derecha a 170 para mostrar que a él
nadie le gana, o cuando un mamerto semivirgen entra en una
bocacalle por la izquierda a 60 sin mirar a los lados porque
es macho o idiota ni recordar ni por asomo aquello de que la
prioridad la tiene el otro, me dan ganas incontenibles de
matarlos. Me vuelvo, por un momento breve y casi placentero,
un varón argentino. Y pienso, entre otras cosas, que
si tuviera que elegir entre dos amenazas, preferiría un
pendejo acelerado y/o asustado apuntándome con una 38 que
aquel ejecutivo o sojero o técnico dental pegándome la 4x4 a
la cola porque quiere ser el más vivo del barrio: la
primera, por lo menos, tiene cierta lógica –macabra. Por
suerte no puedo elegir; por desgracia, el ejecutivo o sojero
o técnico dental me atacan con mucha más frecuencia –y
producen muchas más muertes.
Faltan, faltaba más, los datos oficiales, pero
Luchemos por la Vida dice que en un año –2007, el último
computado– se murieron 8104 personas en accidentes viales
argentinos: 676 cada mes, 22 cada día. Ese mismo año, según
el ministerio de Justicia, murieron asesinadas 1959
personas; más de la mitad –1090– fueron homicidios que no
sucedieron “en ocasión de otro delito”, o sea: no
relacionados con la delincuencia sino con las clásicas
reyertas familiares o vecinales, la sal de la vida. En
síntesis: en 2007 hubo casi ocho personas muertas en
accidentes por cada persona muerta por un delincuente, pero
no paramos de hablar de la inseguridad –que es grave–,
porque consigue votos, adhesiones, porque legitima las
peores posturas políticas, porque vende alarmas y policías
privadas y, sobre todo, porque se le puede echar la culpa al
otro: sus ejecutores siempre son otros –los delincuentes,
los marginales, los villeros, los negros– y no, como en las
muertes de tránsito, nosotros mismos, gente como uno. Que,
decíamos, no sólo se mata sino que también asesina mucho más
que los delincuentes: según el ministerio de Justicia, de
los muertos en accidentes en 2007, 2014 fueron peatones y
bici/motoristas: más que todos los muertos en homicidios, el
doble de los asesinados por los delincuentes, un cuarto de
todas las víctimas de accidentes, los perdedores de la lucha
de clases vehicular.
Hace años escribí que la civilización eran las rayas
blancas: “Hay pocos homenajes más repetidos y cursis a la
convivencia humana que un señor que camina por unas rayas
blancas como si nada, con semáforo verde y los coches a mil
por la avenida, hacia él, con semáforo rojo. Es un gesto de
infinita confianza. Sólo un signo lo separa del
aplastamiento: sólo una convención. La civilización debe ser
su confianza en que los conductores de los coches van a
respetar la convención.
–Pobre ángel, era tan bueno.
–Sí, nunca eructaba en la mesa, casi nunca.
La convención funciona porque se supone que sirve para el
bien de todos. Al automovilista le conviene parar para no
tener problemas y porque él será peatón la otra vez, y le
convendrá que los demás paren. La convención se basa en la
ficción de que los puestos son intercambiables. No siempre
es cierto.
–Pero mi coronel, imagínese lo que sería esto si todos los
negritos anduvieran en coche.
–Intolerable, doctor. La barbarie, le digo, la barbarie.
–Usted lo ha dicho, coronel. Va a haber que tomar medidas.”
Las rayas blancas ya no garantizan nada, porque las
convenciones que solíamos llamar civilizadas no están muy de
moda últimamente. El problema es que esas convenciones –esas
reglas– son maniobras defensivas para ir tirando, para
garantizar cierta supervivencia. Si no las ponemos en
marcha, estamos módicamente al horno –porque matar, ahora,
es más fácil que nunca en la historia. Solía ser más
complicado: había que blandir un arma y atacar, hacerse
cargo. Ahora alcanza con pisar el acelerador de un arma que
se supone que no es tal sino un medio de transporte y
afirmación social. Es raro que andemos armados todo el
tiempo, y se necesita mucha civilización para paliarlo. Está
claro que no la tenemos.
Por eso, entre otras cosas, manejamos como manejamos. Y se
podría postular que somos como manejamos: una manga de
pelotudos que nos creemos los más vivos, los supermanes, los
invulnerables. Que nos creemos que, como este país
maravilloso, estamos condenados al éxito y que, por más
boludeces que hagamos, vamos a terminar bien. Que somos
incapaces de pensar –entre otras cosas– las consecuencias de
nuestros actos. Así que nos lanzamos a la muerte con el
placer de los idiotas.
Mientras sigamos manejando así, confirmamos lo que ya
sabíamos: que la culpa es nuestra. No digo la culpa de los
accidentes, digo la culpa en general: si así manejamos los
pinches autos que tenemos, cómo no vamos a manejar así el
pinche país que nos va quedando.
Por supuesto que el gobierno debería hacer campañas,
enseñar, castigar, pero la culpa principal es de cada uno
–porque cada uno puede cambiar o no su conducta en la calle.
Y por eso las muertes en tránsito son un caso testigo, uno
de los pocos en que se puede cambiar mucho si cada uno
cambia, uno de esos donde no vale echarle la culpa al poder,
a los políticos, a los corruptos, a la vecina del 3ºC. Si no
bajamos la cifra de muertos cada año un poco más, no
servimos para nada, nos merecemos todo lo que nos pase. Es
así de pavote. Martín Caparrós,
reproducción textual de su columna en Critica de la
Argentina.