21 de Agosto de 2007
Cuando era chico no
me interesaba el rugby. A pesar de la insistencia de mi padre,
quien lo había practicado, yo decididamente prefería el
popular y televisivo fútbol. La realidad evidenció que no era
bueno para el deporte de la redonda y, en consecuencia, fui
rechazado en el equipo de mi colegio. En esas circunstancias,
casi no me quedó otra opción que –alrededor de los 8 años de
edad- probar con el otro deporte que se practicaba en la
escuela: el de la “guinda”.
Cerca de treinta
años después, me alegra decir que la elección parece no haber
sido tan mala ya que el rugby me ha enseñado mucho, y no sólo
en el campo de lo deportivo.
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El rugby me enseñó
que se puede jugar siendo gordo. Que hay un lugar para cada
uno y que debemos luchar hasta encontrarlo. También me enseñó
que el gordo puede enamorarse del deporte, entrenar, ir al
gimnasio, potenciarse, jugar y ganar. Y que puede transformar
su supuesta debilidad en una incontenible fortaleza.
Me sorprendió
cuando, por primera vez, un compañero tapó mi cabeza con su
espalda para impedir que el botín del contrario la pisara. A
partir de allí, aprendí y ejercí –como todos- esa práctica que
refleja el espíritu de equipo, de amistad y, sobre todo, de
lealtad, esencial al rugby.
También me hizo ver
que en determinados momentos es necesario bajar la cabeza como
un toro, concentrar toda la energía e ir para adelante
buscando el in-goal contrario, aún sin saber exactamente las
consecuencias de tal decisión.
Me mostró que el
juego termina cuando suena el silbato, que se debe abrazar al
rival tras la pitada final y disfrutar relajadamente un tercer
tiempo de reconciliación con los jugadores del equipo
contrario. Me enseñó a construir relaciones fructíferas más
allá de las dificultades de corto plazo.
Me hizo saber que
el árbitro es sagrado, y que, a pesar del eufórico entusiasmo
del juego, las reglas deben ser cumplidas y que las decisiones
del referee, independientemente de su pequeño tamaño, son
inapelables e indiscutibles.
Me mostró que una
espalda ardiendo bajo las duchas del club significa haber
dejado todo en la cancha. Que se debe disfrutar de la
sensación del deber cumplido, más allá del resultado. Que
jugar y dejar todo en la cancha, ya es ganar.
Me enseñó a que la
vida es “todo terreno” y que, a veces, nos lleva a jugar en
verdes canchas con delicadas pasturas, y otras, en áridas
superficies de tierra seca. Que la meta es la misma pero la
estrategia, para jugar y triunfar, puede cambiar.
![](../../../../images/msimonetta.jpg)
Me hizo comprender
que no importa ganar ni perder sino jugar, jugar mucho y
divertirse. Que jugando se aprende de los errores, se
modifican las estrategias, se incrementa la autoestima e
indefectiblemente se gana más de lo que se pierde, en este u
otros campos de la vida.
Me demostró que es
compatible el trabajo duro con la mayor diversión. Que, cuando
uno se enamora de lo que hace, pocas barreras pueden frenarlo.
Me alentó a celebrar los éxitos, pero también los fracasos
cuando se deja todo en la cancha.
Nuestro rugby es un
reflejo de los “buenos viejos tiempos” de la Argentina, cuando
éramos un país abierto y atractivo al comercio, a las
inversiones y a las personas de todo el mundo. De la época en
que Gran Bretaña arriesgaba el 65% de las inversiones que
realizaba en toda América Latina en este país. Vías férreas,
puertos, frigoríficos y por qué no decirlo, el rugby, son
algunas de las herencias recibidas. Como un fiel y persistente
reflejo de aquel legado, la Argentina es el único país latino
que se encuentra –con firmeza y autoridad- entre los 10
mejores equipos del mundo, jugando de igual a igual –y en
muchos casos derrotando- a las 5 naciones donde el deporte fue
dado a luz.
Faltan pocos días
para que comience la Copa Mundial de Rugby Francia 2007. En
medio de este clima de alegría no puedo evitar pensar en
cuánto valor este deporte ha agregado a mi vida y a la de mi
familia. Me enseñó a crecer, a animarme a ir para adelante, a
tomar riesgo y a sentirme respaldado confiando en mis
compañeros, en mis amigos, pero -sobre todo- en mí mismo.
* Dedicado a mi “viejo”, Julio A. Simonetta (h).
Por Martín Simonetta
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