17 de Julio de 2007
Con la televisión
convivimos demasiado como para no tener contradicciones, y
a
las mismas las pueden regir las ideas, la fe o hasta la misma
edad. Según los expertos, la permanencia actual de una cultura
está profundamente ligada a su producción de imagen. Y la
nuestra es copiosa tanto en cantidad como en calidad.
Somos dueños de una televisión gratuita digna y creativa en
las grandes ciudades, con la debilidad de la escasez en zonas
poco pobladas. Y de una televisión paga de las mejores, en
producción y difusión.
De pronto, como en todas las sociedades modernas, aparecen
errores o excesos que nos sumergen en un debate necesario, que
suele contener la confrontación de ideas sobre la libertad y
sus límites.
Algunos intentan avanzar sobre los viejos moldes morales que
consideran ya vaciados de contenido, otros se indignan y
opinan como si fueran los únicos con derecho a hacerlo. Y
entre el exceso y la pacatería se debaten ideas y se mezclan
acusaciones, como en todo proceso de una sociedad que busca su
madurez.
Si ayer la imprenta engendró una civilización más amplia, hoy
la imagen y las comunicaciones limitan la aldea global.
Cuántos libros quemaron los que decían defender la fe, con
argumentos parecidos a los que intentan imponerse hoy. Para mi
padre era difícil conciliar el sueño sin la compañía del
diario de la tarde. Luego la radio definió costumbres
hogareñas, hasta que la televisión reformuló la soledad.
Desde el manejo a la percepción de sus mensajes, los que
nacimos antes que la tecnología tenemos comportamientos
diferentes frente a los mismos. La televisión entretiene y
educa, asombra y hasta a veces lastima. Limitar los excesos es
tan difícil como convocar al talento creativo. Con dudas, si
estamos limitando la verdad a Galileo o tan sólo copiando la
persecución de Torquemada.
Demasiados riesgos morales en la carencia de límites,
excesivas tentaciones contra la libertad en el exceso de los
mismos. Imaginar en la multa o el castigo de los gobiernos la
mejoría de los contenidos es tan irracional como pensar que
quienes tiran esas piedras están libres de pecado.
La tensión entre la libertad y sus límites hace a la esencia
de toda sociedad democrática dispuesta a madurar en su debate.
Hay contextos en los que coincidimos todos, como el respeto al
horario de protección al menor o la separación entre erotismo
y pornografía. Vienen luego situaciones y lenguajes que
confrontan con la amplitud e indiferencia de unos y las
rasgadas vestiduras de otros.
No todos coincidimos en esas exigencias, y menos aún puede
nadie considerar sus temores y denuncias como expresión de sus
virtudes. Ni mejores ni peores, la humanidad persiguió más
talento desde las supuestas morales que corrupción generaron
sus libertades.
La televisión es, además, una industria en dificultades que
necesita más nuestro apoyo con medidas concretas que los
pacatos temores de quienes intentan detener el avance de la
imagen sobre la gráfica. Demasiadas divisiones reales o
innecesarias tiene nuestra historia como para intentar ahora
enfrentar a la prensa escrita con la radio y la televisión.
Tenemos libertad y diversidad de medios y mensajes, hay que
consolidar la madurez de los propios actores. Ellos y la
sociedad irán gestando sus propios límites. Hay hoy muchos más
aciertos que errores. La libertad incita la creación y sus
riesgos. La represión poco tiene que ver con la virtud y nada
con su desarrollo.
Debatamos y mejoremos una realidad con la que convivimos a
veces en exceso, sin que nadie se sienta con derecho a imponer
sus parámetros. La televisión necesita encontrar la madurez de
su libertad, tanto como algunos de sus críticos acostumbrarse
a la democracia.
Julio Bárbaro, Interventor del COMFER.
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