5 de Junio de 2007
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Carlos March
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Las sociedades que se superan son las que
mantienen la continuidad de sus procesos de aprendizaje y
valoran las acciones de sus miembros desde la coherencia
colectiva. En cambio, aquellas que fundan su desarrollo en
sucesiones de rupturas y contradicciones transitan el
estancamiento de recomenzar cada día, porque carecen de
memoria y de referentes. Esta última es la sociedad en la que
le tocó vivir y morir a Alfredo Pochat. Una sociedad que no
tuvo registro de lo que Pochat hizo, y mucho menos registró lo
que le hicieron, vive en la ignorancia de lo que este hombre
aportó a la construcción de su comunidad.
Refresquemos la memoria: Pochat estudió Derecho y, después de
hacer carrera en el Poder Judicial, abrazó la causa de la
lucha contra la corrupción e impulsó numerosas
investigaciones. Estando al frente de la Oficina de
Investigaciones de la Administración Nacional de la Seguridad
Social (Anses), hace diez años, más exactamente el 4 de junio
de 1997, se despidió de su esposa y de sus tres hijos y viajó
a Mar del Plata. El propósito era denunciar judicial y
públicamente a la titular de la delegación en esa ciudad, por
irregularidades administrativas basadas en probables hechos de
corrupción. Sin embargo, tres horas antes de la conferencia de
prensa, el marido de la denunciada lo mató de tres balazos.
¿Ahora recuerda?
Una sociedad madura es la que se hace cargo de los hombres y
mujeres que dejan su vida en la lucha por construir una
sociedad digna de ser vivida, la que asimila los ideales y los
valores de esos luchadores y los convierte en políticas
públicas y en normativa. Pochat no formó parte de esa
sociedad. Ni siquiera le tocó una sociedad inmadura, de esas
que, siendo incapaces de aprender nada de esas vidas y de esas
muertes, al menos se levantan todos los días, velando a esos
referentes asesinados. Le tocó la peor de las sociedades que
puede tocarle a un luchador de principios: la sociedad
indiferente. Y la muerte de Pochat, mantenida en el olvido, es
la prueba de la metástasis de indiferencia que avanzó por el
cuerpo de la sociedad argentina.
La ignorada ley que instituye en la ciudad de Buenos Aires el
4 de junio como Día de la Lucha contra la Corrupción en
homenaje a Alfredo Pochat lejos está de dimensionar su vida,
pero, en cambio, sí calibra la hipocresía legislativa y la de
la sociedad que seguimos integrando, compuesta por un cuerpo
social paralítico y por una dirigencia de moral tullida que ni
siquiera es capaz de recordar esa fecha desde el protocolo de
un acto escolar. Cuando se legisla desde la especulación y no
desde la convicción, las leyes que buscan recuperar la memoria
terminan generando amnesia.
Sería contradictorio con su vida
convertir a Pochat en un héroe o en un mártir. Se hace
justicia con "Freddy", como lo llamaban sus familiares y
amigos, o con "El Flaco", como lo llamaba Violeta, su esposa,
si al recordarlo lo destacamos como un paradigma de servidor
público. Esencial función social de construcción de Estado,
institucionalidad y ciudadanía que, en la actualidad, es
olvidada por la sociedad y denigrada y corrompida por el
cinismo de los dirigentes que operan los organismos públicos,
por el agotamiento de los que se frustran tratando de
cambiarlos y por la dejadez e inoperancia de los que sólo
están para servirse de ellos.
El servidor público que supo ser Pochat se describe desde la
pasión de su liderazgo por cumplir con su función social, por
el cuidado de su gente, por la protección de los valores y
bienes públicos para ponerlos al servicio del bien común y por
la construcción de capital social desde su lucha por unir la
ley con la justicia.
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Alfredo Pochat
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Pochat nos propone el desafío de elevar
el degradado papel de servidor público a la altura de sus
valores y al pico de la consistencia de sus acciones. Unos
pocos aceptan el reto. Algunos continúan con su vocación, como
los del Cuerpo de Administradores Gubernamentales. Otros
continúan con su lucha, como Manuel Garrido, fiscal nacional
de Investigaciones Administrativas. Y el puñado de argentinos,
cada uno desde su lugar, que entregan un poquito de su vida
cada día luchando por lo mismo por lo que Pochat entregó su
vida toda junta, demostrando que el servicio público no es
monopolio del Estado.
Pochat nos interpela y nos pone frente al dilema de definir el
Estado que queremos. Optamos por el Estado que no impulsó la
investigación por la cual fue asesinado, por el Estado que
después del crimen desarmó la Oficina de Investigaciones de la
Anses, por el Estado que hace ocho años sostiene un juicio
para no pagar a su familia la indemnización que le corresponde
por haber sido Pochat asesinado en su lugar de trabajo, u
optamos por el Estado por el cual Pochat luchó. Este dilema
tiene una respuesta simple: convertir a Pochat en parámetro.
Pero una solución compleja, porque para que ello suceda la
sociedad se tiene que hacer cargo de su responsabilidad frente
a un Estado que pocos reconocen como propio y que es manejado
por dirigentes ajenos.
Por lo general, las vidas de los que luchan con las
herramientas de la ley nunca son heroicas y sus muertes, por
más violentas que sean, no alcanzan el plano de la conciencia
colectiva. Con suerte, se instalan efímeramente en la primera
plana de algún periódico. Pero son un instrumento de medición
que señala la chatura de las sociedades frente a la altura de
sus muertos. Sociedades que no cuidan a sus Pochat facilitan
la tarea de los corruptos. Sociedades que no reemplazan a un
Pochat por otro Pochat aseguran un sistema de impunidad para
los delincuentes de guante blanco y alma negra.
Los luchadores que terminan inhumados en el olvido nos
demuestran que las sociedades, previamente, ya habían
enterrado sus propios derechos y valores colectivos. Hace diez
años moría asesinado Alfredo Pochat. Durante todo este tiempo
podríamos habernos convertido en aliados de su lucha, pero
elegimos ser cómplices de su asesino. Fue su hora, pero no fue
nuestro tiempo. ¿Continuaremos perdiendo la oportunidad de que
la altura de hombres como Pochat nos eleven como sociedad?
Carlos March, extracto del diario La Nación
del 4 de Junio de 2007. El autor es representante de la Fundación Avina en Buenos Aires.
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