03 de Abril
de 2009
Adiós, señor
Presidente
Era un hombre sincero, tozudo, de
ideales, leal, todos atributos que cautivaban a la juventud
![](http://www.lanacion.com.ar/anexos/fotos/79/977979.jpg)
Estaba, meses atrás, en la
tarea de mudar libros entre Buenos Aires y Pergamino. Comencé
extrayéndolos de anaqueles desordenados por el tiempo, como
sucede con cualquier biblioteca que haya sido grata en
placeres y servicios. De pronto retuve dos libros en cuya
cubierta figuraba el nombre de Raúl Alfonsín.
Acuciado, tal vez, por la
sombría noticia que se había derramado a media voz sobre su
salud, tomé al azar uno de los tomos. Más por presentimiento
que por el vago recuerdo de lo que podía encontrar, lo abrí.
En letras vigorosas, trazadas con tinta azul, el autor había
puesto la dedicatoria que sigue a quien esto escribe: "-Con la
remota esperanza de que me entienda, con un abrazo". Y la
data: 1987, en medio del período presidencial del remitente.
Palabras intencionadas.
Innata ocurrencia de un temperamento obstinado. Suficiente
constancia, o tenue reprensión, por disentimientos con aquel a
quien iban dirigidas: la disputa con Ricardo Balbín por el
liderazgo radical, a partir de 1970; la decisión de poner al
viejo partido (el partido de la inmigración y de la clase
media argentina) en la Internacional Socialista; visiones
diversas sobre las reglas de una economía sana, la reforma
constitucional de 1994...
En otra parte del libro, la
tinta azul se había extendido en la indicación para el
destinatario de que debía leer especialmente las páginas tales
y cuales. Conocía el carácter del firmante. Aquellas palabras
patentizaban la esencia de un espíritu. El del político sobre
cuyas luchas se ha fundado el ciclo democrático de gobierno
que se prolonga desde hace 25 años, ahora con malversaciones
crecientes de los gobernantes sobre su recto funcionamiento.
Había escuchado el nombre de
Raúl Alfonsín, por primera vez, de boca de Haroldo Foulkes,
hermano de su madre, Ana, una espléndida mujer. Foulkes estaba
casado con María Roldán, luchadora radical durante la
dictadura de Perón, la de la primera parte de los años 50.
Foulkes había ingresado en La Nacion en 1957. Lo había hecho
como cronista de temas generales, después de haber escrito por
años, en la revista El Hogar, una sección sobre el mundo del
golf, denominada "Hoyo 19".
En las elecciones
presidenciales del verano siguiente, Foulkes apostó por el
candidato perdedor, Ricardo Balbín. Otro tanto hizo el
sobrino, pero con mejor fortuna. Esas elecciones de 1958 lo
encumbraron como vicepresidente del bloque de diputados de la
Unión Cívica Radical del Pueblo en la Legislatura bonaerense.
En adelante no sería
necesario preguntar por Alfonsín y por su carrera, cada vez
más visible y empinada. En 1963, con el triunfo de Arturo
Illia, sería vicepresidente del bloque de diputados nacionales
de la UCRP, bien que a partir de una relación más directa con
el presidente del partido, Balbín, que con el nuevo
presidente. Por entonces Foulkes se había radicado en Londres.
Primero, para trabajar en la BBC, y luego, para asumir la
corresponsalía de La Nacion.
La esperanza de lograr
comprensión fue una derivación infaltable, explícita, en los
compromisos de Alfonsín con la política. Transmitía esa
esperanza con verbo vibrante en las tribunas cívicas, en las
que descollaría como el más grande orador del último cuarto de
siglo. Pudo haberse dicho de él lo que se señaló sobre
Aristóbulo del Valle, que poseía los atributos que arrebatan a
la juventud: sinceridad en los ideales, desinterés material en
la acción, lealtad en el infortunio. También, confianza audaz
en el triunfo, a pesar de las derrotas y dificultades que
asomaran.
Fue un final a la medida del
personaje histórico el de esa despedida del 30 de octubre, en
el Luna Park, colmado por el gentío juvenil que debió
contentarse con la proyección de un discurso grabado por
Alfonsín dos días antes. El cuerpo vencido no permitía a esas
alturas sino que lo sentaran al lado del lecho, en una silla
especial, desde la que iba a pronunciar la arenga última, la
más emotiva, y con la invocación, por enésima vez, a una
política nacional de diálogo.
Era la de Alfonsín una
esperanza igualmente infundida a la palabra escrita. Hacía
llegar sus artículos a múltiples hojas partidarias, e incluso,
a hojas abiertas por núcleos doctrinarios más heterogéneos que
los de una bandería. A ellos se acercaba por la voluntad de
extender la influencia de sus propuestas por encima de los
cánones de la agrupación en que militó desde la adolescencia.
Había ingresado en la UCR, de Chascomús, por las puertas de la
"Intransigencia" que inspiraban, por oposición al núcleo
heredero del alvearismo, Balbín, Frondizi, Lebensohn.
La muerte no mejora a nadie,
pero nada impide que los ojos de otros hombres embellezcan, al
apagarse una existencia, los rasgos cautivantes que hubieran
sobresalido en aquel que se aparta definitivamente,
irremediablemente, de la comedia humana que se renueva a
diario. Aquella esperanza permanente de Alfonsín por atraer el
asentimiento ajeno hacia las propias convicciones se resumió
en el verbo que, por reiterado en tribunas y escritos, terminó
identificándole ante la opinión pública. "Persuadir."
En situaciones generales en
que el grado de impostura política alarma y sobran
hombres-veletas dispuestos a prestarse hoy a denostar lo que
predicaron hasta ayer nomás, la vida de Alfonsín impresiona,
en cambio, por la autenticidad. Por la dignidad con la cual
defendió ideas, por el coraje con el que actuó, aun a riesgo
de una muerte anticipada y violenta. En la década de los 70,
debió apelar a sucesivos refugios temporarios para salir
(primero por la Triple A, luego por la facción militar más
dura) de la línea de fuego irracional del terrorismo de
Estado.
Encolerizaba a algunos que
durante la represión del otro terrorismo, el de las bandas
subversivas, se hubiera movilizado, como abogado y político,
en defensa de los derechos de quienes pedían protección.
Prestó ese concurso de manera resuelta, mientras el fanatismo
de los detractores se expresaba con encono en periódicos
subalternos, subvencionados no pocas veces por organismos del
Estado.
Olvidaban que bajo la
influencia de Alfonsín una franja sustancial de la juventud
universitaria había sido sustraída de la violencia
protagonizada por quienes soñaban, a punta de pistola, con el
delirio de lo imposible. Frente a la juventud que mataba y
moría, aquélla fue la gran contribución a la sociedad
argentina de Alfonsín y la muchachada que lo seguía en las
casas de estudios. Al comienzo, desde Franja Morada, integrada
por radicales, socialistas, anarquistas; luego, desde la Junta
Coordinadora, decididamente radical.
Es parte de otra historia y
de otros desencuentros que esa misma juventud, al madurar más
tarde con deficiencias, ya en el ejercicio de cargos
jerárquicos en la UCR, ya en funciones de gobierno, hubiera
echado leña al fuego en que se ha consumido no poco de la
identidad y la gravitación centenarias de ese partido. ¿Hay
aún tiempo para salvar al que ha sido, con alas desplegadas a
izquierda y derecha del eje central, uno de los grandes
agrupamientos democráticos de la Argentina? Sólo el porvenir
podrá decir con qué resultado se han hecho las gestiones
todavía en marcha para lograr, con la participación de
dispersos fragmentos radicales, la reconstrucción de lo que ha
dejado un vacío inocultable en la política.
Raúl Alfonsín fue un hombre
de empecinamientos, de errores de concepto arduos de explicar,
pero que provenían, como en todo aquello en que acertó, de un
innegable fondo de principios ennoblecidos por la decencia con
la que se aplicaba a la política práctica. Disponía, según la
nomenclatura posmoderna de la política, de una veta
progresista, algo confusa y de viejo cuño, renuente a
complacerse en modalidades autoritarias de gobierno. Sabía,
por eso, lo que otros ignoran en el difuso campo del
progresismo: la democracia argentina se queda vacía de
contenido sin el acatamiento de los preceptos republicanos de
la Constitución de 1853/60.
Las discusiones con Alfonsín
eran asunto más sencillo de resolverse a la distancia que en
la confrontación personal. El interlocutor desprevenido podía
convertirse en rehén del tratamiento invariablemente
respetuoso, de la cortesía y la amabilidad seductoras que
dispensaba con naturalidad.
Conseguía de ese modo
atenuar diferencias y, ni qué decir, ridiculizar la
inferioridad del hosco desdén. Además, Alfonsín disponía, aun
en capítulos menores de la vida, del don del agradecimiento,
rara virtud en la esfera de debate de los asuntos públicos. Su
amenguada presencia, por mezquindad o lo que fuera, debería
invitar a un examen introspectivo a muchos de los que lo
enfrentaron dentro y fuera del Partido Radical.
Desde que había dejado la
Casa Rosada, en 1989, nunca dejé de decirle "presidente". Así
lo hice cuando llamé a su teléfono, a mediados de año, para
interesarme "por el pequeño problema" con el que estaba
lidiando. Quedé sin dudas sobre su estado real a raíz de la
emotividad con la que se despidió antes de que cortáramos.
El jueves 18 de septiembre
lo visitamos con Rita, mi mujer, en la prolongación de su
hogar, que era la oficina del quinto piso del edificio de la
avenida Santa Fe en el que vivía. Hablamos de María Lorenza,
su mujer, que tampoco se encontraba bien de salud. Hablamos
sobre el vicepresidente Julio Cobos y de la significación
institucional, que Alfonsín valoraba, de su famoso voto en el
Senado, pero también de la necesidad, observó con disimulada
picardía, de que "en estas cosas" obre el tiempo. "Porque no
vaya a ser que Cobos vuelva ya mismo en plenitud al partido y
se nos endilgue que cogobernamos".
Hablamos los tres, sin
abordar lo que estaba implícito en la visita. Evocamos comunes
afectos, amigos, gentes de Pergamino, la de esos pagos que en
secreto lo acogieron, en medio del otro drama ?el de hace 30
años?, porque eso era lo que había que hacer, así de simple.
Mencioné nuestra última conversación telefónica. "Al fin de
cuentas ?resumí, como pude?, mucho más importante que no
haberlo entendido a veces, es haberlo querido, Presidente."
"Claro que sí -contestó-;
así ha sido."
Dijimos que era hora de
irnos, que era innecesario que se levantara del sillón. Que no
debía incomodarse más de lo que lo había hecho. Asintió.
Percibí la triste sonrisa de quien contiene dolores. Se abrazó
con Rita.
Inclinándome, extendí el
brazo hacia la mano recíproca que, más que alargarse, me
atrajo con empeño. Logró que las cabezas chocaran. Quedaron
juntas por el instante que aún perdura.
Claudio Escribano, ex Director del diario La Nación,
reproducción textual de su columna periodística.
Los ex presidentes
JOSE
SARNEY,
Ex presidente de Brasil
"Fue un gran hombre de
Estado. Una de las más grandes figuras humanas que me tocó
conocer; un pionero de la integración latinoamericana"
PATRICIO AYLWIN,
Ex presidente de Chile
"Mantuvimos nuestra relación
durante mucho tiempo, cuando llegué a la presidencia vino a
visitarme. Fortalecimos nuestra amistad y el compromiso por la
lucha por la libertad y la democracia"
JULIO MARIA SANGUINETTI,
Ex presidente de Uruguay
"Hoy es un día de congoja
para Uruguay. Nos sentimos muy hermanados y expresamos la
solidaridad de todos nosotros" |