27 de Agosto de 2007
Trelew no se parece en casi nada a la ciudad que era hace 35
años, cuando la vi por primera vez. Su población se ha
multiplicado cuatro veces: de los veintiséis mil habitantes de
entonces a los casi cien mil de ahora. En el centro abundan
los cafés, los negocios atareados, los turistas que tratan de
acercarse a las ballenas en el océano próximo. Sólo no han
cambiado las ondulaciones que separan el casco urbano de la
estepa, el té de la tarde que los galeses dejaron como una
costumbre de siempre cuando colonizaron la región en 1865, las
siestas inevitables.
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El aeropuerto de
1972, donde se refugiaron y se rindieron sin condiciones los
diecinueve guerrilleros fugitivos del penal de Rawson, ya no
está donde estaba. El nuevo es un imponente conjunto de dos
plantas situado en el camino a Gaiman, siete kilómetros hacia
el Oeste, en vez del modesto edificio que antes desafiaba la
soledad quince kilómetros al Este, cerca del mar.
A las pocas horas
de llegar tuve que declarar como testigo ante el juez federal
Hugo Sastre por un libro que publiqué en 1973, La pasión según
Trelew. Allí se relata la fuga en masa de 115 guerrilleros
desde Rawson, el 15 de agosto de 1972, el fracaso de casi
todos en alcanzar a tiempo el avión de Austral capturado por
sus compañeros en Comodoro Rivadavia, y la rendición sin
condiciones de los diecinueve que llegaron tarde y se quedaron
en tierra, mientras los otros rezagados volvían a la cárcel.
Los que se
rindieron fueron sacados de sus celdas la madrugada del 22 de
agosto y ametrallados por los oficiales de la Marina
encargados de su custodia. Así lo recuerda Trelew, el
documental de Mariana Arruti que vi el día del 35°
aniversario. Pocos relatos de esa tragedia sin drama –o de
cualquier tragedia en general– me han parecido tan ascéticos y
a la vez tan conmovedores. Arruti logra el prodigio de
restablecer el pasado tal como fue –el pasado en sí que Proust
aspiraba a resucitar– desplegando con prolijidad imágenes de
los noticiarios, declaraciones de testigos y retratos
silenciosos de los lugares tal como el tiempo los ha dejado.
En sus primeros
minutos, Trelew relata la solidaridad que poco a poco despertó
entre los habitantes comunes de la ciudad cuando los primeros
presos políticos llegaron al penal de Rawson y cómo se crearon
amistades imposibles entre los que ya estaban en la ciudad y
los familiares que iban llegando de lugares distantes con
medicamentos y ropa. Casi en seguida, la película se detiene
en los preparativos de una fuga en masa que parecía empresa de
locos y que fracasa a última hora por una señal mal
comprendida. Es el mejor momento de Trelew. En la narración de
Arruti hay un despojamiento visual y un ascetismo expresivo
que hace pensar en Un condenado a muerte se escapa, la obra
maestra que Robert Bresson dirigió en 1957. Los detalles de
los muros, de las escaleras descascaradas, de las celdas sin
nadie, tienen una densidad casi metafísica.
Cuando me propuse
narrar esa fuga en 1973, Ana Wiessen, una de las guerrilleras
que esperaban a los fugitivos en Trelew para llevarlos al
aeropuerto, me dijo que, al no verlos llegar a la hora
convenida, tuvo “un pensamiento judío”. “Los judíos –explicó–
siempre comparamos los signos que nos envía Dios con otros
signos más terrenales para averiguar si aquéllos son falsos.
Pero también Dios puede querer engañarnos. Por lo tanto, Dios
nos ha engañado, me dije. Y ése fue un verdadero pensamiento
judío.” Ana Wiessen hablaba en tiempos inclementes. Todo lo
que entonces decía podía incriminarla, devolverla a la cárcel,
arrastrarla a la muerte.
La película de
Arruti lleva esa duda metafísica más lejos, porque la
transforma en culpa. Uno de los responsables de transportar a
los fugitivos, Jorge Lewinger, confiesa que interpretó mal las
señales que le daban desde el penal, o que las confundió, y
que ese error no ha dejado de atormentarlo. Trelew reúne, por
fin, los testimonios de mucha gente que se había negado a
hablar. De hecho, cuando emprendí la investigación para mi
libro de 1973, me dijeron que Jorge Lewinger había participado
en la fuga pero que hablar podía costarle la vida. Y no hay
libro en el mundo que valga la vida de un solo ser humano.
Tanto el juez
federal Hugo Sastre como la película de Mariana Arruti cuentan
que la Marina sigue negándose a colaborar en la investigación.
Nadie ha querido echar luz sobre un grave episodio de sangre
que sigue atribuyéndose al descontrol de dos o tres oficiales
navales durante la madrugada del 22 de agosto. Hubo dieciséis
muertos aquel día –y casi todos ellos fueron rematados por una
descarga final–, más tres sobrevivientes que inculparon a esos
oficiales antes de que los tres desaparecieran a su vez, años
más tarde, en los campos de tormento de la dictadura. Acaso
los señalados tengan una versión indulgente de lo que hicieron
pero, mientras sus camaradas de armas callen, los habitantes
de Trelew y los que escriben esa historia seguirán creyéndolos
culpables.
Más que los relatos
de la fuga y de la matanza, que todavía arrebatan el corazón
de tanta gente, lo que sigue impresionándome es la simetría
entre lo que sucedió la madrugada del 22 de agosto de 1972 en
la base naval y lo que padecieron los habitantes de Trelew
cuarenta días más tarde. Al amanecer del 11 de octubre, aquel
mismo año, diecinueve ciudadanos fueron detenidos en el viejo
aeropuerto por las patrullas del ejército que habían invadido
las calles y bloqueado las salidas hacia Rawson, Puerto Madryn
y la zona de las chacras galesas. Ninguno de esos prisioneros
era digno de sospecha. Se trataba de militantes pacíficos de
partidos políticos que actuaban en la democracia, profesores
secundarios o universitarios, dirigentes sindicales y hasta un
intendente radical recién elegido Algunos de ellos ni siquiera
sabían por qué los llevaban, con las manos atadas a las
espaldas, hacia un campamento improvisado junto a un avión
Hércules C-130. Las cifras, quizá por azar, son simbólicas:
dieciséis prisioneros cayeron en la base naval; tres
sobrevivieron a la matanza. Cuarenta días más tarde, de los
diecinueve rehenes a los que levantaron de la cama en medio de
la noche, tres fueron liberados sin explicaciones a las pocas
horas. Los otros dieciséis fueron enviados a la cárcel de
Villa Devoto.
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Llegué a Trelew en
esos días y fui testigo de la indignación con que la ciudad
entera respondió al arresto de algunos de sus habitantes. Más
de tres mil personas –la décima parte de la población– colmó
durante una semana la sala del teatro Español desde el
amanecer hasta la noche para reclamar la devolución de sus
presos sin causa. Nadie dormía. La gente comía en los asientos
de la platea, florecían las asambleas y los discursos. Allí
encontré, convertida en una Pasionaria patagónica, a Teresita
Belfiore, una compañera de la Escuela de Letras de Tucumán,
que enseñaba Lenguas Clásicas en el Instituto Universitario de
Trelew. Se cantaban sin tregua poemas compuestos al calor de
la vigilia, se leían mensajes de solidaridad de los pueblos
vecinos. Salvo en la Patagonia misma, ya casi nadie se acuerda
de aquella rebelión espontánea, desatada por ciudadanos de a
pie. Es, sin embargo, una rebelión ejemplar. Demuestra la
fuerza que puede tener un pueblo entero cuando lo enciende una
causa justa.
La matanza de
Trelew cambió los vientos de la política argentina y se
convirtió en una semilla de odio. Aunque nadie lo sabía
entonces, faltaban pocos meses para que Juan Perón regresara
de su exilio de dieciocho años. El gobierno de Alejandro
Lanusse prometía elecciones libres, sin proscripciones. Sin
las heridas de Trelew, acaso habría sido más fácil apagar los
incendios que vinieron después. Pero aquel 22 de agosto se
abrió una grieta inútil, y por allí fluyó la sangre de mucha
gente. Tomas Eloy Martinez, su nota
para La Nación del 26 de Agosto del 2007
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